Tuesday, August 07, 2012
El inicio
Lo llamaban Liver Lips y a él le gustaba. Pensaba que la mañana del martes era
similar, idéntica, a la del jueves pasado y que el próximo domingo sería otro
martes. Observaba por la ventana la iglesia de piedra convertida
en cosa vieja que solo servía para llamar a misa a las seis de la tarde, con sus
campanadas pesadas e insólitas que tomaban desprevenidos a todos en el
edificio. En las cúpulas veía dibujarse el rostro de los amigos que le
ofrecieron su mano, sus oídos, su fama y sus copas para hacer de él un hombre
con porvenir. Pero ahora estaba seguro de que el porvenir no es algo que se
construye, como el pasado le había enseñado a través de los padres, la escuela y la
mala fortuna, sino algo que se pierde, que uno está condenado a recibir como se
recibe una arruga en la frente o un cabello blanco en la sien. Los veía a todos
juntos, aves de rapiña encaramadas en las cúpulas, sonriéndole, riéndose de él
o gastando una broma secreta como hacen los burócratas en los pasillos de los
ministerios. Veía la risa del uno sin oírla, sus dientes picados por la
nicotina, su andar inquieto de niño que nunca creció y lastra su cuerpo de
adulto hasta el ridículo, ridículo que clavan los otros en su espalda a
traición, acto con que lo construyen y otorgan sentido. Eso es un hombre,
piensa Liver Lips, el tramado y la urdimbre que los otros tejen cada día sobre
los poros de quien miran y a quien, a fin de cuentas, compadecen. Eso es un
hombre, piensa, la compasión o el desprecio de los otros, y observa con desesperanza
el perfil del tordo, su amigo, fatigado hasta la destrucción por intentar
llevar al extremo afanes que a nadie importan más que para el prestigio y
privilegio, es decir, para la consumación de la vanidad de uno mismo. La tarde
ha sido un ir y venir de gentes enloquecidas a causa de papeles que se han
perdido y folios que confunden sus números en la inoperancia de sus acólitos,
en las manos de sus secretarias, en la implacabilidad del olvido. La tarde ha
sido una confusa sucesión de llamadas al teléfono celular y la acumulación de
unas pistas que permitan enfrentar el acoso de los otros, los que, sin decirlo,
le han concedido el dudoso título de hombre ridículo. La noche va
convirtiéndose en las manos de estos hombres y estas mujeres que luchan por los
hijos que van al colegio, por las esposas solitarias en las casas, desesperadas
y ansiosas, por los créditos que esperan en las mesas de los bancos para pagar
las viviendas recién adquiridas, por la silla tumbona que a un esposo se le antojó
un domingo por la tarde al pasar frente a la vitrina de un mall, por la resolución
de un conflicto —una boda, un divorcio—, por la mujer que espera, recostada sobre
el lecho con un Marlboro en la mano, la llegada del hombre al escondite, por la
paz de una tía siempre enferma, por la combustión de un motor que espera en la
vitrina de exhibición de una tienda, por la curación de un hijo que ha caído y
está en cama, la noche va convirtiéndose en las manos de estos hombres y estas
mujeres en un intento por huir de sí mismos, cuál constituye el sentido de los
hombres en las ciudades y en los puertos: hundirse en el resto para escapar de
la soledad.
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