"hay una razón no solo para cada palabra sino para la posición de cada palabra"
"scarcely more difficult to push a stone out from the pyramids with the bare hand than to alter a word, or the position of a word, in Milton or Shakespeare"
Coleridge
Wednesday, August 26, 2009
Thursday, August 06, 2009
Michael
1 Yo soy Michael Jackson
Muerto Michael Joseph Jackson —una camilla en que yace su cuerpo extinto—, la noche del 25 de junio advierto una sombra que se agiganta hasta alcanzar el cielorraso. Lleva, la sombra, el corte de pelo a lo Beatle, la silueta fina, alargada, deforme, enredada en los ovillos sonoros de Thriller, Beat it, Dirty Diana, contoneándose, enmascarándose, contoneándose… beat it: soy joven, extraviado en el mundo como solo el joven puede perderse. Hundido y enajenado como solo se hunde un adolescente que examina su rostro inseguro en el espejo, la casa, el barrio de San Juan, yo, solo deseo, falseando la vida, la esquina y el empedrado, estirándolos y extirpándolos, que mi cuerpo se estilice a imagen y semejanza del de Michael, el Jacko. Corre también el 84 —el mejor año que la iconografía de los 80 recuerde, igual que el 86, el 87, el 88, los ochentas en plenitud— y el triángulo rasurado en las páginas de Playboy corre aún más aprisa: es la madona que me pierde, se sacia, me lubrica, me pierde, la starlet que flota como una virgen regentada por el más rojo satén con el que ella a su vez regenta una corte de bobos. Como virgen. Su chambelán, compañero de realeza e icono eterno, es un joven negro y caquéctico vestido con traje plata de confección milimétrica, los zapatos bicolores, la chaqueta colocada al hombro mientras va caminando y las casillas del ajedrez que es la acera se encienden a su paso. Da una vuelta, el joven, ¡relámpago!, suspende la rodilla en el aire y ahora todo él se agita alienígena, milimétrico, geométrico. Mchl Jcksn. Él y la entrepierna Madonna, tan deseables los dos, tan bellos, riegan su esplendor como si la pólvora de un tiempo estirado, optimista, mentiroso, cubriese el planeta de edulcorante.
En San Juan, yo me ocupo de seguir la pista al joven ébano, ladeo el ala de un sombrero confiscado al baúl de mi padre, disfrazo mi ojo derecho y guiño al espejo con mi otro ojo, como si la broma de un joven vecino del Bronx se oficiara en privado. Corto también mis pantalones, dos dedos sobre la curva de los tobillos, los entubo y los afino, estiro mis calcetines blancos, me calzo los mocasines negros. Retroceden los mocasines, se levantan los tobillos, mantengo pegada al piso la punta del pie, lo alterno, ahora el derecho, y así sucesivamente hasta dominar el paso. Billy Jean podría llamarse el baile. Pero es en el Bronx —un barrio enquistado en el sur de Quito, el hogar de mis primos—, el lugar donde habitan los negros, las vivanderas y los obreros, es ahí donde el miedo se fabrica como la miel en una colmena, ahí donde todos somos Michael Jackson, donde todos aprendemos a bailar y a vestir tal cual Mike, orgullosos de mirarnos al espejo y reconocernos, de conjugarnos negros, violentos, venganza, de conjugarnos y hermanarnos en el gospel.
Emocionado y ligero como se encandila el niño solamente, tomo las manos de los únicos pares que tuve, los reconozco idénticos, disfrazados e idénticos. Con ello se queda grabada para siempre en mi alma la convicción de que una de las posibilidades de ser, de existir, la más próxima acaso, sea calcar, imitar, copiar, ser un fan.
Era inevitable: siempre iba a ser Michael Jackson.
2 Man in the Mirror
Muerto Michael Jackson, se dirá que el astro no soportó hacerse viejo y prefirió marchar hacia la muerte. Aparecerán los intérpretes de este hecho, los abogados, los filósofos, los moralistas. Vendrán los médicos, los sirvientes, los testigos, los economistas con sus máquinas de cálculo. E imagino será justo que se asomen todos ellos: a fin de cuentas Michael no solo era yo sino también ellos. No como ellos, sino ellos. No fue él solamente un estupendo accidente del funk, el rock y el pop vertidos en un crisol destilado por la potencia subyugante del disco music, este cincuentón que ahora yace en el ataúd y cuyos mejores días habían quedado atrás —aquellos de Thriller y la fantasiosa cantidad de discos aparecidos en nuestras casas por intervención de la magia o los de Bad, la revolución del vídeo clip y quién sabe cuántas glorias más—, no fue solamente el bailarín imposible y antigravitacional o el hombre impecablemente disfrazado, no solo el pasado triste y sórdido a manos de un padre enamorado del dinero y de una industria enloquecida, además de todo eso, Michael fue el señor de los dominios del escándalo y de aquellos que los tabloides han bautizado como territorios de la “extravagancia”.
Ahora que lo veo en su espléndido féretro, también lo descubro recostado en la cámara de oxígeno, tan pacífico, redimido casi, como si aguardara la llegada de la muerte en la suspensión de la vida, en la congeladora de las arrugas y el tiempo. Ser joven fue siempre una de sus consignas, apresar al niño que nunca fue, y al igual que Howard Hughes, Michael optó por aislar el factor muerte, por suprimir el polvo, la suciedad, la enfermedad y la vida, y echarse a contemplar la eternidad. Aunque la cámara de oxígeno anticipara su muerte, persiguió la elegancia, la juventud y lo bello, las tres grandes fuerzas del hecho contemporáneo, las tres letales víboras de la vida moderna. Sirvió a las tres a partes iguales y con ello sintetizó la añoranza y el ideal de todos sus contemporáneos: fue un hito de la esbeltez, de la delgadez, del hambre —pesaba cincuenta y tres kilos a la hora de su muerte— a la manera de Jagger o de Bowie, estableció las pautas de la desconcertante androginia contemporánea, sirvió a la elegancia a la manera de un maniquí por el que desfilaron los cambios y caprichos del buen porte y la costura robotizada, padeció la juventud en su rostro, en su figura infantil e idiotizada, y caminó del negro al blanco acaso como la más grande desviación humana jamás vista.
Son estos los restos de este tiempo, estas, las excretas de nuestro paso por la Tierra si aceptamos ahora ser contemporáneos de todos los hombres. Por eso, por ser ellos, por ser los hombres, nunca se perdonará a Michael no soportar haber sido él, solo él, joven ébano y belleza, ahora, a su muerte, no soportaremos desconocernos en él, en su rostro cincelado y transfigurado, desconocernos en él quienes nos conocimos en él, los negros, los violentos, la venganza, los hermanos en el gospel. No le perdonaremos haberle otorgado el permiso para entrar en nuestra infancia y hacer de ella, de nuestra adolescencia y juventud una ilusión, tan solo para destruirla con su partida, con su huida. No le perdonaremos situar una muerte dentro de todos nosotros, endebles hombres contemporáneos, algo insoportable, ésta, la muerte de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y no fuimos. No le perdonaremos haber sido tan natural y espontáneo en sus orígenes, y llegar a ser tan insoportablemente ambiguo a su hora final, no apreciamos nosotros las indefiniciones, no las admitimos, nos abruman en todo lo arbitrarias que son; no le perdonaremos haber terminado como un andrógino asqueroso. No perdonaremos a este palpable Dorian Gray haber tentado la juventud porque nos tortura a nosotros descubrirnos viejos cuando echamos un vistazo al espejo y constatamos el ardor de los años y del tiempo. Jamás te perdonaremos, Michael, que intentases ser blanco como nosotros, y tampoco hemos de perdonarte habernos repudiado y renegado de nosotros, Michael, nosotros, negros.
Como es visto, con su final inesperado y catastrófico, Michael muere por nosotros, muere para que vivamos en paz.
3 Madonna (ante el cuerpo de Michael)
Muerto Michael, no puedo parar de llorarte. No puedo detener mis lágrimas ante tu cadáver que es el mío. ¿Crecimos juntos, recuerdas? Yo, la chica materialista, tú el joven rey, yo, la reina, tú el pop, la banda sonora de esa gran carretera que es el presente a nuestros pies, el pop tras nosotros, colgado de nuestros pulgares, debajo de nuestros pulgares.
No puedo detener mis lágrimas ante tu cuerpo, Michael, ahora, en el celoso brocal de tu vida.
¿Recuerdas el fulgurante traje rojo, las bragas negras y sedosas, las intimidades de puta que usé para ti esa noche, my sweet prince and lord, mi pequeño niño hundido en el infinito rancho de tu extravío? ¿Recuerdas mi regalo, yo, vampiresa para ti, mi ultrajado bebé, carne tibia de porcelana, infante colgado en mis mamas de tráfico oscuro y sórdido coito? ¿Recuerdas, mi Baby Face, recuerdas la noche en que tu falo frío, inocente, mínimo, negro, no llegó a sentir siquiera mi carne de Mesalina, de Magdalena y Salomé?
¡Dime algo, figura de ébano!: mañana seré vieja, no habrá retorno, no habrá talento ni pureza, no habrá espontaneidad, fiereza, escena ni ruido. Quedaré yo, sola, cansada, derruida, sola, y tú, descompuesto en el infinito para otorgar la gloria a tus fieles, tú y tu máscara de plástico cera. Tú, Michael Joseph Jackson, nacido el 58 y muerto el veinticinco de junio de un año trasmontano, solo tú perdurarás momificado, escupido, vociferado por siempre.
Yo, a la caída del crepúsculo, exigiré que me conduzcan al escenario, que me humillen en él, porque estoy viva y soy la luz.
La luz, Michael.
La luz.
Muerto Michael Joseph Jackson —una camilla en que yace su cuerpo extinto—, la noche del 25 de junio advierto una sombra que se agiganta hasta alcanzar el cielorraso. Lleva, la sombra, el corte de pelo a lo Beatle, la silueta fina, alargada, deforme, enredada en los ovillos sonoros de Thriller, Beat it, Dirty Diana, contoneándose, enmascarándose, contoneándose… beat it: soy joven, extraviado en el mundo como solo el joven puede perderse. Hundido y enajenado como solo se hunde un adolescente que examina su rostro inseguro en el espejo, la casa, el barrio de San Juan, yo, solo deseo, falseando la vida, la esquina y el empedrado, estirándolos y extirpándolos, que mi cuerpo se estilice a imagen y semejanza del de Michael, el Jacko. Corre también el 84 —el mejor año que la iconografía de los 80 recuerde, igual que el 86, el 87, el 88, los ochentas en plenitud— y el triángulo rasurado en las páginas de Playboy corre aún más aprisa: es la madona que me pierde, se sacia, me lubrica, me pierde, la starlet que flota como una virgen regentada por el más rojo satén con el que ella a su vez regenta una corte de bobos. Como virgen. Su chambelán, compañero de realeza e icono eterno, es un joven negro y caquéctico vestido con traje plata de confección milimétrica, los zapatos bicolores, la chaqueta colocada al hombro mientras va caminando y las casillas del ajedrez que es la acera se encienden a su paso. Da una vuelta, el joven, ¡relámpago!, suspende la rodilla en el aire y ahora todo él se agita alienígena, milimétrico, geométrico. Mchl Jcksn. Él y la entrepierna Madonna, tan deseables los dos, tan bellos, riegan su esplendor como si la pólvora de un tiempo estirado, optimista, mentiroso, cubriese el planeta de edulcorante.
En San Juan, yo me ocupo de seguir la pista al joven ébano, ladeo el ala de un sombrero confiscado al baúl de mi padre, disfrazo mi ojo derecho y guiño al espejo con mi otro ojo, como si la broma de un joven vecino del Bronx se oficiara en privado. Corto también mis pantalones, dos dedos sobre la curva de los tobillos, los entubo y los afino, estiro mis calcetines blancos, me calzo los mocasines negros. Retroceden los mocasines, se levantan los tobillos, mantengo pegada al piso la punta del pie, lo alterno, ahora el derecho, y así sucesivamente hasta dominar el paso. Billy Jean podría llamarse el baile. Pero es en el Bronx —un barrio enquistado en el sur de Quito, el hogar de mis primos—, el lugar donde habitan los negros, las vivanderas y los obreros, es ahí donde el miedo se fabrica como la miel en una colmena, ahí donde todos somos Michael Jackson, donde todos aprendemos a bailar y a vestir tal cual Mike, orgullosos de mirarnos al espejo y reconocernos, de conjugarnos negros, violentos, venganza, de conjugarnos y hermanarnos en el gospel.
Emocionado y ligero como se encandila el niño solamente, tomo las manos de los únicos pares que tuve, los reconozco idénticos, disfrazados e idénticos. Con ello se queda grabada para siempre en mi alma la convicción de que una de las posibilidades de ser, de existir, la más próxima acaso, sea calcar, imitar, copiar, ser un fan.
Era inevitable: siempre iba a ser Michael Jackson.
2 Man in the Mirror
Muerto Michael Jackson, se dirá que el astro no soportó hacerse viejo y prefirió marchar hacia la muerte. Aparecerán los intérpretes de este hecho, los abogados, los filósofos, los moralistas. Vendrán los médicos, los sirvientes, los testigos, los economistas con sus máquinas de cálculo. E imagino será justo que se asomen todos ellos: a fin de cuentas Michael no solo era yo sino también ellos. No como ellos, sino ellos. No fue él solamente un estupendo accidente del funk, el rock y el pop vertidos en un crisol destilado por la potencia subyugante del disco music, este cincuentón que ahora yace en el ataúd y cuyos mejores días habían quedado atrás —aquellos de Thriller y la fantasiosa cantidad de discos aparecidos en nuestras casas por intervención de la magia o los de Bad, la revolución del vídeo clip y quién sabe cuántas glorias más—, no fue solamente el bailarín imposible y antigravitacional o el hombre impecablemente disfrazado, no solo el pasado triste y sórdido a manos de un padre enamorado del dinero y de una industria enloquecida, además de todo eso, Michael fue el señor de los dominios del escándalo y de aquellos que los tabloides han bautizado como territorios de la “extravagancia”.
Ahora que lo veo en su espléndido féretro, también lo descubro recostado en la cámara de oxígeno, tan pacífico, redimido casi, como si aguardara la llegada de la muerte en la suspensión de la vida, en la congeladora de las arrugas y el tiempo. Ser joven fue siempre una de sus consignas, apresar al niño que nunca fue, y al igual que Howard Hughes, Michael optó por aislar el factor muerte, por suprimir el polvo, la suciedad, la enfermedad y la vida, y echarse a contemplar la eternidad. Aunque la cámara de oxígeno anticipara su muerte, persiguió la elegancia, la juventud y lo bello, las tres grandes fuerzas del hecho contemporáneo, las tres letales víboras de la vida moderna. Sirvió a las tres a partes iguales y con ello sintetizó la añoranza y el ideal de todos sus contemporáneos: fue un hito de la esbeltez, de la delgadez, del hambre —pesaba cincuenta y tres kilos a la hora de su muerte— a la manera de Jagger o de Bowie, estableció las pautas de la desconcertante androginia contemporánea, sirvió a la elegancia a la manera de un maniquí por el que desfilaron los cambios y caprichos del buen porte y la costura robotizada, padeció la juventud en su rostro, en su figura infantil e idiotizada, y caminó del negro al blanco acaso como la más grande desviación humana jamás vista.
Son estos los restos de este tiempo, estas, las excretas de nuestro paso por la Tierra si aceptamos ahora ser contemporáneos de todos los hombres. Por eso, por ser ellos, por ser los hombres, nunca se perdonará a Michael no soportar haber sido él, solo él, joven ébano y belleza, ahora, a su muerte, no soportaremos desconocernos en él, en su rostro cincelado y transfigurado, desconocernos en él quienes nos conocimos en él, los negros, los violentos, la venganza, los hermanos en el gospel. No le perdonaremos haberle otorgado el permiso para entrar en nuestra infancia y hacer de ella, de nuestra adolescencia y juventud una ilusión, tan solo para destruirla con su partida, con su huida. No le perdonaremos situar una muerte dentro de todos nosotros, endebles hombres contemporáneos, algo insoportable, ésta, la muerte de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y no fuimos. No le perdonaremos haber sido tan natural y espontáneo en sus orígenes, y llegar a ser tan insoportablemente ambiguo a su hora final, no apreciamos nosotros las indefiniciones, no las admitimos, nos abruman en todo lo arbitrarias que son; no le perdonaremos haber terminado como un andrógino asqueroso. No perdonaremos a este palpable Dorian Gray haber tentado la juventud porque nos tortura a nosotros descubrirnos viejos cuando echamos un vistazo al espejo y constatamos el ardor de los años y del tiempo. Jamás te perdonaremos, Michael, que intentases ser blanco como nosotros, y tampoco hemos de perdonarte habernos repudiado y renegado de nosotros, Michael, nosotros, negros.
Como es visto, con su final inesperado y catastrófico, Michael muere por nosotros, muere para que vivamos en paz.
3 Madonna (ante el cuerpo de Michael)
Muerto Michael, no puedo parar de llorarte. No puedo detener mis lágrimas ante tu cadáver que es el mío. ¿Crecimos juntos, recuerdas? Yo, la chica materialista, tú el joven rey, yo, la reina, tú el pop, la banda sonora de esa gran carretera que es el presente a nuestros pies, el pop tras nosotros, colgado de nuestros pulgares, debajo de nuestros pulgares.
No puedo detener mis lágrimas ante tu cuerpo, Michael, ahora, en el celoso brocal de tu vida.
¿Recuerdas el fulgurante traje rojo, las bragas negras y sedosas, las intimidades de puta que usé para ti esa noche, my sweet prince and lord, mi pequeño niño hundido en el infinito rancho de tu extravío? ¿Recuerdas mi regalo, yo, vampiresa para ti, mi ultrajado bebé, carne tibia de porcelana, infante colgado en mis mamas de tráfico oscuro y sórdido coito? ¿Recuerdas, mi Baby Face, recuerdas la noche en que tu falo frío, inocente, mínimo, negro, no llegó a sentir siquiera mi carne de Mesalina, de Magdalena y Salomé?
¡Dime algo, figura de ébano!: mañana seré vieja, no habrá retorno, no habrá talento ni pureza, no habrá espontaneidad, fiereza, escena ni ruido. Quedaré yo, sola, cansada, derruida, sola, y tú, descompuesto en el infinito para otorgar la gloria a tus fieles, tú y tu máscara de plástico cera. Tú, Michael Joseph Jackson, nacido el 58 y muerto el veinticinco de junio de un año trasmontano, solo tú perdurarás momificado, escupido, vociferado por siempre.
Yo, a la caída del crepúsculo, exigiré que me conduzcan al escenario, que me humillen en él, porque estoy viva y soy la luz.
La luz, Michael.
La luz.
Subscribe to:
Posts (Atom)