Situado en la encrucijada que me obligase a mitigar la curiosidad ajena ante mis convicciones políticas, seguramente me encontraría en un apuro no menor, y, ante ella, me inquieta una respuesta que comprometiese el fuero interno y no solamente mi vanidad. Si éste fuera el caso, si debiese descubrir mis razones y alguno de mis padecimientos, imagino que mi deber sería pensar también en lo que interesa a la gente de mi profesión, es decir, tratar de hablar como parte de un grupo y no como un solitario, a pesar de que, en este caso, los pares estén esencialmente solos.
Lo primero que debería decir es que, escritor que pretendo ser, no me queda otra alternativa que votar por las libertades formales y tomar asiento, apoltronarme si se prefiere, ante una mesa servida de libertad de pensamiento y expresión. En una conferencia de 1963 Raymond Aron se preguntaba qué justificaría el negar a los pintores su derecho al formalismo o a los músicos el suyo a la dodecafonía, y su respuesta no hacía más que confirmar que la tendencia al totalitarismo en las sociedades colectivistas, ese vendaval que nos asecha con demasiada frecuencia, habitualmente procura intercambiar las libertades formales con los espejos rotos del igualitarismo. Liberalismo contra democracia, libertad contra igualdad, individuo contra sociedad: escindidos estos dos principios, de ciegos sería no adherir aquí, entre nosotros y ante nuestros interlocutores, al liberalismo a la europea, herencia que permite echar a andar los espectros de la fantasía y zafar la brida a los caballos de la imaginación. Hacer lo contrario, negar los beneficios del pensamiento en la sociedad liberal, despediría sabor a palabra traicionada y a complicidad con el silencio dictaminado por los poderosos; dar la espalda al sueño de la imaginación amparado por el concepto liberal constituiría una inconsecuencia y aun un riesgo, hacerlo atentaría contra lo indeterminado e irracional abrigado en el corazón del parásito social, contra la propiedad de la palabra.
Nunca habríamos dudado sobre certezas así de evidentes de no mediar el consejo de una conciencia cautiva del romanticismo del siglo XIX. Con mesianismo similar al cristiano, esta voz cifró una confianza extrema en la fortaleza y el destino del ser humano a tal punto de enfilar las piedras de una nueva mitología judaica, mitad liberadora, mitad totalitaria, a la cual adhirieron buena parte de las conciencias que de antiguo ansiaban el abrazo entre justicia y libertad. Estoy hablando, por supuesto, de Marx. Lo que de romántico arraigó en su programa no creo residiera en aquello que el Althusser más dogmático rechaza en la lectura tradicional de Marx, la existencia de un socialismo humanista e ingenuo que cede paso al avasallador socialismo científico, sino en la creencia de que los individuos podrían abandonar su secular mezquindad y su proterva voluntad de control y exterminio. Estos horrores convertidos en Estado anidaban ya en el Marx filósofo, como en pirotécnica y algo payasa interpretación denunciaron los ahora antiguos nuevos filósofos franceses. El “dominio del Todo” como premisa de la filosofía detrás del marxismo —y en esto habría que remontarse a Hegel y Fichte, para no exagerar la arrogancia historicista, como hiciera Popper, y retroceder hasta Platón— habría de solapar las condiciones para convertir el sueño de la razón en el infierno del despotismo y el terror.
Fui yo una de las conciencias narcotizadas por la mayor de las mitologías contemporáneas. Era chico, demasiado ignorante y demasiado educado en la épica de los pobres contra los ricos en la factoría de sueños de Hollywood, y en los estudios Churubusco-Azteca de la Ciudad de México. Había leído el Manifiesto, había visto al Godard más irresponsable, el maoísta Godard, había leído con prolija atención al más desprolijo de los rojos, el benefactor Engels, y suponía haber acumulado todas las fuerzas para interpretar el nuevo Espartaco. Mi cabeza era, como ocurría aún con la gente de esos años, un batiburrillo aderezado con las consignas de los viejos demagógicos del 68, de un Lenin avant la lettre, y, para no desentonar con las zarzas y las montañas, con una dosis en tabletas de Revolucionario Guevara. Era, en definitiva, un prospecto de oveja autoritaria lista para cerrar filas en torno al Estado colectivista y antidemocrático.
* * *
En lo que he contado hasta aquí solo cabe agregar un detalle: la gente envejece pronto y solo es lo que es.
Hasta aquí lo que cabe constatar es lo vulgar de la confesión, el resto puede ser inferido: ¡no estoy yo para alegrarles el día! Hasta aquí solo cabe recordar lo que Nietzsche escribió: Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible.
Digo esto por si suponían que mi testimonio guardaba intención edificante o doctrinaria, por si pensaban que mi afán era ilustrativo o pedagógico.
Aquí comienza la canción del necesario: no puedo yo predicar ni edificar algo porque mi navío rebelde zarpó mucho antes de volverme un parásito sin conciencia, alguien a quien no interesa el destino de los otros, alguien a quien repugna su desesperación; nada puedo ilustrar yo porque he abierto los ojos a la realidad, a la exigencia de la piedad.
No puedo ser ejemplo de nada porque un día observé al hombre y supe quién era. Lo supe cuando encontré a la palabra y ella me exigió que pusiera la mesa del hombre siempre inferior a ella, siempre atravesado por ella.
Quizá también pude saber de la violencia cuando la percibí regada en mi interior, y supe de la mediocridad, la cobardía y la sevicia cuando descubrí cuán endeble y pequeño yo mismo podía llegar a ser. Y me enteré que el único hombre libre es el testigo, el que contempla, el que se resigna, el que ha dimitido. Me doblegué ante la prueba del rebelde que se venga y del que, inmóvil en una orilla o en la esquina, aguarda el desfile del cadáver del monarca para encaramarse en el carruaje de los nuevos. Abdiqué ante el humillado que humillará, ante el ofendido que ofenderá, ante el violado que violentará, me abandoné cobardemente ante la traición del hombre. Solo entonces miré en torno y la boca no alcanzaba a dibujar en mí ningún gesto.
Me acogí, entonces, a la libertad de la palabra, a la desmañada gracia liberal del respeto y lo diverso. A fin de cuentas, en ella el músico puede optar por la dodecafonía y el pintor puede hacerse formalista. Me acogí a ese derecho por utilidad y conveniencia, por complicidad expresa con mi parasitismo social y por consecuencia con mi pesimismo burgués. De otro modo no podría decir lo que me place y en ocasiones, demasiadas, desear la muerte del prójimo, su irremisible extinción, o soñar con impublicables perversiones. Me serví del dolor de una Ajmátova, de la tenacidad de un Arenas o del valor de un Soljenitzhin para hundirme en mi porquería que es la porquería común a todos nosotros. Por cobardía y comodidad ahora puedo decir lo que quiero en la única sociedad en la que es posible decir y querer.
Pero, ¡alto! No soy tan ingenuo como puede creerse: se sabe, no es difícil, que la sociedad liberal es también una pocilga. Que a cambio de concedernos la palabra nos condena al espectáculo, la simulación y la representación, que nos permite pensar —aunque, en un alba paranoica, la Escuela de Frankfurt quisiera persuadirnos también de que en el mundo contemporáneo el pensamiento es cautivo, ay, también él—, pero su precio es demasiado alto: cambiar papelitos por armas nunca podrá compararse a “lograr por la fuerza el derecho propio”, en el momento preciso, Nietzsche nos lo dice; canjear votos por voluntades y a ello denominar acuerdo no puede ser otra cosa que la consagración estadística de una boba puerilidad. Esto, creo, lo ha escrito también el viejo Borges. A ese acto baboso y vil se le llama consagración del soberano, a esa ciega pasión por las masas intenta dignificársele con el nombre de democracia y la propaganda exige que a través de ella debamos entendernos y arreglar nuestros desacuerdos. A todo el episodio yo denominaría El ordeño de una vaca ciega. El ordeño. De-la-vaca-ciega.
Lo sabemos, lo hemos padecido: las instituciones, cualesquiera ellas sean, aplanan, alienan, remachan el grillete y nos dan una patada. Lo que nos dan nos lo arrebatan al instante, lo que nos permiten se lo cobran con creces: son liberales hasta ser atrapadas, luego dejan de serlo y se convierten en piedras para la libertad. Esto, creo, lo ha escrito el odioso Nietzsche. Consecuente, inevitablemente, el hombre que no es superfluo debe brincar el cerco y atacar la libertad aparente de esas instituciones. Ellas, por su parte, siempre estarán dispuestas a tajar las bolas del que no es superfluo.
Antes, cuando era un niño, suponía que la voluntad de poder, tradición y autoridad, era lo que animaba mi repudio por la democracia. Pero, ustedes saben, los niños no son más que un par de huevos estrellados. Hablo ahora para los adultos: no creo en la democracia, en sus razones ni en sus métodos, porque no confío en el hombre. El hombre es el ser que mata, roba y traiciona, es el rebelde de hoy y el carcelero del mañana, es el joven 1968, la almorrana Louis Vuitton del nuevo milenio, es el demócrata común y corriente de este lunes, no más que el jugador taimado, la celestina del poder del martes. Frente a ello, solo me queda decir: jugad, jugad a la inmundicia demócratas, rebeldes, revolucionarios. Jugad.
A mí, escritor que pretendo ser, a fin de cuentas lo que me lleva a traicionar el semblante democrático de la sociedad liberal y a repudiar la buena intención del colectivismo de Marx es que son dos formas de la ideología. Nunca el marxismo debió transitar de filosofía de la historia a filosofía política, nunca el liberalismo debió transar con la justicia y traicionar su propia naturaleza… bah, el mundo jamás será justo. No temeré decir en este punto, y con ello supongo hablar como parte de un grupo —lo sé: únicamente los individuos hablan, solos ahora más que nunca—, del egoísta club de parásitos que no temen a la realidad y la observan con el mohín del desdén: toda ideología es colectivista y todo colectivismo totalitario, toda ideología es una convicción y creer es ya un síntoma de la ceguera. A la mierda cualquier teoría que intente remplazar a las palabras. A la mierda cualquier teoría que nos destruya en nombre de la abstracción. A la mierda las convicciones: no son más que la represión de la violencia y el instinto de muerte.
El parásito lo sabe: el lenguaje es violento y solo su indeterminación puede ser política. Solo el lenguaje y el arte desgarran la corteza y destruyen la falsa conciencia. Y para ello, con ello, en la adultez del parásito solo cabe la indiferencia, el desdén. Qué más. —
No comments:
Post a Comment