Thursday, May 07, 2009

Retiros imposibles

1

Hace tiempo procuraba ganar ciertos lugares, recorrerlos, aunque es tanto ya, que los he dejado de buscar y olvidado casi. Pero los últimos días han retornado con cautela, como la luz que salpica el rostro de un preso la última mañana antes de irse. La búsqueda había comenzado cuando niño: mi bautismo de sangre —es un decir— lo recibí con el agua y la sal de celuloide en esas películas americanas que vuelven loco a cualquiera, aquellos films con la clásica escena, tan americana por cierto, de un hombre que fracasa o está a punto de fracasar, mientras la noche lo sorprende como la boca de un lobo, una oscuridad que lo encumbra sobre una silla de patas largas mientras se recoda en la esquina de la barra, sorbe un martini, la mirada extraviada en el vacío, y el cantinero se mueve silencioso con los oídos atentos a la confidencia inicial. Bien, este cuadro y otros han sido para mí, leche materna y gorjeo, con lo cual quiero decir que desde siempre fueron de mi propiedad. O casi: para interpretarlos echaba en falta la barra del bar, es decir, la escenografía.

Obsesivo como soy, me puse a buscar el lugar adecuado para recrear mi fracaso. La primera dificultad pudo haber sido mi edad: frisaba yo unos nueve, aunque mi apariencia fuese de diez años. El segundo escollo se escondía en la locación: barrio de San Juan, ciudad de Quito, década del 80. El tercero acaso fueran los bolsillos: ni un talento. Consigno estos detalles, imbéciles ya para la mayoría, porque imagino contribuyen al cuento: no se comportaban geografía ni historia muy dóciles a la hora de respaldar mi cometido. Ya en el terreno de lo concreto, una tarde descendí del cerro con el fin de peinar el lugar y alcanzar mi objetivo, con tan mala fortuna que solo di con un par de músculos agarrotados, la reprimenda del dueño de una cantina y el melancólico contemplar de los lamentables remedos de mi ilusión. ¿Había yo buscado bien? ¿Me permitían mi edad y mi imaginación, husmear, sagaz, en pos de un retiro romántico, alcohólico y triste? ¿Había seleccionado adecuadamente los lugares encontrados en la guía de la ciudad, veinte, treinta años atrás? Recuerdo haber escogido bares y restaurantes de hoteles y algunos restaurantes de lujo sin hotel para dar con la barra de mi dorado bar. Adelanté mis pasos hasta La Rotisserie, por ejemplo, el restaurante de un hotel muy céntrico donde lustros atrás se había rodado una comedia picante mexicana. ¿Encontré en La Rotisserie a mi cantinero, diligente y noble, el cancerbero de la soledad? ¿O tal vez fue en la Belle Époque, un restaurante de húmedas paredes ensalzado por la reina Sofía a su paso por Quito, periplo del que nadie guarda ya memoria en la ciudad? ¿Era Belle Époque, así se llamaba el lugar? ¿Tenía barra, barman, coctelera y dry martini? ¿O lo confundo ahora con un puterío que todo mundo adoraba en la Quito de los 80, uno perdido entre las calles, siempre dadas al extravío, del barrio de La Mariscal? ¿O Kon-Tiki fue el telón donde mi soledad de oficinista neoyorquino, la corbata fina y negra apenas desatada, la camisa blanca con los puños doblados, el cabello revuelto y la mirada de lobo apesadumbrado, inconsolable, desató todo su furor? Kon-Tiki, Kon-Tiki: ¿no era ésa una posada cara de comida polinesia? Esos años además registran una barra de cocteles en la temprana calle Amazonas (la que denominan bulevar) quizá en su cruce con la Robles, igual que una parada de cervezas en la Amazonas cruce con la Orellana, versión de pub inglés bautizada con el nombre de Bush: ¿descubrí ahí a mis compañeros en el sendero del desaliento, en la vecina silla de los cocteles o en la pobre barra del desangelado Bush y su letrero de neón? ¿Habré yo buscado bien?

La verdad no creo haber pasado por ninguno de estos sitios, debí haber sido muy niño entonces, aunque estoy seguro que en ninguno de ellos iba a encontrar mi fugaz estrella de Edward Hopper. Ello por algo que no puedo ocultar: por aquel tiempo, virtud que en algunos aspectos todavía conserva, Quito era, sencillamente, una mierda. Durante aquellos y muchos años después, la soledad seguiría siendo algo cotidiano y muy temido en la ciudad, enfermedad que aislar entre paredes, cual una de ésas que se denominaron en un tiempo entregado a la estupidez y el romanticismo, enfermedades literarias.

2

Pero no me he detenido para recordar a Quito y sus dulces letargos, me he parado, como admite la dignidad mínima de un hombre, a pensar en lo imposible, en lo extinto, en lo negado en cualquier lugar y condición. De esa naturaleza ha sido, por ejemplo, la noción de bar. Don Luis Buñuel, cautivo de bares, medievalías y retiros, lamentaba la época nefasta en que le había tocado vivir, la que no respetaba nada, “ni los bares”, según decía. Su noción de bar era muy clara, un establecimiento apartado, “una docena de mesas a lo sumo”, silencioso, oscuro, bien provisto, retiro monástico en que la moneda de uso corriente era el anonimato y su correlato, el sosiego. Contemplación y sosiego, altas notas del cerrado egoísmo, defectos que se alejan en retirada en un tiempo de bullicio y cofradía, en uno en que el tiovivo y la campanada de la masa han vencido y campean con su traje omnipotente. Ya Buñuel vagaba por los interiores del hotel de “San José Purúa”, en México, en compañía de sus fieles Jean-Claude Carrière y Serge Silberman, guionista y productor de algunas de sus cintas, tras la clausura del bar del hotel, en 1980. ¿Qué sucederá con nosotros, bárbaros tecnológicos de inicios de milenio?

En el 80, cuando Buñuel contaba igual número de años, yo apenas tenía seis y ya comenzaba a inquietarme el pasado y la necesidad de retiro. Antes del bar, entre las páginas de las revistas y acaso en algún film, había reconocido el ambiente de París y sus pintorescos cafés. En uno de ellos, el «Cyrano», “un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos”, Buñuel se había integrado al grupo surrealista, tras la exhibición de su obra primera, Un chien andalou, la película del globo ocular seccionado por la navaja barbera y los dos maristas que arrean una dupla de pianos con sus respectivos burros podridos encima. Aunque desconociera el «Cyrano», creo haberlo presentido en esos años mozos y observarme sentado a una de sus mesas con la sola compañía de un largo café con crema, cigarrillo en una mano, pluma en la otra, concentrado en la tarea de llenar blocs y libretas con nombres de calles parisinas, prescripciones de guardarropía, la trama de un policial en que el verdadero asesino es un campesino idiota, la descripción física detallada de Quint, el personaje de Otra vuelta de tuerca, y muchas estampas pornográficas, zoofílicas y antropofágicas. Aunque pudiera pasar por presuntuoso, la tercera parte de aquello navegaba por mi mente y eso supo dejarme conforme.

Sobre los cafés ansío extenderme en otra entrega, pero lo que sí diré es que su añoranza ciega no me indujo a salir de casa, al revés de lo que me ocurrió con los bares: me conformé con ensoñar París, cerrar el paraguas, dejar el abrigo blanco bien doblado sobre la silla contigua y sentarme a escribir. Al fin y al cabo, París siempre será París.

Algo que me asombra es la negativa del tiempo a darme la razón, a mí, a Buñuel y a París, la obstinada resistencia de mi ciudad, Quito, para dejarse persuadir por la necesidad de apartamiento y contemplación, algo que en realidad no debería asombrarme si advertimos que los bares del mundo van extinguiéndose a paso de gigante y ninguno queda acaso, y los cafés son hoy por hoy lugares de chacoteo y exhibición antes que refugios de ensimismamiento y trabajo. Si la inspiración es despertada, como Flaubert escribió, por “la contemplación del mar, el amor, la mujer”, con lo que terminamos presa de las musas, ¿arrobarse con el sigiloso paso de los fantasmas, escuchar su respiración fatigada, apurar la copa, o mejor, no apurarla, dejar sobre la mesa un cubo de hielo y contemplar cómo se derrite y forma un lago en el que la barcaza de nuestros sueños naufraga inexorable, extraviarse en ello, en una meditación, constituye la zozobra de esta despreciable era?

Hecho y deshecho, como gustaba decir Onetti, algunas veces he intentado tomar una copa en la barra de un restaurante o sentarme a escribir un par de ideas en la servilleta de un café, pero siempre fracasé rotundamente y con sistema; apenas principiado el whisky o el vermú sentí clavados en mi espalda decenas, cientos, miles de ojos o comenzó a escocerme la hora de retornar a mi encierro casero. En el café, no ha faltado la ocasión de sentir una palmada familiar en el hombro y admitir el reflejo inmediato que oculta la servilleta en los bolsillos o, hecha una pelota, la salva dentro de un puño.

—Nada…, espero a alguien… Pensaba.

Hemos salido juntos, con el recién llegado, y nos hemos sumergido en la plebe.

Aunque ahora que lo pienso, no nos caería mal tentar el riesgo y fundar entre ambos distinta cofradía: la Sociedad de los Amigos del Crimen, los Bares y los Cafés.

Inscrita ella sea. —