Saturday, March 24, 2012
El nacimiento de la belleza
El alumbramiento de toda belleza —bella, monstruosa, inútil como son los actos bellos— es un instante sobrecogedor y destructivo del pasado que escasos individuos soportan sin desplomarse moralmente. Es, como en la Venus de Boticelli, un ascenso y un chispazo que no se admite sin caer ciego. Evento oscuro y sobrecogedor, tanto, que quizá explique por sí mismo por qué hoy el arte conoce tan lamentable decadencia.
Thursday, March 15, 2012
La crítica (ii)
Soy curioso y me agradan las novedades de hoy o de hace mil años; también me gusta compartir mis descubrimientos y mis preferencias. Por temperamento y por íntima convicción me ajusto con dificultad a las opiniones recibidas. Como muy pocas veces he resistido a la tentación de decir mi inconformidad, me he visto envuelto en ásperas discusiones y querellas envenenadas. Era fatal que esto ocurriese en un medio como el mexicano. Entre nosotros la disidencia se convierte fácilmente en herejía y la crítica en excomunión. Fui imprudente y fui condenado a una suerte de ostracismo. No me arrepiento: prefiero la soledad a las malas compañías. Pero no todo fue negativo: tuve algunas satisfacciones que sería exagerado llamar amargas y gané amigos y lectores. La práctica del periodismo literario tiene muchos peligros; el más grave, como se ha señalado muchas veces, consiste en confundir nuestras impresiones personales con la crítica propiamente dicha. Sus ventajas, sin embargo, son notorias: aguza nuestra sensibilidad, pule nuestro entendimiento y es una brújula que nos orienta un poco en el mar incierto de la actualidad literaria. En el mejor de los casos, llega a ser una carta de marear que, aunque no nos preserva de las tempestades, las calmas chichas y los naufragios, nos ayuda a descubrir el rumbo de los vientos, es decir, el espíritu de los tiempos.
Octavio Paz
Octavio Paz
Wednesday, March 07, 2012
Noticia de la prohibición de alcohol
Para Douglas Coronel
—Otra copa, por favor.
—Disculpe señor: ya no se puede.
—Pero, ¿por qué no se puede?
—Es la hora, señor.
Había oído algo sobre la hora, algo que no recuerdo, algo de arriba. No me importa: pongo las monedas en manos del mozo. Seguiré, aunque veo cómo, una a una, las puertas de los comercios caen, se repliegan, puertas enrollables ásperas y absurdas, y en unos minutos me encuentro solo, despreciado por el ruido y la noche. Allá va el miedo, podría recordar, allá camina enfundado en cuerpos de muchachas que ríen aunque en verdad desfilen un hartazgo, una cierta depresión, allá va el miedo dispuesto a no despertar. Observo a los últimos, los fanfarrones de las Harley y sus roadies, a la prostituta que, ligera en su vestido de lentejuelas, engaña, coqueta, al estudiante que ha pagado cuatro margaritas, y extenderá todas las líneas a que ella lo incite, al arquitecto con voz de latón que en el último bar abierto del barrio de La Mariscal ansía alcanzar la cumbre entre las piernas de un camionero. Sentenciados por la bruma y la hora, los comercios de la plaza ruidosa de Quito cierran la boca, hacen silencio, se callan.
El estado desea que las puertas se enrollen áspera, absurdamente, pues quiere devolverte sano y salvo a casa, el estado te protege de “la maldad, la soledad, la barbarie, la ignorancia, el salvajismo”, por lo cual será difícil sortear su vigilancia: el estado es, a fin de cuentas, la seguridad. Solo en él puedes ser libre, solamente en su cuadrícula la libertad es permitida y santa; por fuera al hombre “no le hace ningún bien”, como también ha escrito Hobbes, ese digno pensador al servicio del estado, y lo más probable es que, si se le deja, refocile el ser humano en el barro como el marrano remilgado que puede llegar a ser. No tengas miedo, entonces, de reposar bajo el árbol del estado porque solo a él compete convertirse en tu guardián y garante. Esto equivale por completo a lo que dijo, vehemente y terrible, el teólogo de las almas inconformes: “dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada”, dentro del estado todo el provecho que seas capaz de recibir, policía, escuelas públicas, refinadas bibliotecas, agua entubada, fuera de él la abyección de las pasiones, el libre ejercicio de los instintos, la noche, la sumisión por el alcohol.
Ernest Hemingway decía que un hombre inteligente debe beber copiosamente para convivir con los necios. Quizá cuando dijo eso, si es que en verdad lo dijo, Hemingway estuviese haciendo libre uso de un egoísmo primitivo y nada más. Quizá se creyera demasiado listo para granjearse tamañas ínfulas. Aunque, si lo entendemos mejor, tal vez al noble Earnest le asistiera la razón al señalar que con demasiada frecuencia nos convertimos en cruzados de la estupidez. Para observarnos de cerca acaso lo mejor sea hacerlo brumosamente, tal vez de ese modo la aberración del hombre resulte menos evidente, más soportable si se la observa difuminada entre desvaríos. Acaso ésta sea una de las principales virtudes de andar bebido, mezclar la nítida particularidad de los necios con su amorfa generalidad, atentar contra la veracidad de lo fiable para que el hombre que soporta y está ebrio obtenga a cambio la sencilla bondad de la misericordia.
Así es que ahora ya puedo deciros, caballeros de las etiquetas, los brindis y el vómito: misericordiosos del mundo uníos porque vuestro será el reino de los cielos. Misericordiosos del mundo no olvidéis que el estado vela por vuestros intereses, apurad la copa misericordiosos de la Tierra que tenéis contados los minutos, levantad el codo y romped los vasos, verted la sopa sobre la espalda de vuestra anfitriona, besad a la criada, desmayaros en la caseta del perro —como bien lo hizo algún beodo, uno de los peores, Francis Scott Fitzgerald—, haced pronto el ridículo que el estado os cuida. Para defenderos de cualquier cosa el estado ya replica: contra la Revolución nada porque el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y existir, nadie —por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera— puede alegar con razón un derecho contra ella, nadie, pregona el estado a los cuatro vientos, pues él aguardará ahí, taumaturgo y omnisciente, para ser el custodio. A fin de cuentas eres el benjamín que requiere de su cuidado para que en los albores de la nueva patria devenga el hombre nuevo que se anhelaba. “No puedes tomar aún tus propias decisiones”, murmura el estado, “la libertad te agobia, te fatiga, te conduce a la violencia y el desacuerdo”, advierte. Por ello has de dejar que te arrope al calor de su cordura y quizá puedas aprovechar tu cápsula de libertad como es debido. Deberás, haragán, mocosito, allanarte a sus métodos y practicar su liturgia. El estado levanta la voz, el estado recita su teología.
Ese fue el modo en que quise beber otra copa, pero la razón ilustre no lo permitió. Fue ese el modo en que supe que la hora protege la madrugada, que los días ordinarios se acortan para el bebedor sociable, que los fines de semana no han de ser mejores, y que el domingo, ay, el día más triste de la semana, es el claustro, la soledad, el suicidio de la vida mundana en la provincia. El estado te obliga a ser juicioso y casto, a quedarte quieto en nombre de ciertas aritméticas. Amurallado detrás del fortín del bien común, el ecónomo medieval exhibe cálculos como catapultas y maquilla dichas patrañas con su moral arbitraria, una, ni siquiera trina. Si le apetece, el individuo podría permanecer en la condición original de naturaleza, pero la moral del estado no va a aflojar la cuerda: la entelequia es totalitaria y argumenta beneficios en torno a la paz, la convivencia y la hospitalidad que él mismo desalienta porque son factores contrarios a su dominio cimentado en la guerra, la discordia y un aislamiento que gusta llamar, patéticamente, orgullo nacional. Se atreve a todo ello, la entelequia, de modo asaz despiadado porque su única razón, carnada y alimento eres tú.
A estas alturas quizás no falte el zoquete que diga que no se trata del estado sino del gobierno, acaso se atreva a asomar la cabeza. Subrayo: he dicho estado y no gobierno, ese ridículo epifenómeno del estado. Hay que padecer al estado y su monopolio de la fuerza porque nacemos y habitamos en él desde la cuna; el gobierno, no nos desesperemos, no es más que una aventura, un combate, un mal de noventa y nueve años. Es el estado el que, jactancioso de su fuerza, prohíbe y prescribe desde tiempos inmemoriales, aunque el gobierno no cese de rotar sus peones, los siervos que idean y alientan las peores causas, aquellos que reconocen en el monarca la gracia de la moral anhelada, aquellos a quienes el mismo estado no ha regalado su pedazo de libertad y justicia en el pasado, y ahora caminan resentidos y claman por venganza.
¿Quiénes aplauden en los graderíos? ¿El ángel autoritario, el hijo menor, el débil mental que obedece como un ciego los ucases dictados por el zar prieto, el nuevo y el viejo caudillo? ¿Los pacatos que encuentran sangre en el fondo de un martini sobre la barra de un bar? ¿Los sociólogos con sus máquinas de cálculo y su procaz aritmética en los dedos? La ciudad está llena de hombres buenos, de espíritus piadosos, de cerdos con ideales, la ciudad sobrevivirá al gobierno y quizá al estado, por ello, no hay que temer a la madrugada, no hay que hacer caso de los cívicos, de los teólogos, de los que comen hostias. ¿Tomarlos en serio en un mundo en que todos beben, se drogan, son pornógrafos, en el que todos estamos enfermos de ansiedad? ¿Ajustarnos a la prohibición, dejar que el cerco se estreche si todo está perdido? ¿Para qué? ¿Para liberarnos de la vid y la cebada por “traidoras a la patria y a la decencia” como plañía la Anti-Saloon League, manga de orates que promovieron la ley Seca en el norte tan distante? ¿Para “crear una nueva nación” donde “las cárceles y correccionales pronto quedarán vacíos”, donde “todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños”? Toscamente, yo interpelo: con tolerar la santurronería y temer al estado: ¿se cerrarán para siempre las puertas del infierno, como profería Volstead, el senador tocado por la luz que redactó la ley Seca en los Estados Unidos del 19?
¿Por qué no dejar, por ejemplo, que una muchacha de gran talento muera en su ley bebiendo después de haber caído y haberse levantado varias veces de su baile macabro? ¿Por qué no dejar en paz a Amy Winehouse, rubí del soul, con sus tres botellas de vodka, “dos grandes y una pequeña”, inerte, tendida sobre el piso de su habitación en Londres, Inglaterra, ella y sus 416 miligramos por decilitro de sangre contraídos después de tres semanas de abstinencia? ¿Por qué no beber todos, como ella, hasta la muerte, o fornicar hasta morir o comer hasta morir? ¿No es eso también libertad, otra faceta de la libertad, la que se reserva el gentil, el abnegado estado? Porque si hay alguien que beba, coma, fume o fornique hasta el fin ya no tendremos necesidad de defender su derecho, solo habrá que dejarle y cada uno a su camastro. Porque además de hacernos capaces de tolerar a los zopencos y no caer fulminados por el peso agobiante del estado, la muerte rondando en torno, ¿no proporciona también el alcohol mucho gozo y carcajada, muchas confesiones, enloquecedores romances arengados por su guía y desmayo? ¿No hay obras gigantes construidas en el triste diálogo con una copa de bourbon, no fueron también borrachos conspicuos Poe, Montgomery Clift, Dean Martin, Capote, Rubén Darío, todos ellos? Pues beber también es placer y herida del solitario, su necesidad, su enfermedad y su muerte, pues beber exacerba la sensibilidad y coloca al ser humano al borde de la culpa, en el cruce exacto entre la verdad, la estupidez y la locura, pues beber alcohol permite luchar contra la rutina con un sacacorchos tan simple como el no tener miedo a reconocerse solo y triste. Desconoce el hombre sobrio que la felicidad es el único estado sentimental paralelo a la desdicha, del mismo modo que le sucedía a un personaje de Fitzgerald cuyo camino hacia el alambique se iluminaba por el “deseo de mantener la vieja ilusión de que la verdad y la belleza están de alguna manera unidas”. Sí: la belleza, la felicidad y la tragedia pueden cantar al unísono, con la misma voz y en el mismo coro, con el tono silencioso o estentóreo de un ser humano hundido en el sofá. Eso, queridos todos, es enseñanza y práctica exclusiva del alcohol.
Los motociclistas terminan de irse, las piernas de sus roadies suntuosamente oprimidas por armaduras de cuero, la muchacha de lentejuelas recuerda que sus clientes habitan otro hemisferio, lejos, muy lejos de la inocencia, en el desguace del intercambio y la inmundicia, el arquitecto picado de tóxicos prefiere el camino más corto, un sendero químico: dormido reposa su deseo, corroído por los gusanos y la peste. Ha caído la república alcohólica de los Estados Unidos de América, rezan los diarios, todo se funde, cataclismos, imperio, soberbia, tempestad. Yo, zigzagueante, me dispongo a retornar al útero. La hora es importante, lo ha sido, la hora desde arriba en el Olimpo hasta la Tierra, como un rayo. Aquí, en Quito, en este país que no es país, en este pedazo de caliza de nombre evanescente en que los comercios cierran temprano y entre la niebla avanza un garrote, la monotonía, el tedio de nuevo.
La puerta de acero termina de arrollarse mientras la lluvia, incesante, golpea los tejados despidiendo un ruido áspero y absurdo, el único sonido. Áspero. Tan absurdo. —
—Otra copa, por favor.
—Disculpe señor: ya no se puede.
—Pero, ¿por qué no se puede?
—Es la hora, señor.
Había oído algo sobre la hora, algo que no recuerdo, algo de arriba. No me importa: pongo las monedas en manos del mozo. Seguiré, aunque veo cómo, una a una, las puertas de los comercios caen, se repliegan, puertas enrollables ásperas y absurdas, y en unos minutos me encuentro solo, despreciado por el ruido y la noche. Allá va el miedo, podría recordar, allá camina enfundado en cuerpos de muchachas que ríen aunque en verdad desfilen un hartazgo, una cierta depresión, allá va el miedo dispuesto a no despertar. Observo a los últimos, los fanfarrones de las Harley y sus roadies, a la prostituta que, ligera en su vestido de lentejuelas, engaña, coqueta, al estudiante que ha pagado cuatro margaritas, y extenderá todas las líneas a que ella lo incite, al arquitecto con voz de latón que en el último bar abierto del barrio de La Mariscal ansía alcanzar la cumbre entre las piernas de un camionero. Sentenciados por la bruma y la hora, los comercios de la plaza ruidosa de Quito cierran la boca, hacen silencio, se callan.
El estado desea que las puertas se enrollen áspera, absurdamente, pues quiere devolverte sano y salvo a casa, el estado te protege de “la maldad, la soledad, la barbarie, la ignorancia, el salvajismo”, por lo cual será difícil sortear su vigilancia: el estado es, a fin de cuentas, la seguridad. Solo en él puedes ser libre, solamente en su cuadrícula la libertad es permitida y santa; por fuera al hombre “no le hace ningún bien”, como también ha escrito Hobbes, ese digno pensador al servicio del estado, y lo más probable es que, si se le deja, refocile el ser humano en el barro como el marrano remilgado que puede llegar a ser. No tengas miedo, entonces, de reposar bajo el árbol del estado porque solo a él compete convertirse en tu guardián y garante. Esto equivale por completo a lo que dijo, vehemente y terrible, el teólogo de las almas inconformes: “dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada”, dentro del estado todo el provecho que seas capaz de recibir, policía, escuelas públicas, refinadas bibliotecas, agua entubada, fuera de él la abyección de las pasiones, el libre ejercicio de los instintos, la noche, la sumisión por el alcohol.
Ernest Hemingway decía que un hombre inteligente debe beber copiosamente para convivir con los necios. Quizá cuando dijo eso, si es que en verdad lo dijo, Hemingway estuviese haciendo libre uso de un egoísmo primitivo y nada más. Quizá se creyera demasiado listo para granjearse tamañas ínfulas. Aunque, si lo entendemos mejor, tal vez al noble Earnest le asistiera la razón al señalar que con demasiada frecuencia nos convertimos en cruzados de la estupidez. Para observarnos de cerca acaso lo mejor sea hacerlo brumosamente, tal vez de ese modo la aberración del hombre resulte menos evidente, más soportable si se la observa difuminada entre desvaríos. Acaso ésta sea una de las principales virtudes de andar bebido, mezclar la nítida particularidad de los necios con su amorfa generalidad, atentar contra la veracidad de lo fiable para que el hombre que soporta y está ebrio obtenga a cambio la sencilla bondad de la misericordia.
Así es que ahora ya puedo deciros, caballeros de las etiquetas, los brindis y el vómito: misericordiosos del mundo uníos porque vuestro será el reino de los cielos. Misericordiosos del mundo no olvidéis que el estado vela por vuestros intereses, apurad la copa misericordiosos de la Tierra que tenéis contados los minutos, levantad el codo y romped los vasos, verted la sopa sobre la espalda de vuestra anfitriona, besad a la criada, desmayaros en la caseta del perro —como bien lo hizo algún beodo, uno de los peores, Francis Scott Fitzgerald—, haced pronto el ridículo que el estado os cuida. Para defenderos de cualquier cosa el estado ya replica: contra la Revolución nada porque el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y existir, nadie —por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera— puede alegar con razón un derecho contra ella, nadie, pregona el estado a los cuatro vientos, pues él aguardará ahí, taumaturgo y omnisciente, para ser el custodio. A fin de cuentas eres el benjamín que requiere de su cuidado para que en los albores de la nueva patria devenga el hombre nuevo que se anhelaba. “No puedes tomar aún tus propias decisiones”, murmura el estado, “la libertad te agobia, te fatiga, te conduce a la violencia y el desacuerdo”, advierte. Por ello has de dejar que te arrope al calor de su cordura y quizá puedas aprovechar tu cápsula de libertad como es debido. Deberás, haragán, mocosito, allanarte a sus métodos y practicar su liturgia. El estado levanta la voz, el estado recita su teología.
Ese fue el modo en que quise beber otra copa, pero la razón ilustre no lo permitió. Fue ese el modo en que supe que la hora protege la madrugada, que los días ordinarios se acortan para el bebedor sociable, que los fines de semana no han de ser mejores, y que el domingo, ay, el día más triste de la semana, es el claustro, la soledad, el suicidio de la vida mundana en la provincia. El estado te obliga a ser juicioso y casto, a quedarte quieto en nombre de ciertas aritméticas. Amurallado detrás del fortín del bien común, el ecónomo medieval exhibe cálculos como catapultas y maquilla dichas patrañas con su moral arbitraria, una, ni siquiera trina. Si le apetece, el individuo podría permanecer en la condición original de naturaleza, pero la moral del estado no va a aflojar la cuerda: la entelequia es totalitaria y argumenta beneficios en torno a la paz, la convivencia y la hospitalidad que él mismo desalienta porque son factores contrarios a su dominio cimentado en la guerra, la discordia y un aislamiento que gusta llamar, patéticamente, orgullo nacional. Se atreve a todo ello, la entelequia, de modo asaz despiadado porque su única razón, carnada y alimento eres tú.
A estas alturas quizás no falte el zoquete que diga que no se trata del estado sino del gobierno, acaso se atreva a asomar la cabeza. Subrayo: he dicho estado y no gobierno, ese ridículo epifenómeno del estado. Hay que padecer al estado y su monopolio de la fuerza porque nacemos y habitamos en él desde la cuna; el gobierno, no nos desesperemos, no es más que una aventura, un combate, un mal de noventa y nueve años. Es el estado el que, jactancioso de su fuerza, prohíbe y prescribe desde tiempos inmemoriales, aunque el gobierno no cese de rotar sus peones, los siervos que idean y alientan las peores causas, aquellos que reconocen en el monarca la gracia de la moral anhelada, aquellos a quienes el mismo estado no ha regalado su pedazo de libertad y justicia en el pasado, y ahora caminan resentidos y claman por venganza.
¿Quiénes aplauden en los graderíos? ¿El ángel autoritario, el hijo menor, el débil mental que obedece como un ciego los ucases dictados por el zar prieto, el nuevo y el viejo caudillo? ¿Los pacatos que encuentran sangre en el fondo de un martini sobre la barra de un bar? ¿Los sociólogos con sus máquinas de cálculo y su procaz aritmética en los dedos? La ciudad está llena de hombres buenos, de espíritus piadosos, de cerdos con ideales, la ciudad sobrevivirá al gobierno y quizá al estado, por ello, no hay que temer a la madrugada, no hay que hacer caso de los cívicos, de los teólogos, de los que comen hostias. ¿Tomarlos en serio en un mundo en que todos beben, se drogan, son pornógrafos, en el que todos estamos enfermos de ansiedad? ¿Ajustarnos a la prohibición, dejar que el cerco se estreche si todo está perdido? ¿Para qué? ¿Para liberarnos de la vid y la cebada por “traidoras a la patria y a la decencia” como plañía la Anti-Saloon League, manga de orates que promovieron la ley Seca en el norte tan distante? ¿Para “crear una nueva nación” donde “las cárceles y correccionales pronto quedarán vacíos”, donde “todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños”? Toscamente, yo interpelo: con tolerar la santurronería y temer al estado: ¿se cerrarán para siempre las puertas del infierno, como profería Volstead, el senador tocado por la luz que redactó la ley Seca en los Estados Unidos del 19?
¿Por qué no dejar, por ejemplo, que una muchacha de gran talento muera en su ley bebiendo después de haber caído y haberse levantado varias veces de su baile macabro? ¿Por qué no dejar en paz a Amy Winehouse, rubí del soul, con sus tres botellas de vodka, “dos grandes y una pequeña”, inerte, tendida sobre el piso de su habitación en Londres, Inglaterra, ella y sus 416 miligramos por decilitro de sangre contraídos después de tres semanas de abstinencia? ¿Por qué no beber todos, como ella, hasta la muerte, o fornicar hasta morir o comer hasta morir? ¿No es eso también libertad, otra faceta de la libertad, la que se reserva el gentil, el abnegado estado? Porque si hay alguien que beba, coma, fume o fornique hasta el fin ya no tendremos necesidad de defender su derecho, solo habrá que dejarle y cada uno a su camastro. Porque además de hacernos capaces de tolerar a los zopencos y no caer fulminados por el peso agobiante del estado, la muerte rondando en torno, ¿no proporciona también el alcohol mucho gozo y carcajada, muchas confesiones, enloquecedores romances arengados por su guía y desmayo? ¿No hay obras gigantes construidas en el triste diálogo con una copa de bourbon, no fueron también borrachos conspicuos Poe, Montgomery Clift, Dean Martin, Capote, Rubén Darío, todos ellos? Pues beber también es placer y herida del solitario, su necesidad, su enfermedad y su muerte, pues beber exacerba la sensibilidad y coloca al ser humano al borde de la culpa, en el cruce exacto entre la verdad, la estupidez y la locura, pues beber alcohol permite luchar contra la rutina con un sacacorchos tan simple como el no tener miedo a reconocerse solo y triste. Desconoce el hombre sobrio que la felicidad es el único estado sentimental paralelo a la desdicha, del mismo modo que le sucedía a un personaje de Fitzgerald cuyo camino hacia el alambique se iluminaba por el “deseo de mantener la vieja ilusión de que la verdad y la belleza están de alguna manera unidas”. Sí: la belleza, la felicidad y la tragedia pueden cantar al unísono, con la misma voz y en el mismo coro, con el tono silencioso o estentóreo de un ser humano hundido en el sofá. Eso, queridos todos, es enseñanza y práctica exclusiva del alcohol.
Los motociclistas terminan de irse, las piernas de sus roadies suntuosamente oprimidas por armaduras de cuero, la muchacha de lentejuelas recuerda que sus clientes habitan otro hemisferio, lejos, muy lejos de la inocencia, en el desguace del intercambio y la inmundicia, el arquitecto picado de tóxicos prefiere el camino más corto, un sendero químico: dormido reposa su deseo, corroído por los gusanos y la peste. Ha caído la república alcohólica de los Estados Unidos de América, rezan los diarios, todo se funde, cataclismos, imperio, soberbia, tempestad. Yo, zigzagueante, me dispongo a retornar al útero. La hora es importante, lo ha sido, la hora desde arriba en el Olimpo hasta la Tierra, como un rayo. Aquí, en Quito, en este país que no es país, en este pedazo de caliza de nombre evanescente en que los comercios cierran temprano y entre la niebla avanza un garrote, la monotonía, el tedio de nuevo.
La puerta de acero termina de arrollarse mientras la lluvia, incesante, golpea los tejados despidiendo un ruido áspero y absurdo, el único sonido. Áspero. Tan absurdo. —
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