II
Oscar devuelve la botella al brazo del sofá. Agarrándose del marco de la puerta alcanza la bata, hace brincar el aparato telefónico sobre la mesa de noche y se tiende tan largo como es sobre el costado de la cama, entre las mantas. Despierta cada diez o quince o veinticinco minutos, abotargado por fantasmas que habitan su cuerpo hace semanas, quizá meses, advierte la hora en el teléfono, los minutos se debaten en sus dedos como una advertencia. Lucha por vencer la vigilia. Observa los números digitales y el pasar del silencio detrás de las cortinas, presiente el sonido del viento en el fondo de la madrugada y oye su réplica en los cristales, el gemido de su embestida veraniega, joven, sin tregua. El viento, el frío, el día y el amanecer del hombre. Dos semanas atrás Oscar perdió el empleo, una de esas empresas destinadas al fracaso que, no obstante, se enquistan con la irracional convicción de un capricho que mantiene a los hombres alejados de la encrucijada de darse un sentido. Cuando lo supo, corrió por el espinazo de Oscar una corriente fría y seca, se encogió de hombros, decidió ocultárselo a su esposa un par de días, disfrutar en la derrota y la libertad del desempleo, y arrojarse al vacío de la busca. Esta noche, la penúltima antes de volver al engranaje de la supervivencia y la pérdida de tiempo en oficinas y lugares de sudor, Oscar recibió en su casa a un amigo notablemente menor —el chico tiene veintitrés años y conduce un Chevrolet negro con faros de frío blancor—, bebieron entre los dos media pinta de ron en el comedor de la casa de Oscar decorado con floreros posmodernos y cuadros de P. Ponce (las paredes son blancas, rojas y negras) y se sumergieron en el viento que agita las ramas de los árboles como quien castiga calles habituadas a la monotonía y la indolencia de la lluvia. Alrededor de las diez, Oscar sube las escaleras de dos en dos, se despoja de la corbata, se atavía con sudadera blanca, pantalones verdes y un chaquetón negro a rayas, toma las llaves, las tarjetas de crédito, cincuenta dólares en efectivo, y se marcha con el chico en el Chevrolet. Recogen a los amigos del muchacho de un apartamento en la calle Bossano en el costado oriente de la ciudad, y en el auto beben cuba-libres sin hielo que agitan con índices manchados de ceniza. Una mujer gruesa de treinta y cinco años vestida de mezclilla y sin gafas, gasta bromas groseras con su voz ronca. La acompaña una joven que dice tener una niña —es lo que Oscar recuerda días más tarde— y, desde el asiento del acompañante donde Oscar se tambalea al vaivén de las curvas que el chico toma con rapidez, la escucha preguntar por su edad (“Tengo treinta y cinco”, miente Oscar), su trabajo actual, la dirección de su vivienda, su vida. Ella abre los ojos con indolencia al oír que Oscar dice estar casado y tener un hijo. Él se da cuenta y procura mostrarse elocuente a pesar del ron, el viento y la rapidez del chico al mando del Chevy. Alguien más viene en el auto, en medio de las dos (“¿Eres también mona? Es lo que me gusta de la gente de la Costa: me hacen reír. A pesar de que dicen no ser hipócritas, en el fondo lo son”), un muchacho nada agraciado, un nadie, eran cinco en el auto y otros cuatro o cinco que también forman parte del grupo y vienen en un taxi. Camino de la zona nocturna agotan el ron: Oscar percibe el líquido frío en su cuello, sobre la sudadera rosa, se limpia con la manga y no puede olvidar el dato («sudadera manchada de ron con coca-cola: una mancha permanente»), pero sigue bebiendo a pesar de la posibilidad que regala la chica (“¡No, no soy mona!: soy de Cuenca. Creo que ya llegamos. Vamos a bailar”), a pesar de la noche. Los tres se apean en una esquina, Oscar y el chico tienen la misión de aparcar el auto mientras pasan la botella de mano en mano y la vacían en vasos de cristal robados de la casa de Oscar. El chico se detiene en algo que parece una estación de servicio para comprar un paquete de Marlboro: Oscar percibe la luz blanca sobre él atosigando sus ojos, el viento lo envuelve con su inquina veraniega. Cuando el chico regresa con el paquete de cigarrillos en la mano izquierda, Oscar boquea sin alcanzar a reprimirse con la mano y, sentado, deja caer sobre los cuadros del pantalón una bocanada cuyo color… Pide perdón, abre la puerta y devuelve con brevedad y precisión la comida escasa y el ron sobre el cemento de la gasolinera. El chico parece reír sentado al volante (“Oscar, Oscar, no te preocupes, termina y vamos”) y Oscar intenta obsequiar algo de dignidad a su figura deshecha cuando abre la puerta con serenidad, toma tres vueltas de papel higiénico de la gaveta del auto, se limpia las perneras y se sienta otra vez en la butaca del acompañante. “Vamos, te llevo a tu casa”. “…” “Vamos”. Agarrándose del marco de la puerta, Oscar alcanza la bata, se despoja de los pantalones sucios sobre el piso, hace brincar el aparato telefónico sobre la mesa de noche y se tiende tan largo como es sobre el costado de la cama. Se despierta a las cinco, a las cinco quince, a las seis, a las seis y diez. Una larga estación de reposo se prolonga entre las ocho y treinta y las diez de la mañana, la que le permite seguir. A esa hora percibe el sol apelmazándose en el costado de su cuerpo y se levanta entre sobresaltos. Es de rigor tomar una ducha de agua fría —son las once y veinte—, afeitarse con cuidado, peinarse con rigor, vestirse con exagerada compostura con el fin de maquillar la noche. En tres cuartos de hora se mira al espejo de cuerpo entero y se descubre, como siempre, en plenitud de sus agobios, alegrías e inseguridades. Sobre el parqué una de las perneras del pantalón luce muy estropeada a causa del vómito: el hombre se detiene a limpiarla con agua y jabón. La mancha se resiste pero ya es tarde: suspendido de un cordel en el jardín, el pantalón se bambolea como un animal africano con la frente marcada de negro. Oscar lo confirma: la sudadera no tiene manchas de coca-cola ni ron. Es curioso, es extraño. Conque la casa queda en orden. El hombre pasa todos los seguros para resguardarla. Nunca está demás cuidar lo que es de uno.
III
Oscar la vio en la oficina y no le prestó más importancia que la que se otorga a la estudiante de un colegio de niñas pobres...
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