Hace más de cien años las mujeres que se colocaban en jarras frente al espejo eran muy distintas a las de hoy. En primer lugar ya nadie se muestra con las manos en la cintura, ciertas posiciones han caído en desgracia y son ridículas para una concepción posmoderna en la que todos deben parecer jóvenes. Es lo culturalmente correcto. Una centuria atrás, de pie y en jarras para el retrato, las damas tardovictorianas procuraban acentuar sus redondeces, heredadas y no heredadas, en la región de las posaderas, el busto o el vientre mediante la colocación de postizos y rellenos. Hermosa era el ama de casa rozagante y maternal, mujer criada y mejorada para las labores del hogar, como nos lo recuerda Alison Lurie en su delicioso paseo por el mundo de los trapos, El lenguaje de la moda. Además de sumisa y recatada (actitud que se revelaba bajo la “metáfora del sombrero”, artículo de ala ancha que ocultaba el rostro de esta matrona al borde del sonrojo), el ángel de la casa exigía ser práctico, caritativo y devoto. Para ello necesitaba fuerza: curvas más redondas, miriñaque, sombrilla y polisón.
La estética femenina habitaba en cuatro paredes, al pie de una chimenea y con el perrito a los pies. Las damas victorianas ostentaban con orgullo y sin vergüenza sus rollizos brazos y, cuando natura no concedía, la ropa interponía sus oficios. Tetonas, barrigonas y culonas, las señoras del novecento acompañaban al buen burgués que iba a embutido en abrigo y pantalones holgados, chaleco, camisa de pechera, botas grandes y sombrero de copa para tocar. Acicalado en negro, de barba profusa, patillas y panza redonda, caminaba con bastón y paraguas este pater familias de doble fondo. En este mundo apenas olvidado, salud era holgura, desprendimiento, verosimilitud, contundencia, no había lugar para socorridas tibiezas o paños, para paranoias light o ultralight. Una posadera era una posadera, acariciar era agarrar, vivir y comer era menos una tortura y más un festejo.
Devolvamos los ojos a esa imagen en el espejo con más frecuencia hogaño, ya que, dada la intervención de la Divina Providencia y el Eterno Retorno, no tardará en cristalizar de nuevo aquel reflejo tan pronto la era de la anorexia toque el crepúsculo, como exige el vaticinio.
Yo, vaticino.
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