Thursday, October 07, 2010
Thursday, July 29, 2010
Papaíto Hemingway
Acerca de cuándo Hemingway se convirtió en el Viejo Hemingway es algo que los lectores no podemos determinar con certeza. A partir de cuándo un escritor se hace viejo, es algo que no forma parte del tiempo sino de la manipulación del tiempo, es decir, del arte de hacer literatura. Arte de crear tiempo podría exceder una definición, aunque no seríamos irresponsables ni ciegos si usáramos esa noción a nuestro libre albedrío.
Podría pensarse en Hemingway, tontamente, como un viejo grande de la vieja literatura. Podría pensarse que su fanfarronería y su “elegancia en el sufrimiento” forman parte del repertorio algo anticuado del arte de la hazaña, las grandes industrias, las enormes derrotas. Podríamos, paladinamente, retener la imagen del titán que, igual que abatió leones en las verdes colinas de África, vio caer más de un millar de reses en las plazas de España. Quizá también podríamos confundir su imagen con la de uno de sus personajes —sin haberlo leído incluso—, el del Viejo y el mar, esa obra maestra, y el híbrido correspondiente nos otorgaría la paz de aquello que consuela por ser comprensible, nos regalaría la comodidad de lo culto. A la final podríamos creer en él y en sus palabras, y consentir como consintieron sus esposas en llamarlo “papá”, no vaya a ser que debiéramos denominarle Hemingstein como ciertamente le hubiese regocijado.
Sin embargo es muy probable que la respuesta la escondiera el mismo Hemingway en medio del océano en que frunce su nariz el iceberg que constituye todo buen cuento, es decir, aquel género en que el Viejo fue un consumado maestro. Se trata de la historia de dos hombres, dos camareros, distintos uno del otro por la edad y sus designios. Urgido por la prisa el uno, por el deseo de cerrar el maldito café en que trabaja y largarse a consolar a su esposa, insta el hombre a marcharse de una vez por todas al anciano que nunca acaba de irse, mientras el segundo camarero, condolido por una ocasión, concluye en un meditar sobre sí mismo y su soledad. Digno es de citar lo que ese instante atraviesa la mente de este camarero, “el de más edad”: “todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, nada a nosotros tu reino y hágase tu nada así en la nada como en la nada”. Ésta, se revela, es la razón de su miedo, ésta la corteza férrea y definitiva que no alcanza al joven y lo mantiene a distancia del tiempo. Comprendido todo ello, el saldo de cualquier existencia puede ser tasado: la necesidad de poner a prueba que se puede decir una última palabra heroica en un mundo no heroico; la misericordia para aceptar que, dada la gran estatura de su vida, Papá Hemingway no hizo otra cosa que llenar sus vacíos con imaginación, entendiendo por ello muchas cosas, entre las que destacan la paranoia y la mentira; la cordura para aceptar que el escritor tuvo que allanarse a su propio mito, y aunque no recibió la muerte en la serenidad de la desesperación, sí lo hizo en las aguas de la locura, en medio del terrible estruendo del cañón de la escopeta. A partir de la proximidad de la nada, saber qué significa hacerse viejo es posible.
Como la bestia grande, fuerte y con libre albedrío que es, Hemingway aceptaba que el toro de lidia pudiera ser escogido como víctima para el sacrificio. Crear el tiempo, luchar con la nada, luchar contra la nada, es la misión del arte de la literatura. Si se prefiere, acaso sea ésta la última faena, la corrida definitiva en la arena de todas las nadas.
Tuesday, April 27, 2010
Una reunión
La aburguesada vida de la clase media es insufrible. Tomemos, como ejemplo, una reunión: sentados a la mesa, las copas rebosantes, los pequeñoburgueses conversan sobre cualquier tema. Se muestran, se venden, ríen, hacer reír. Aprovechan la ocasión para divertirse y desaparecer la responsabilidad entre la multitud. La vida pequeñoburguesa se reduce a esto: develar la inseguridad del hombre contemporáneo, ese estropajo. Nada hay por descubrir en una velada de más de cinco individuos, peor si ellos son jóvenes. Ni una muestra de verdad, ni una de sinceridad, solo artimañas de la conjetura y el deseo. Una farsa de interiores.
Friday, January 29, 2010
No los desnudos
Entre los representados fuera de casa, en la calle o en las residencias ajenas, vestir acaso sea el más elocuente, revelador y distintivo papel del ser humano, más que el juego del sexo o las ideologías, acaso más, mucho más que el desfile de las palabras. Ataviarse, ornarse, tal como ha escrito Alison Laurie en el clásico El lenguaje de la moda, es la forma de comunicación no verbal más extendida en la realidad, y, creo yo, no esconde más secreto que aceptarla o negarla, ser calificada ésta, la realidad, por el sujeto hablante o, si resulta más grato al oído del lector, por el individuo vistiente.
Miradas las cosas de este modo uno puede detenerse en la mujer que porta un vestido color oliva en tafetán papel de seda ceñido por una faja negra en forma de globo, admirar su abrigo púrpura, sus guantes, su cofia y sus zapatos negros de terciopelo, tal como nos la entregaba una fotografía de octubre de 1951 en algo de veras formidable firmado por Balenciaga para Vogue. Pero no han de importarnos las razones aristocráticas de Balenciaga ni de ningún otro al momento de detenernos en la ropa: nos dará igual si transitamos a velocidad del sonido de la alta costura a la moda callejera y aun hasta la ausencia y desprecio por la moda, pasando indispensablemente por el pret-à-porter más o menos costoso; siempre estaremos hablando de lo mismo, de la necesidad del ser humano por ataviarse y ornarse con Dios sabe qué trapería. Podríamos convenir que el ejercicio de la moda es tan antiguo como la vanidad, y eso es lo que ha de importarnos en este lance.
Sin embargo, no me preocupa recomendar aquello que pueda honrar sus vanidades cuanto recordar —y refutar si fuera este el caso— a quienes dicen no tener interés alguno por las ropas. Es opinión que he oído con frecuencia en boca de personas de distinta ralea, y no puedo decir más que su actitud me deja sabor a ceguera. No puedo hacer nada, ciertamente, por quienes no conceden mayor estirpe a la seda que al paño, pero saber que hay quienes opinan que meditar acerca de lo superfluo es en sí mismo superfluo, me recuerda una frase de Balzac, “el hombre que en la moda solo ve la moda es un idiota”, lo que me ahorra cualquier otra explicación.
Los que se oponen a vestir bien, esto es, quienes reniegan de los parámetros que una época impone para lo elegante y lo correcto, los que cuestionan esos parámetros y le dan la espalda a la elegancia, como si lo frívolo del vestir y sus leyes fuesen actos nefastos en sí mismos, son asaz diferentes entre sí como pueden serlo un ateo, un agnóstico y un hereje. El hombre que se niega a vestir bien —como sucede con el ateo que objeta la creencia en un ser trascendente y vive en torno a esa fe, la no creencia— sella con dicho acto una postura ante la ropa y el sistema de códigos que ella reserva a los iniciados en sus ritos, mediante el vilipendio y el regodeo en su aparente banalidad e inutilidad. Para el malvestido la ropa es algo insulso, fútil, superficial, incluso inmoral si ha tomado posesión de la persona que la profesa. Vive, el malvestido, en atención a otros valores que él considera moralmente más altos y socialmente más aceptables, menos vistosos y quizá más ascéticos que los de aquel que es elegante y refinado. Profesa el valor de lo intenso y profundo, y desprecia el celofán como se detesta lo vano y mentiroso, como se desprecia lo vacuo y reciente, lo absurdamente nuevo. Pero tal vez no ha mirado el malvestido más allá de lo que sus equívocos de casimir le permiten ver, no aprecia que quien viste en rigor de elegancia quizá nos esté diciendo que al ataviarse de esa forma atiende a una tradición que ha inscrito paso a paso sus reglas, usos, leyes y costumbres, a un lenguaje que ha acuñado un puñado de detalles, modos y peculiaridades distintivos y únicos. Podría objetarse que esta decisión, la postura de los cautivos del amor propio, no siempre es tomada de modo racional y meditado. Sin embargo, hay que decir que es el mundo el que viste por uno, a través de uno, y no el individuo quien decide arroparse de ésta u otra manera: el estado anímico de la realidad habla mediante las ropas de los individuos de una generación, expresa la forma de entender la relación entre la mente y el cuerpo y la manera de pensar la belleza en un momento determinado del movimiento del mundo. Vestir es, en consecuencia, una elección no consentida, una galería en la cual podemos escoger aquello que hemos heredado de la tradición, siempre y cuando seamos fieles a sus principios y a sus palabras. El ateo del vestir niega la tradición de ese lenguaje y no estaría mal que la negase si no fuera porque en la mayoría de los casos la desconoce completa y la repugna desde la ignorancia.
Si el ateo del vestir defiende lo auténtico del espíritu desnudo —el hombre sin taparrabos de ninguna especie—, un agnóstico podría no negar las tradiciones sino admitir el no poder conocerlas ni decidir sobre ellas. El agnóstico puede encogerse de hombros ante la pasarela en hastiado escepticismo y exclamar, “Bah, ¡otra moda que fenece!”, como un soldado nietzscheano podría decir: “Ah, otro dios que muere”. Podría, este escéptico, declararse ajeno al fuego cruzado entre ateos y creyentes del vestir, e incluso proclamar su neutralidad. El corazón del escéptico suele ser dominado por la falta de agallas aunque quizá también pueda contarse entre sus arraigos la abstracción del mundo, la enajenación de la realidad, la verdadera indiferencia por lo mundano. Ya podrán enumerar en sus cabezas los especímenes de agnósticos, conscientes e inconscientes, con quienes se han topado o ése que habita en su interior. Habría que decirle al escéptico, al profesor distraído o al noble cínico, que además de honrar una tradición, cual es oficio de quien viste bien, vestir es un acto imitativo movido por la curiosidad, por el interés, por el deseo de decirnos como voces individuales a través de un sombrero, una bufanda, un fular o una corbata. Vestir es una aventura de descubrir, de afirmar con lo aceptado, con la prenda o el uso elegido, y negar con lo pospuesto, con lo despreciado, con lo ridiculizado. Vestir es una imitación que muere y renace cada cierto tiempo, pero que en una extensa onda de apreciación, acumula un saber, una cultura, la distinción de estilo de una época. Vestir es coleccionar el mundo que habitamos, sus claves elocuentes y aquellas más discretas —unas solapas angostas hoy por hoy, unos zapatos bicolores de ayer a hoy—, y ajustarlos a nuestra entonación, a nuestra biología, a nuestro pasado y humor transmutado, si es preciso repetir los tonos con que Barthes refería el estilo literario. De la misma forma que vestir es calificar la realidad contemporánea, aceptándola o negándola, vestir es resumir la historia y la crisis de una época, la violencia de una era, es la síntesis desplegada sobre el cuerpo de un individuo. Vestir es despedir un aroma y liberar un humor, algo sublime y vil a la vez. ¿Podría el indiferente, el escéptico, el distraído, lanzarse a interpretar el mundo, su cultura, una época, atreverse a criticar su realidad, ser alto y bajo al mismo tiempo en ejercicio de la escasa libertad que ostenta el hombre moderno? ¿Será capaz de comprender el agnóstico del vestir que en una apariencia puede resumirse una esencia, como lo dijo el filósofo Theodor Adorno, será capaz de concentrarse y habitar su cuerpo por una vez, una sola?
Naturalmente vestir es un acto superficial: empieza, acontece y muere en la superficie. Es el desprendimiento de la persona que vacilamos en liberar y asume por lo general color de pátina. Vestir es el monólogo de ese ser resguardado. El grato, cortante y excéntrico Salvador Elizondo decía que nadie se disfraza de algo peor que de sí mismo; en consecuencia, si acudimos a una fiesta disfrazados de cerdo no somos ya peores que el cerdo. Puedo inferir por tanto que la diferencia entre el disfraz y la ropa —que, hay que advertirlo, es una variación del disfraz— reside en lo que el hombre significa: el individuo se disfraza de lo que aún no es, viste lo que quisiera ser. Esta brecha entre lo que se es y lo que se desea fastidia a los moralistas, es un anhelo que los revuelve: para el moralista no cabe la ropa ni el disfraz pues habríamos de parecer lo que única y propiamente somos.
Pero entonces, ¿dónde se encuentra al hereje? El que interpreta a su antojo la fe y aun la funda, fanáticamente, al extremo, quien pisa la hoguera por llevar hasta los límites su versión de una creencia, ése es el hereje. Sabe entonces, el hereje, que el cuerpo es la gran incomodidad y la realidad siempre es mayor que el individuo. Por lo primero, cuando elige algo que llevar, elige también una tensión entre ofrecer y guardar, entre esconder y revelar, se debate entre el atuendo y el disfraz. Por lo segundo, viste un poco más allá de lo que es e intenta salvar la franja entre él y la expectativa sobre él. De ahí que el hereje sea otro y sea él mismo cuando está vestido. De ahí que sea yo y seamos nosotros si se ha vestido.
Su meta es vestirse y tratar de desatar el código de una época con lo que debe vestir y aun con lo que no desea, esto es, de acuerdo con las prescripciones heredadas de sus padres. En esta lid, el hereje se venga de los progenitores y de su emanación: la realidad. Asume las tradiciones y asume las prohibiciones de una cadena que se extiende hasta un punto en el pasado, es libre para decidir sobre lo dado pero también es un creyente, un esclavo que lucha y debe luchar con lo que le es dado. El hereje puede mirar la fotografía de la mujer de Balenciaga, escuchar completa su interpretación, venerarla y estar listo para su destrucción. Hay que precisar que la romperá desde el fracaso y la caída, pues el varón viste su fracaso, a diferencia de la mujer, la hembra, quien interpreta la soledad con sus atuendos. Por ello el hombre finge cuando viste, actúa, y la mujer ostenta, aunque padezca.
La fotografía en trizas es la punta del iceberg de la crítica de la cultura. En uno de sus pedazos, podríamos nosotros advertir la cofia y preguntarnos, “¿qué es una cofia?”, pero la pregunta no tendría sentido en sí misma. Porque, como se ha visto, solo tiene sentido interrogarse de quién fue esa cofia, para qué sirvió, contra quién combatió, quiénes fueron sus ancestros, cuál su soledad. Preguntas que solo pueden formular los individuos vestidos, los terroristas que visten, los pensadores que han vestido, la realidad y el arte, vestidos. Nunca los desnudos.
No los desnudos. —
Miradas las cosas de este modo uno puede detenerse en la mujer que porta un vestido color oliva en tafetán papel de seda ceñido por una faja negra en forma de globo, admirar su abrigo púrpura, sus guantes, su cofia y sus zapatos negros de terciopelo, tal como nos la entregaba una fotografía de octubre de 1951 en algo de veras formidable firmado por Balenciaga para Vogue. Pero no han de importarnos las razones aristocráticas de Balenciaga ni de ningún otro al momento de detenernos en la ropa: nos dará igual si transitamos a velocidad del sonido de la alta costura a la moda callejera y aun hasta la ausencia y desprecio por la moda, pasando indispensablemente por el pret-à-porter más o menos costoso; siempre estaremos hablando de lo mismo, de la necesidad del ser humano por ataviarse y ornarse con Dios sabe qué trapería. Podríamos convenir que el ejercicio de la moda es tan antiguo como la vanidad, y eso es lo que ha de importarnos en este lance.
Sin embargo, no me preocupa recomendar aquello que pueda honrar sus vanidades cuanto recordar —y refutar si fuera este el caso— a quienes dicen no tener interés alguno por las ropas. Es opinión que he oído con frecuencia en boca de personas de distinta ralea, y no puedo decir más que su actitud me deja sabor a ceguera. No puedo hacer nada, ciertamente, por quienes no conceden mayor estirpe a la seda que al paño, pero saber que hay quienes opinan que meditar acerca de lo superfluo es en sí mismo superfluo, me recuerda una frase de Balzac, “el hombre que en la moda solo ve la moda es un idiota”, lo que me ahorra cualquier otra explicación.
Los que se oponen a vestir bien, esto es, quienes reniegan de los parámetros que una época impone para lo elegante y lo correcto, los que cuestionan esos parámetros y le dan la espalda a la elegancia, como si lo frívolo del vestir y sus leyes fuesen actos nefastos en sí mismos, son asaz diferentes entre sí como pueden serlo un ateo, un agnóstico y un hereje. El hombre que se niega a vestir bien —como sucede con el ateo que objeta la creencia en un ser trascendente y vive en torno a esa fe, la no creencia— sella con dicho acto una postura ante la ropa y el sistema de códigos que ella reserva a los iniciados en sus ritos, mediante el vilipendio y el regodeo en su aparente banalidad e inutilidad. Para el malvestido la ropa es algo insulso, fútil, superficial, incluso inmoral si ha tomado posesión de la persona que la profesa. Vive, el malvestido, en atención a otros valores que él considera moralmente más altos y socialmente más aceptables, menos vistosos y quizá más ascéticos que los de aquel que es elegante y refinado. Profesa el valor de lo intenso y profundo, y desprecia el celofán como se detesta lo vano y mentiroso, como se desprecia lo vacuo y reciente, lo absurdamente nuevo. Pero tal vez no ha mirado el malvestido más allá de lo que sus equívocos de casimir le permiten ver, no aprecia que quien viste en rigor de elegancia quizá nos esté diciendo que al ataviarse de esa forma atiende a una tradición que ha inscrito paso a paso sus reglas, usos, leyes y costumbres, a un lenguaje que ha acuñado un puñado de detalles, modos y peculiaridades distintivos y únicos. Podría objetarse que esta decisión, la postura de los cautivos del amor propio, no siempre es tomada de modo racional y meditado. Sin embargo, hay que decir que es el mundo el que viste por uno, a través de uno, y no el individuo quien decide arroparse de ésta u otra manera: el estado anímico de la realidad habla mediante las ropas de los individuos de una generación, expresa la forma de entender la relación entre la mente y el cuerpo y la manera de pensar la belleza en un momento determinado del movimiento del mundo. Vestir es, en consecuencia, una elección no consentida, una galería en la cual podemos escoger aquello que hemos heredado de la tradición, siempre y cuando seamos fieles a sus principios y a sus palabras. El ateo del vestir niega la tradición de ese lenguaje y no estaría mal que la negase si no fuera porque en la mayoría de los casos la desconoce completa y la repugna desde la ignorancia.
Si el ateo del vestir defiende lo auténtico del espíritu desnudo —el hombre sin taparrabos de ninguna especie—, un agnóstico podría no negar las tradiciones sino admitir el no poder conocerlas ni decidir sobre ellas. El agnóstico puede encogerse de hombros ante la pasarela en hastiado escepticismo y exclamar, “Bah, ¡otra moda que fenece!”, como un soldado nietzscheano podría decir: “Ah, otro dios que muere”. Podría, este escéptico, declararse ajeno al fuego cruzado entre ateos y creyentes del vestir, e incluso proclamar su neutralidad. El corazón del escéptico suele ser dominado por la falta de agallas aunque quizá también pueda contarse entre sus arraigos la abstracción del mundo, la enajenación de la realidad, la verdadera indiferencia por lo mundano. Ya podrán enumerar en sus cabezas los especímenes de agnósticos, conscientes e inconscientes, con quienes se han topado o ése que habita en su interior. Habría que decirle al escéptico, al profesor distraído o al noble cínico, que además de honrar una tradición, cual es oficio de quien viste bien, vestir es un acto imitativo movido por la curiosidad, por el interés, por el deseo de decirnos como voces individuales a través de un sombrero, una bufanda, un fular o una corbata. Vestir es una aventura de descubrir, de afirmar con lo aceptado, con la prenda o el uso elegido, y negar con lo pospuesto, con lo despreciado, con lo ridiculizado. Vestir es una imitación que muere y renace cada cierto tiempo, pero que en una extensa onda de apreciación, acumula un saber, una cultura, la distinción de estilo de una época. Vestir es coleccionar el mundo que habitamos, sus claves elocuentes y aquellas más discretas —unas solapas angostas hoy por hoy, unos zapatos bicolores de ayer a hoy—, y ajustarlos a nuestra entonación, a nuestra biología, a nuestro pasado y humor transmutado, si es preciso repetir los tonos con que Barthes refería el estilo literario. De la misma forma que vestir es calificar la realidad contemporánea, aceptándola o negándola, vestir es resumir la historia y la crisis de una época, la violencia de una era, es la síntesis desplegada sobre el cuerpo de un individuo. Vestir es despedir un aroma y liberar un humor, algo sublime y vil a la vez. ¿Podría el indiferente, el escéptico, el distraído, lanzarse a interpretar el mundo, su cultura, una época, atreverse a criticar su realidad, ser alto y bajo al mismo tiempo en ejercicio de la escasa libertad que ostenta el hombre moderno? ¿Será capaz de comprender el agnóstico del vestir que en una apariencia puede resumirse una esencia, como lo dijo el filósofo Theodor Adorno, será capaz de concentrarse y habitar su cuerpo por una vez, una sola?
Naturalmente vestir es un acto superficial: empieza, acontece y muere en la superficie. Es el desprendimiento de la persona que vacilamos en liberar y asume por lo general color de pátina. Vestir es el monólogo de ese ser resguardado. El grato, cortante y excéntrico Salvador Elizondo decía que nadie se disfraza de algo peor que de sí mismo; en consecuencia, si acudimos a una fiesta disfrazados de cerdo no somos ya peores que el cerdo. Puedo inferir por tanto que la diferencia entre el disfraz y la ropa —que, hay que advertirlo, es una variación del disfraz— reside en lo que el hombre significa: el individuo se disfraza de lo que aún no es, viste lo que quisiera ser. Esta brecha entre lo que se es y lo que se desea fastidia a los moralistas, es un anhelo que los revuelve: para el moralista no cabe la ropa ni el disfraz pues habríamos de parecer lo que única y propiamente somos.
Pero entonces, ¿dónde se encuentra al hereje? El que interpreta a su antojo la fe y aun la funda, fanáticamente, al extremo, quien pisa la hoguera por llevar hasta los límites su versión de una creencia, ése es el hereje. Sabe entonces, el hereje, que el cuerpo es la gran incomodidad y la realidad siempre es mayor que el individuo. Por lo primero, cuando elige algo que llevar, elige también una tensión entre ofrecer y guardar, entre esconder y revelar, se debate entre el atuendo y el disfraz. Por lo segundo, viste un poco más allá de lo que es e intenta salvar la franja entre él y la expectativa sobre él. De ahí que el hereje sea otro y sea él mismo cuando está vestido. De ahí que sea yo y seamos nosotros si se ha vestido.
Su meta es vestirse y tratar de desatar el código de una época con lo que debe vestir y aun con lo que no desea, esto es, de acuerdo con las prescripciones heredadas de sus padres. En esta lid, el hereje se venga de los progenitores y de su emanación: la realidad. Asume las tradiciones y asume las prohibiciones de una cadena que se extiende hasta un punto en el pasado, es libre para decidir sobre lo dado pero también es un creyente, un esclavo que lucha y debe luchar con lo que le es dado. El hereje puede mirar la fotografía de la mujer de Balenciaga, escuchar completa su interpretación, venerarla y estar listo para su destrucción. Hay que precisar que la romperá desde el fracaso y la caída, pues el varón viste su fracaso, a diferencia de la mujer, la hembra, quien interpreta la soledad con sus atuendos. Por ello el hombre finge cuando viste, actúa, y la mujer ostenta, aunque padezca.
La fotografía en trizas es la punta del iceberg de la crítica de la cultura. En uno de sus pedazos, podríamos nosotros advertir la cofia y preguntarnos, “¿qué es una cofia?”, pero la pregunta no tendría sentido en sí misma. Porque, como se ha visto, solo tiene sentido interrogarse de quién fue esa cofia, para qué sirvió, contra quién combatió, quiénes fueron sus ancestros, cuál su soledad. Preguntas que solo pueden formular los individuos vestidos, los terroristas que visten, los pensadores que han vestido, la realidad y el arte, vestidos. Nunca los desnudos.
No los desnudos. —
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febrero de 2010,
Publicado en Diners
Wednesday, January 27, 2010
El diálogo
En la práctica de los oficios de amor, la mujer es un silencio, impenetrable silencio, alcoba alfombrada de polvo. Hoy quizá su lámpara se encienda, la exploración concluya, quizá la pasión se apague. Lágrimas humedecerán las paredes de su desierta estancia a la espera de una llave que acierte a descifrar el enigma. Todo el dolor que un hombre sea capaz de infligir, nada será en comparación con lo que ella puede abandonar al silencio. Entonces: ¿ha sido la mujer un preludio a la palabra y su juicio, o el límite de la voz, el fin de lo dicho?
Ella dijo: “Véndame, Polanski!”
Habría podido conjeturarse que Polanski hizo Repulsión para tratar de seducir al témpano de hielo Catherine Deneuve. Podría pensarse que ideó El baile de los vampiros pero su fin verdadero era aparearse con Sharon Tate. Puede decirse que Polanski llevó a Mia Farrow en El bebé de Rosemary aunque inevitablemente iba a meterla en la cama. Se ha oído decir que hizo Tess —de la novela que leía Sharon Tate cuando fue abatida por la pandilla de Mason— y terminó follando a Nastassja Kinski. Se dice que Polanski: Luna de hiel: Emmanuelle Seigner. Habrá de escribirse que Roman Polanski…
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