Thursday, July 29, 2010
Papaíto Hemingway
Acerca de cuándo Hemingway se convirtió en el Viejo Hemingway es algo que los lectores no podemos determinar con certeza. A partir de cuándo un escritor se hace viejo, es algo que no forma parte del tiempo sino de la manipulación del tiempo, es decir, del arte de hacer literatura. Arte de crear tiempo podría exceder una definición, aunque no seríamos irresponsables ni ciegos si usáramos esa noción a nuestro libre albedrío.
Podría pensarse en Hemingway, tontamente, como un viejo grande de la vieja literatura. Podría pensarse que su fanfarronería y su “elegancia en el sufrimiento” forman parte del repertorio algo anticuado del arte de la hazaña, las grandes industrias, las enormes derrotas. Podríamos, paladinamente, retener la imagen del titán que, igual que abatió leones en las verdes colinas de África, vio caer más de un millar de reses en las plazas de España. Quizá también podríamos confundir su imagen con la de uno de sus personajes —sin haberlo leído incluso—, el del Viejo y el mar, esa obra maestra, y el híbrido correspondiente nos otorgaría la paz de aquello que consuela por ser comprensible, nos regalaría la comodidad de lo culto. A la final podríamos creer en él y en sus palabras, y consentir como consintieron sus esposas en llamarlo “papá”, no vaya a ser que debiéramos denominarle Hemingstein como ciertamente le hubiese regocijado.
Sin embargo es muy probable que la respuesta la escondiera el mismo Hemingway en medio del océano en que frunce su nariz el iceberg que constituye todo buen cuento, es decir, aquel género en que el Viejo fue un consumado maestro. Se trata de la historia de dos hombres, dos camareros, distintos uno del otro por la edad y sus designios. Urgido por la prisa el uno, por el deseo de cerrar el maldito café en que trabaja y largarse a consolar a su esposa, insta el hombre a marcharse de una vez por todas al anciano que nunca acaba de irse, mientras el segundo camarero, condolido por una ocasión, concluye en un meditar sobre sí mismo y su soledad. Digno es de citar lo que ese instante atraviesa la mente de este camarero, “el de más edad”: “todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, nada a nosotros tu reino y hágase tu nada así en la nada como en la nada”. Ésta, se revela, es la razón de su miedo, ésta la corteza férrea y definitiva que no alcanza al joven y lo mantiene a distancia del tiempo. Comprendido todo ello, el saldo de cualquier existencia puede ser tasado: la necesidad de poner a prueba que se puede decir una última palabra heroica en un mundo no heroico; la misericordia para aceptar que, dada la gran estatura de su vida, Papá Hemingway no hizo otra cosa que llenar sus vacíos con imaginación, entendiendo por ello muchas cosas, entre las que destacan la paranoia y la mentira; la cordura para aceptar que el escritor tuvo que allanarse a su propio mito, y aunque no recibió la muerte en la serenidad de la desesperación, sí lo hizo en las aguas de la locura, en medio del terrible estruendo del cañón de la escopeta. A partir de la proximidad de la nada, saber qué significa hacerse viejo es posible.
Como la bestia grande, fuerte y con libre albedrío que es, Hemingway aceptaba que el toro de lidia pudiera ser escogido como víctima para el sacrificio. Crear el tiempo, luchar con la nada, luchar contra la nada, es la misión del arte de la literatura. Si se prefiere, acaso sea ésta la última faena, la corrida definitiva en la arena de todas las nadas.
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