Tuesday, September 18, 2007

Geisha

Francisco X. Estrella

Caen los copos de nieve, crisantemos muertos. Serena es la noche en que los pomos se rompen. El viento ronca desde algún lugar de una muerte que corta los pómulos hasta la sangre. En la línea del horizonte el perfil de las casas de Kioto se recorta, las ramas del bambú sobre la nieve son un campo espinoso, una corona de muerte. Doblo las piernas sobre la naturaleza de nieve cuyo corazón despierta. Mis ojos se extravían y las lágrimas abren surcos en el maquillaje. El navío corta una estela. El corazón comienza.

En casa todo sonido es un camino: los ratones que caminan en los alrededores, las palomas en sus nidos, el crujir del viejo bambú, los palillos que mezclan la pintura blanca y los pinceles sobre el papel de arroz. Los cristales de azúcar en el mortero suenan como mínimas bolillas cociéndose, es el sonido que recordaré siempre con el sabor de la felicidad. Hace dos años que vivo en la casa. Keiko ha sido mi tutora este tiempo, desde que el nido de golondrinas se quemó oscuro, mi madre me tomó de la mano y me entregó a Keiko. La voz de mi madre es una bruma, “debes quedarte, somos pobres”, las lágrimas tienen el mismo sabor, a sal.

Aiko me enseña a distinguir los sonidos en la noche, cuando es negro. La lluvia puede sonar como un río con piedras o como una ráfaga de flechas. A Aiko el sonido de la lluvia le sabe a tierra y me insta a escapar de la casa cuando Keiko se haya dormido. Pero a mí me da miedo, siempre puede una de las antiguas dar la alerta. Esa noche Keiko sufre un mal de aire, las geishas se lo curan con té, y se ha recogido temprano. Las mangas de los kimonos de las jóvenes son largas, furisode, es difícil correr la puerta. Pero Aiko lo consigue y yo la sigo hasta el descampado tras el distrito de Gion. Llueve con sonido de flechas y el crisantemo se deshoja. Aiko toma el crisantemo y se sienta en medio del lodo. Cierra sus ojos, la lluvia moja su rostro pálido de luna nueva. Se sumerge en el lodo.

El sonido de la flauta de bambú despierta a las jóvenes de la casa. Esta mañana Keiko hace un trazo cóncavo en mi espalda, lo siento en el placer, como una pluma de aire. De la nuca zurce a la cara, la cubre de aceite y luego de pasta blanca que esparce delicada, sinuosa, con una brocha. Atisbo en el espejo mi rostro de luna y veo de pie, a mis espaldas, a Keiko, con su rostro nítido y sus ojos caídos. Toma el carboncillo y dibuja mis ojos, el borde de los párpados, las cejas. El rojo cubre mis labios con el pincel, la sangre, el sol. La flauta suena en el salón, varias, muchas flautas. Keiko me toca la cabeza, mira el espejo. La flauta aguarda.

El caballero Midori tiene dos hijos pequeños. Me lo ha dicho Aiko anoche. La farola iluminaba su perfil, apariencia de muerto. Viene del otro lado de la ciudad, vendrá mañana por la mañana a la casa. Lo recibe en la puerta la señora Kiku, la geisha de más edad. Ha hecho sonar la campanilla y Kiku corre por el pasillo, algo nerviosa, algo torpe. Ordena a Keiko que no me deje salir de la estancia pero yo escucho tras el bambú. Sentada sobre el cojín, blanca nieve, roja solar, negro carbón, oigo. El espejo habla, no me muevo. Descorren la puerta Keiko y la señora Kiku, escucho sus pasos. Agacho la cabeza y huelo el olor del cuerpo del caballero Midori. Garbanzos. Ellas dicen dos palabras y clausuran la puerta. Midori se sienta a mi lado, yo comienzo a cantar los versos ancestrales. Él escucha en silencio, nada dice. La sal corre en mis mejillas. El caballero Midori aproxima mi mano como si me tocase pero la deja volar, en el aire. Al final, el cojín está algo mojado, muy mojado.

Ha demorado diez años liar y tejer, hacer, deshacer el collar de flores. Todas inertes, inodoras, secas como el papel. Es un río con todos los colores conocidos de la naturaleza. A cada palmo del collar, refulge un anillo de violetas, un nudo. Es el camino del amor, cada sonido es un camino. El camino de mi amor por el caballero Midori.

El caballero Midori me ha visto en el descampado de los alrededores. Huí de la casa por el sendero que, cuando niña, me enseñó Aiko. Ha palpado el kimono, el caballero Midori. La lluvia sonaba como un río de piedras.

Los patos flotan sobre el estanque, alrededor de cada uno los pétalos rosados danzan. La casa será un recuerdo, tomo el mismo camino. Pero el tiempo ha pasado y mi rostro no es el mismo de Keiko cuando tuvo mi edad. Mi cara es un monolito, un surco, un arado. Me veo al espejo: soy un viejo. El amor que busqué como soldado fue el amor que perdí como un hombre. Aiko ha dicho que el caballero se ha ido, para siempre. Todas las flores están muertas.

Caigo sobre la nieve, recaigo. Los copos cuelgan de la bóveda celeste. Respiro, lloro, muero.

Monday, September 17, 2007

YO, FRANCO: Shakira Unplugged

La cantante colombiana Shakira ha decidido rechazar el papel que le han propuesto en la película El amor en los tiempos del cólera, basada en la obra de Gabriel García Márquez. La causa: el director Mike Newell exigía que las tomas en que apareciera Shakira fuesen sin ropa. Mala la ha hecho esta mujer: de cantante chillona, desafinada y de elevado y caro marketing, ha pasado a engrosar las filas de la mala empresa. Porque de aceptar este papel, hubiese amasado un gran capital. Cierro los ojos e imagino las filas de hombres ávidos por descubrir las partes secretas de Shakira por vez primera, toda encuerada, operada, maquillada y asoleada. ¡Menudo negocio! Pero la colombiana ha sentado en la mesa familiar a padres, abuelos, hermanos, primos consanguíneos y afines, tías carnales y cuñados, para consultarles y pedir su consentimiento y autorización. Como es de suponer, la católica comensalía de Shakira ha dicho nones: ganan la decencia y lo pudendo. Shakira ha argumentado ante los medios que no tiene muchas ganas de aprender a actuar, cuando ya mucho le cuesta fungir de cantante por ahora. Gana entonces el arte sin mediaciones, quiero decir, la música.

A fin de cuentas, mi amado Javier Bardem, actor español elegido para interpretar el papel de Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera se quedará con las ganas de echar una miradita a los adminículos pectorales que embobaron a su coterráneo Alejandro Sanz, en el inefable vídeo aquel. Aunque no falta por ahí quien dice que Sanz es sujeto de otros andares. De vuelta al tema, pierde Bardem, pierde el hombre, pierde el cine. Shakira permanecerá vestida hasta que entregue la posta. Dicen que, mientras espera toda ataviada, aguarda un bebé de sangre azul gaucha.

Espera Shakira que pronto vendrá la sustituta, las latinas están de moda, si no lo sabías. Y la sustituta, con un ojo en la cuenta bancaria y otro en su picardía pubiana, entregará el sí. Adiós, Shakira.

Yo, maldigo.

YO, FRANCO: Gorditas victorianas

Hace más de cien años las mujeres que se colocaban en jarras frente al espejo eran muy distintas a las de hoy. En primer lugar ya nadie se muestra con las manos en la cintura, ciertas posiciones han caído en desgracia y son ridículas para una concepción posmoderna en la que todos deben parecer jóvenes. Es lo culturalmente correcto. Una centuria atrás, de pie y en jarras para el retrato, las damas tardovictorianas procuraban acentuar sus redondeces, heredadas y no heredadas, en la región de las posaderas, el busto o el vientre mediante la colocación de postizos y rellenos. Hermosa era el ama de casa rozagante y maternal, mujer criada y mejorada para las labores del hogar, como nos lo recuerda Alison Lurie en su delicioso paseo por el mundo de los trapos, El lenguaje de la moda. Además de sumisa y recatada (actitud que se revelaba bajo la “metáfora del sombrero”, artículo de ala ancha que ocultaba el rostro de esta matrona al borde del sonrojo), el ángel de la casa exigía ser práctico, caritativo y devoto. Para ello necesitaba fuerza: curvas más redondas, miriñaque, sombrilla y polisón.

La estética femenina habitaba en cuatro paredes, al pie de una chimenea y con el perrito a los pies. Las damas victorianas ostentaban con orgullo y sin vergüenza sus rollizos brazos y, cuando natura no concedía, la ropa interponía sus oficios. Tetonas, barrigonas y culonas, las señoras del novecento acompañaban al buen burgués que iba a embutido en abrigo y pantalones holgados, chaleco, camisa de pechera, botas grandes y sombrero de copa para tocar. Acicalado en negro, de barba profusa, patillas y panza redonda, caminaba con bastón y paraguas este pater familias de doble fondo. En este mundo apenas olvidado, salud era holgura, desprendimiento, verosimilitud, contundencia, no había lugar para socorridas tibiezas o paños, para paranoias light o ultralight. Una posadera era una posadera, acariciar era agarrar, vivir y comer era menos una tortura y más un festejo.

Devolvamos los ojos a esa imagen en el espejo con más frecuencia hogaño, ya que, dada la intervención de la Divina Providencia y el Eterno Retorno, no tardará en cristalizar de nuevo aquel reflejo tan pronto la era de la anorexia toque el crepúsculo, como exige el vaticinio.

Yo, vaticino.