Wednesday, November 16, 2011

Dedal o Dédalo


1 Hace semanas ronda mi cabeza la idea de fundar un comercio, el único que podría emprender dado mi nulo olfato mercantil: montar una sastrería.

Quizá esta idea no sea tan descabellada si se atiende a los ancestros: mi abuelo fue sastre y mi tío lo es, mis tías Luz y Ana consumieron su vida en una fábrica de pullovers mientras de niño yo acompañaba a mi madre al taller de la costurera y era alcanzado por el hechizo de la maquinaria y las telas. También puedo ufanarme de que, con su talante compuesto y discreto, mi padre me revelase la incontrovertible persuasión de traje y corbata a la hora de ir al espejo, y de que a mi modo también yo sea un sastre, sin aguja, tijeras e hilo, pero sastre al fin y al cabo. Porque, en suma, ¿qué es un sastre? No más que un artesano que conoce lo que conviene al porte y personalidad de su cliente, a su fatalidad y su gracia, un consejero del gusto cuya fortuna reside en apretar el dedal allí donde el resto no tiene la destreza para hacerlo. Admiro la capacidad de cualquiera que sepa ejercer bien un oficio, la paciente acumulación de mínimos saberes que surten un efecto novedoso e inesperado. Entre novelistas y cuentistas, por ejemplo, aprecio la paciente ejecución de un artesano, su repertorio de trucos aprendidos con serenidad y gracia, su orfebrería tan lejana de la presunción y el falso desafío que con frecuencia identifican al experimentador atarantado: valoro la impecable ejecución de un Graham Greene o un Pérez Reverte por encima de los enredos y dislates sin atino ni concierto que la mayoría de las veces lastran las páginas de Juan Goytisolo o Saramago. Y es que el oficio de sastre esconde el encantador matrimonio entre costumbres que se repiten y adoptan el nombre de tendencias y la prevención acerca de su consumo. En otras palabras, compete a nuestro sencillo artesano sometido a los vaivenes de una moda lejana, imposible y retardada la mayoría de las veces, arbitrar el consumo de sus adeptos y a ellos mismos moldearlos a su criterio y graciosa semejanza. Quizá el día del juicio final ésta sea la mejor defensa de un sastre ante el Altísimo, el haber servido de catalizador entre el mundo que llega (aunque sea por efecto de un eterno retorno) y el capricho que se aferra bajo el alero del pasado, tocado con la careta del llamado gusto personal.

En consecuencia el sastre ha de negociar con las tendencias para ofrecer algo a su habitúe, algo que sea consumible y engarce al ataviado con su ciudad, su presente, su cuenta bancaria y su calle. Como cualquier artesano el sastre cederá parte de su soberanía —sabiduría, experiencia y consejo— para desarrollar un oficio en favor del tranquilo sueño de su arropado.

Intentaré ilustrar esto con un ejemplo: durante años, Loachamín, mi sastre, cosió varios trajes para mí y en todo ese tiempo trabajó siempre con moderada paciencia, mecánica y vegetativamente, hasta el día en que solicité algo distinto. Cuando ello ocurrió y le pedí que imaginara un bolsillo secreto, un chaleco de frac o unas charreteras —aquello que es extemporáneo— o que entallara la chaqueta de un traje, angostara sus solapas, las perneras, y redujera el número de botones —lo contemporáneo—, llegué a conocerlo de veras. Cuando le exigí que desobedeciera la costumbre y caminara con libertad capté de cuerpo entero al artesano que Loachamín es, un pozo de sabiduría práctica:

—¿Cómo se llama este arreglo en la espalda de la chaqueta? —en mi mano sostengo una instantánea de Clark Gable en Mogambo.
—Fuelle. Se llama fuelle.
—Es lo que quiero, maestro. Un fuelle es lo que deseo.

La sonrisa en sus ojos achinados, su alegría instantánea delataron que había activado el dispositivo para que olvidara, al menos por unos días, el tedio impuesto por la repetición de un molde, que dejara, por un instante al menos, de morir para que sus pacientes vivieran. Había cedido mi tranquilidad devolviéndole parte de su gobierno, había mitigado su servidumbre cotidiana por otra menos frecuente aunque similar en impaciencia y desconocimiento del perdón. No obstante, el sastre había entendido: su condición de árbitro siempre ha de ser inversamente proporcional a su libertad como artesano. Si el sastre quiere atender al dictamen de su oficio, la tradición de su taller, su técnica y secretos, saludable es que mantenga a raya el apetito didáctico afianzado a costa de ofertar lo disponible (las tendencias, la moda de temporadas pasadas) a la razón conservadora de su cartera de clientes. Si por el contrario su intención es ser un artesano conocido, de haberes acaso, deberá olvidar de una vez por todas su acervo. Clientes como yo son la ponzoña de este tipo de sastre.

2 Dicho esto, me queda armar el taller con un Loachamín sabio y egoísta al mando. Con un par de grandes mesas de trabajo y tres o cuatro máquinas de coser quisiera que mi local respondiera a un nombre eufónico, algo o menos fortuito que los títulos regulares de esta clase de establecimiento, que suelen responder ora al apellido del propietario (Sastrería Pinto), ora a coordenadas geográficas evidentes (Sastrería Quito, Río de Janeiro, Nueva York) o al clamor por la elegancia y el refinamiento (Gentleman). Me bastaría un nombre connotativo del oficio que espolvoree una pizca de intriga sobre el interés del cliente. Me gustaría ver dibujado un:

DEDAL - O - DÉDALO

en marquesina de luces doradas sobre la puerta y creo que con ese nombre podría esforzarme y echar a andar esta empresa.

Lo primero que el sastre con el ojo puesto en su antiguo oficio podría elevar como precaución universal es que, desde los tiempos de Balzac, solamente la aristocracia, la clase social que ha muerto, puede desfilar la ropa como si el cuerpo se moviera desnudo y representase un acto correspondiente a natura. Los burgueses siempre lo harán desde la envidia, la emulación y el deseo, es decir, como lo apuntaba Georg Simmel, desde la descomposición de la moda, desde la impostura. Ello obedece a la creación misma de la moda a manos de los nobles en las cortes: para el noble se trata de un ejercicio y un uso consuetudinario, la reiteración de un rito ejecutado por padres, abuelos y tatarabuelos. La antigüedad suele conferir carta de legitimación a ciertos usos, uno de los cuales es el porte; en su antigüedad es posible descubrir el árbol del refinamiento de chaqués, fulares, pecheras o bastones. El resto de los mortales, pensará el sastre, no existe para el vestir elegante. Cualquier ejercicio que el plebeyo practique será obra de imitación, disgregación y atentado contra la unidad del concepto de la clase elegante, esto es, de la cohesión del vestir aristocrático. Al tercer estado no le queda más, entonces, que imitar.

Arbitrado lo anterior y dirigiéndose ya a un público por completo plebeyo imagino que el sastre añadirá algo: “puede entenderse que existe una contradicción latente y acaso sin resolución en el hecho de que el contumaz imitador intente diferenciarse, distinguirse, en el seguimiento de un modelo que lo resguarda, que quiera ser uno y distinto siguiendo el camino de otro situado sobre y delante de él, que intente apartarse del rebaño mediante el recurso de la calca”. El plebeyo debe, señala Loachamín, “escapar de tal impasse convirtiéndose en amo de lo nuevo aunque sea esclavo de la costumbre”. A su entender el plebeyo podrá llegar a dominar lo inesperado, a proveer de nuevos efectos a un hecho conocido separándose lo más posible del Otro cuyo fin es colonizarlo y devorarlo, y lo nuevo le permitirá efectuar un salto protegido por la red de lo antiguo. Jamás el hombre ordinario se distinguirá en el sentido de ser único y abrir una secuela, pero al menos se lo verá, al menos su silueta se recortará: el imitador puede ser distinguible pero jamás distinguido. Dominar lo inesperado le permitirá soportar el peso demoledor de la costumbre, a pesar de que ésta siempre dicte la última palabra. Es el precio que la plebe debe pagar por ir vestida.

3 Para ser distinguible, consigna del hombre contemporáneo es abrazar el cambio y cultivar un espíritu abierto, la aceptación plena de lo novedoso. En ese sentido el hombre actual es un hombre moderno: innovador, cambiante y crítico. Esta es la llave maestra de cualquier arbitrio sobre el ropero masculino. Sin ella, cualquier reflexión podría ser derrocada. Arbitraremos, en consecuencia, bajo la égida de lo nuevo.

I

El vestuario es la segunda piel del hombre, la piel del deseo, piel que recubre el manto que interpreta el deseo.

II

La piel del deseo es naturaleza redomada, la antítesis de lo social. La piel del deseo permite el entronque entre el hombre singular y el hombre masa.

III

El hombre de hoy combina, no unifica. La combinación de prendas, texturas y colores es testimonio de su individuación.

IV

Modalidades de combinación. Primero los colores de familias consanguíneas. Segundo los colores de familias afines. Tercero los colores de familias enemigas. Cuarto los colores riesgosamente parecidos. Quinto los colores que la costumbre y el prejuicio ha desunido.

V

Trayectoria de la combinación. La combinación va de lo compaginable a lo que acusa ruptura, y de la ruptura a lo que se compagina. La infancia de la combinación es la armonía, su madurez el contraste, y la vejez, su honorable vejez, la desarmonía, lo feo, lo chocante.

VI

Treinta años tiene el hombre para enseñarse a combinar las prendas, treinta años para templar o exacerbar camisa, chaleco y pantalón, treinta, el tiempo que el individuo gasta en memorizar cualquier rutina, la vida que le es obsequiada antes de hacerse viejo. A partir de esa edad el hombre camina inexorablemente a la unidad, hacia la ostentación del traje como un overol proletario. A partir de esa edad el hombre retorna a la unidad compacta de la naturaleza previsible y anti-creativa.

VII

Que una pieza desbroce el sendero de las otras es la ventana para compaginarlas una mañana. A continuación debe ejecutarse el axioma que versa sobre la ausencia de temor y el espíritu abierto. Cuando desaparece el miedo, las rayas hacen juego con los cuadros y ello valida el precepto quinto en su parte final. Fealdad y valor demuestran que lo inesperado y singular prevalecen.

VIII

Aunque resulte curioso, a cierta edad el chaleco provee al atuendo masculino de un equilibrio y una contención ajena al derroche. Aunque sea inaceptable a primera vista, en determinada época de la vida la acumulación de factores contribuye a la síntesis en lugar de alimentar el despilfarro. Oro, plata, ónix nos dicen mucho cuando adornan la segunda piel de un caballero. El secreto es el siguiente: la vejez otorga licencia y oficio para el crimen, la impunidad y lo invisible. Amparándose en el rito, cierto tipo de vejez repliega los factores. Ante los surcos en su rostro, ellos se amedrentan y obedecen.

IX

Sospechar de lo nuevo como si fuese anticuado y explorar lo viejo como si del futuro se tratase es el modelo de tregua a ser firmada con la costumbre. La época en que uno se inspira, el lugar en que hurta las ideas, la figura a quien emula —Byron, Wilde, Fitzgerald, Porfirio Rubirosa— son variables que permiten luchar con la tradición. Refinarlas y ejercer el derecho a desechar y acoger, el derecho al discernimiento, es el privilegio que la libertad regala a sus pares, criaturas que no conocerán más decoro que el espectro de la elegancia.

X

De igual manera que es preciso desterrar vaqueros, camisas de manga corta, zapatos con suelas de goma y trajes azul marino sin rayas (atavío universal del político, esa escoria), de la misma forma hay que preservar la corbata, defenderla con igual tesón romántico que el aplicado a defender el sombrero, con igual fatalidad y premonición de fracaso. No podría ser de otro modo si la apuesta del plebeyo es jugar con lo imposible.


No es éste, como ustedes pueden ver, un tratado. Es el arbitrio parcial de un déspota, como a su manera también lo es el refinamiento y la clase. Razonar sobre el vestir no deja de ser inútil porque, o se es preceptivo y despótico, o se divaga y teoriza, postizos gratuitos de lo inelegante. Vestir es, ante todo, una praxis.

Lo dicho involucra un dilema estrictamente masculino: el hombre piensa los procesos, la mujer los ejecuta. Como ven, abrir una sastrería puede ser el sueño de un hombre. Confórmese el varón, entonces, con el arbitrio. Pero ya que cuento con el sastre, acaso la palma de una esposa pueda transformar el viento en un árbol.

Manos a la obra, Alejandra. —

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