Monday, October 05, 2009

Un largo y ardiente verano


Octubre, 2009:

Sucede en Quito. Se desconocen las razones por las que el clima de la ciudad ha cambiado. Las colinas que la rodean mudan su oscuro verde por un desesperante amarillo, gastado y sucio, próximo al color del acero, no al del sol. En los diarios se escribe que al menos una decena de vacas ha muerto. Los habitantes despiertan, y ante sus ojos toma cuerpo un nuevo incendio. Uno de ellos me alcanza. De regreso del Valle, Charly conduce su pequeño coche blanco. Charly toma la curva final a ochenta y el olor a tierra y hierba quemada invade el coche. Cerramos los vidrios, Charly enfila por la derecha y nos internamos en una tupida y quemante niebla que asciende desde las quebradas. Los coches, a izquierda y derecha, monolíticos tótems de latón, se desvanecen. Cinco o seis bomberos comienzan a tejer un cerco de seguridad, aunque sea demasiado tarde. La niebla hirviente termina por engullirnos.

Una extensa raya roja atraviesa Cruz Loma de arriba abajo, una sangrante lacra nocturna. Chisporrotea el fuego, lo purifica todo. Observo la raya a través de la ventana de mi nueva casa en el Tenis. He comprado Live in Gdansk de Gilmour. On An Island.

Domingo. En el norte pululan los Cabecitas Negras. El termómetro marca veintiocho grados centígrados —bochorno en la ciudad— pero los Cabecitas Negras lucen pantalones plomizos o negros de casimir pesado y barato y gruesas chamarras sintéticas. Color preferido, el verde. Uno porta gafas de espejo, otro un reloj robado y un vaso de cerveza. Caminan los Cabecitas y sus hijos pequeños —los mocos secos sobre el labio superior—, caminan sus gordas mujeres en feos jeans gastados, caminan los descamisados por la calzada. Casi embisto a uno, unos. Chicles y refrescos son ofrecidos sobre la acera. Parece un día especial, la conmemoración de algo. En mi nuca, sobre el Volkswagen, rugen los helicópteros que peinan la ciudad de sur a norte, sobre los coches y la línea del Ómnibus Ecologista. Los polis han cerrado la avenida del colegio en que padecí mi Leoncio Prado con sus motocicletas aparcadas en sesgo sobre la esquina. También, un caballo, creo. En la acera del Leoncio, estacionados, buses verdes y celestes con leyendas en la retaguardia y águilas o cruces sobre los parabrisas, brillan al sol cual tapacoronas de un gigante. Violo el cerco policial con una maniobra de riesgo —las nueve y treinta— y conduzco hacia la aerolínea para hacer un pago. El Presidente ha traído a los Cabecitas Negras en los buses que ahora dibujan una fila larga e inútil a lo largo del colegio. El Presidente ha colocado en sus bolsillos el dólar para comprar un chicle. Sabe lo que hace, el Presidente. Los helicópteros peinan la ciudad por la mañana y por la tarde.

De noche el Presidente canta en compañía de otros presidentes. Todos ríen tan a gusto.

Ayer han matado a un indio. La lucha —una verdadera batalla campal— ha devenido cruzada épica entre polis que intentaban sofocar a los nativos —la traición del Presidente retenida en su panza— armados hasta los dientes, y los indios cubiertos de flechas, cerbatanas, collares de plumas, cintas con festones de armadillo. Bajo un sol achicharrante, los indios arrojaban grandes piedras a los cascos de los polis hasta que alguno de ellos cayó grogui. Esto enfureció a la fuerza pública que se la tomó con los nativos. Los reprimieron. Los abalearon. Los zarandearon. El Secretario de Defensa es un poeta que antes escribía acerca de ellos y se declaraba pesimista. Los defendía, la madrugada los sorprendió en el poder, saludaba, y cantaba. Ahora la bala. El humo. Ahora uno muere, ahora uno cae. El muerto.

Al israelí dueño del casino del Hotel Quito le han interpuesto un coche a la carrera. Lo obligaron a salir, le quitaron la bolsa del casino y le pegaron nosécuántos tiros. El cuerpo manchó de sangre la calzada. Otros violaron y mataron a una francesa y a una china, creo. Entre atascón y atascón los colombianos abren las puertas de los coches y roban y matan a madres de familia que conducen caros Ford Explorers. Deben ser colombianos, colombianos con escapularios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. Eso según los sociólogos que andan averiguando. Fernando Vallejo.

A mi amigo, J. Vásconez, la matanza del indio le ha traído Herzog a la cabeza. Aguirre, naturalmente. Naturalmente, naturalmente, naturalmente. Aguirre. El eco. La cólera de Dios.

Los hermanos se traicionan desde el umbral de la historia, desde la quijada de burro de Caín y Abel. El hermano del Presidente lo ha colocado contra la pared. Le advirtió que le iban a hacer chino los colaboradores, los íntimos, los lambiscones. Pero el Presidente nada. Así es que el hermano —un estupendo empresario: detrás de cada gran fortuna hay un crimen: Balzac— perdió la paciencia y tomó una caja. Colocó la verdad dentro de ella y se fue con su esposa a denunciar al malo. Antes, había caminado en dirección a la prensa en compañía de su madre, la Eva que cenaba siempre con Gran Cacao, el hombre más poderoso y el más odiado rufián de este país. Ahora el Presidente declara la guerra a su hermano. Y el hermano también se la ha declarado a él. Caín, Abel. La quijada. Los burros.

Maquiavelo escribió: no hay otra manera de evitar la adulación que hacer comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad.

Nueva tarde de calor. La raya marca la conflagración número diez. En los periódicos se dice que los causantes son una banda de incendiarios a lo Ben Quick, el protagonista de una novela de Faulkner. Los muy hijueputas encienden la mecha sobre la paja seca, aguardan un segundo y se echan a correr. Desde la hondonada en que la ciudad reposa y muere, se observan las colinas quemadas, facsímil al carbón de una barbacoa en los Andes, y en el aire vuela una paloma. Mi amigo, el novelista portugués, me ha contado que el escritor Murakami rayó aquí, allá, que las palomas son las ratas de los aires. Ergo: la rata atraviesa la llama.

La verdad nadie sabe por qué diablos hace tanto calor. Al volante de mi máquina o en mi oficina de burócrata comienzo a derretirme como vela de sebo. Entre atascón y atascón, entre bronca y bronca, el sol taladra nuestros cerebros hasta pulverizarlos. Al conductor del coche a mi costado, la oreja le sangra. Esta mierda no sé mueve un céntimo y el puto alcalde no mueve un puto dedo, maricón, hijueputa. El hilo de sangre dibuja una patilla antigua, un cabello de rabino ruso. En medio de la avenida apago el motor, me apeo, me quito la chaqueta y corro entre los coches: incendios, asesinatos, indios muertos, helicópteros, caín, lacras de fuego, abel, herzog, el presidente, el alcalde, el ministro, los burócratas, la cólera de dios, los buses, el cabecita negra, apocalipsis, ahora, ben quick, la niebla que calcina… vallas que se suceden hasta el fin de la hondonada flanqueando los coches quietos. Al final de la vía alcanzo una fonda: Barbacoa del Mar. Ordeno una bandeja de ostras, almejas, mejillones. Me la zampo de una sentada. Doy el último sorbo a una Coronita y me limpio las comisuras con una servilleta de papel. Me pongo en pie.

Las sillas exhiben sus patas dobladas, astillas clavadas en sus cuerpos, las mesas ofrecen su espacio con telas salpicadas de soya, retazos verdes cuadriculados, rojos, sucios, el mostrador apadrina un buda con la panza gastada, y los mondadientes, las tarjetas de presentación, las monedas de países exóticos, la maceta con geranios secos luchan por una palabra, por su palabra. En el lugar, el calor emite un polvo grasiento que cubre los objetos de un plúmbeo barniz. Las cosas. Una obra de arte es una cosa en el mundo, no un texto o comentario sobre el mundo. Sontag.

Estoy solo. Coloco tres billetes de cinco dólares sobre el mostrador, los miro extendidos e inermes, echo otro vistazo y abandono el lugar.

Las calles han quedado vacías; los edificios, las casas devastados. Esculpida, una gran fila de coches sin conductores ni pasajeros. Coches solamente. Objetos.

David Gilmour levanta la voz.
Remember that night...
El maldito universo quieto.
El maldito cañón en la sien del maldito.
Su majestad.
El camión de una lavandería a toda velocidad.
… white sails in the moonlight
Lo indeterminado.
La violencia. Foucault. estúpida de las cosas.
Herzog, Kinski, Aguirre.
They walked it too…
El cadáver de Barthes, mi cadáver sangriento.
Uno tras otro tras otro los coches hasta el infinito.
jetos. oches. asas.
Cosas.

Calor. —

No comments: