Friday, March 06, 2009

YO, FRANCO. Almacén

Iniciar algo en este lugar es una manera de diferir la derrota. Los planes se tejen con la ilusión que toda industria exige y el procedimiento, exigido, tenaz, paciente, reserva esas alegrías contenidas detrás de un dique, dispuestas a desbordarse entre los pliegues de fibras, huesos y músculos. Si la esperanza es mayor, podría pensarse que las recompensas han de estimar mayor justicia, mayor efecto, mayor penetración. Mas cuando uno abre los ojos a la vida en este sitio, el destino de azares y logros viene determinado por la medida del límite corto y la posibilidad inmediata, por la vara de lo pequeño. Las derrotas se fraguan en nuestro medio porque no forman parte de lo excepcional sino de lo corriente: cada empresa alberga en su interior el germen de un inminente fracaso, el virus de su propia destrucción.

Basta ver nuestras industrias, nuestros emprendimientos, nuestros proyectos. Compañías de papel y vil mentira, emprendedores de lengua y embuste, besamanos de profesión, comerciantes inflados como un globo, revistas que son quioscos, periódicos que son quioscos, editoriales que son quioscos, plazas de cien metros, folletines, libretos, embriones de films, manchones de tinta, bravatas, payasos, merolicos, saltimbanquis, botafuegos, viaductos de dos carriles, avenidas de dos carriles, calles de uno y dos carriles, dos carriles. Ah, y los escribanos que rayaron sus tres letras e invirtieron las rentas en seguir copulando con la alumna de turno y obsequiarle a su dama oficial una casa pequeñoburguesa en un barrio pequeñoburgués, mientras la alumna, esa joven puta, se revuelca con el charlatán encanecido sobre las sábanas manchadas de moco y esputo de un motel. Y el motel es quiosco, opera como quiosco, sus planos son armazones de quiosco. O, para decirlo con una paráfrasis: todo huele almacén en este lugar.

No hay manera de concluir las cosas en este sitio, no hay forma de atizar una flama en este país, en el Ecuador. Ni siquiera hay que cercenarte los güevos, aquellos que podrían encender una llamarada, apenas dejar que la ilusión arda, apenas inflamar un par de sueños. Apenas dejarte, tolerarte, soportarte. Sería mejor, aunque de ninguna manera indispensable, colgar un rótulo sobre la puerta, a un costado de la máquina de turnos y escuchar la voz: “Enanizar es consigna” y entonces quizás arrugaremos un periódico, liaremos un amasijo, nos lo pondremos bajo la cabeza y nos dormiremos.

Aunque en este lugar nadie duerme o acepta dormir porque hay algo más importante. El sueño, es sabido, constituye un delito contra la Virgen, nuestra patrona. Es preciso defender la modorra. Así rezan los fieles.

Yo, prescribo. —

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