Para mi padre y mi hermana
Aquí hubo una vez un invierno, juraría que hubo un
invierno. No sería la estación que devasta a los hombres y sirve de excusa a los
poetas para nombrar lo innombrable, pero era, puedo dar fe, un invierno. Una de
esas tardes este lugar tan proclive a lo difuso solía despabilarse y andar. La
obra se ejecutaba de cierto modo: después del trinar de los jilgueros en la
madrugada y tras la frescura de las ocho, el brillo de la mañana acariciaba su
momento de esplendor a las diez, compaginación exacta entre calor y frío. Extraviado
por un momento el compás, el frío cedía paso a un sopor engañoso y a las once desaparecía
por completo para rendirse ante un fosforescente sol-espejo que convertía a los
objetos en algo inaprensible y mudo. A la hora del cenit, la batalla perdida, ni
frío ni lluvia ofrecían resistencia en la mocedad de la mariposa, los treinta o
cuarenta minutos durante los cuales el disco de fuego reinaba. Pero el terror
comenzaba en breve: nubes grises, marengo, negras avanzaban desde los costados
del cielo luchando por tomar el centro, como si respondieran al matemático engranaje
de unos demonios. El vientre de los nubarrones emitía un ruido de choque de
trenes y el autor del lienzo lo punteaba con descargas inopinadas y eléctricas.
Los rayos marcaban la hora del desastre, y pasada la una, la una treinta, el
agua completaba su azote sobre las veredas de Quito.
A las dos echaría a correr la muchacha, Tatiana, Karina,
la muchacha. Arrebujada en su abrigo negro, asiéndolo del botón más alto, brincaría
el río que desborda la vereda e intenta echar a perder sus zapatos nuevos. Pegada
a una pared de puntillas bajo el alero, apenas a tres fachadas de la puerta de
casa en el número 416 de la calle Panamá, escucharía el ruido del canalón de
lata, timbal de la lluvia, examinaría las cualidades de los truenos, catalogaría
sus tipos. El trueno resonancia, estridente como un martillazo sobre una
plancha de hojalata que emite a la vez un zumbido y un trémolo y en el que la
resonancia suena más que el golpe. El trueno-detonación. El trueno vacilante, cuyo
rayo sin resplandor es un vacío en la ventana que anticipa el fin de la
tormenta detrás de las montañas[*].
La ciudad y la muchacha debían saber de truenos, rayos y chispas eléctricas, y educar
el oído en la persistente lluvia destinada a abatir la transparente luz de julio.
Se ocupaban en tomar esas precauciones y del verano creían que ansiaba la disposición
inorgánica de los elementos —el viento alojado en las recámaras
de la memoria, el agua en los sucesos que componen hábitos (la ducha, la
defecación, los platos en el fregadero)—, el desperdigarse ocioso de la materia
en la reiteración y el hacerse el individuo en el tiempo. Ciudad y muchacha consideraban
que calor y verano tienden a lo confluente pues su motor es el relajamiento de
los sentidos y la evanescencia. Permitiríase, entonces, que ella, Karina,
Tatiana, concibiera el verano como algo que atrae la organización, del mismo
modo que era lícito instarle a que soportara el invierno como algo que desarma
y camina hacia la silenciosa esquina de lo indeterminado.
No sería necesario, sin embargo, ya que ella padece
la fuerza desintegradora del invierno en sus zapatos de charol convertidos en botes,
en sus medias de nylon malogradas por corrientes de agua sucia, en su peinado deshecho
a causa de la tormenta. Como solía ocurrir, esa tarde, por ejemplo, ha perdido la
cabeza intentando forzar una puerta hinchada a causa del agua, se ha visto obligada
a azotarla con el cuerpo, a llamar con desesperación hasta que los nudillos
sangran, a desistir y sentarse en el escalón más alto mientras las gotas salpican
su rostro como el de una muñeca. ¿Qué hacer? ¿Cuánto más aguardar a que la
lluvia se apiade? ¿Hasta cuándo ofrecer resistencia a la vocación caótica de
los elementos contra el ser humano? El advenimiento de la lluvia está unido al
montaje de una escena, a la osadía de una naturaleza muerta: en el interior de
la vivienda ella tropezará con tinas, baldes, copas y vasijas que atrapan gotas
desprendidas del cielorraso; la puerta quizá sea la daga que separa lo ansiado del
caos y pone a la muchacha en manos de los paraguas-araña, de bufandas, camisas
y pantalones enroscados en brazos de sillas y sofás, de atajos zigzagueantes hechos
de zapatillas y jacksonpollocks en la ventana, de ancianos de espaldas a la
muerte… los sombreros y abrigos en los galanes de noche del corredor. La escena
ha sido dispuesta para resistir la furia de aquello que intenta hacer del
hombre extremidad de lo indeterminado, manos de su maquinaria vegetativa, la
escena quizá sea la huella de la palabra en su ancestral lucha contra la
naturaleza, por ello acaso resulte tan inútil, condenada a la derrota antes de iniciarse
la batalla. A causa de su fragilidad, por saberse un residente, por tener miedo,
el hombre tal vez acepte, irreversiblemente, su claudicación ante los elementos,
tal vez su temor a la atmósfera lo condene a rasgar las telas y se abandone en la
seguridad de la repetición y la costumbre. El invierno no es más que un estado de
desarme.
De ello, de ese intento por no ceder ante natura,
da fe la mujer dentro del frío. Con el cabello todavía húmedo, intenta dormir pero
el rumor del agua no cesa. Toma una almohada, se cubre, pero sabe que es
inútil: despierta en medio de la percusión monótona de las gotas sobre el zinc,
en la infernal determinación del temporal. Ha llovido tarde y noche y la ciudad
despierta aún lluviosa. Ha llovido con fiereza y obstinación de locos. Ha
llovido hoy, jueves, y cuando era niña llovió con idéntica persistencia de
páramo, con bruma, rayos, relámpagos y toda suerte de truenos. Cuando éramos niños
nos enteramos de algunas prácticas. Debimos aprender a observar la ciudad tras
la lluvia, devastada cada tarde, aprender del restablecimiento del orden que
sucede a la tormenta, de liar lo desarmado y atender a la conservación más que a
otra cosa. Al cuerpo, por ejemplo: cuidar del orden quizá oculte una honesta incomodidad
ante la piel, disfrazada, sí, de ilusorio refinamiento. Cosida en el desprecio por
el sol y la envidia de los individuos solares, dicha máscara calza en el rostro
de los seres del páramo y hemos de llevarla con desolación vergonzosa afín a nuestra
pobreza de color.
Al despertar ella distingue una ciudad en que el
rumor de la desgracia se vierte y las noticias dan cuenta de la aparición de hundimientos
de tierra y depresiones. En el aire se percibe el olor viejo, a tierra húmeda,
tras la caída y demolición definitiva de una mediagua alcanzada por el granizo,
aroma de derruido adobe como olor a pan en la mesa de una abuela muerta. El
adobe evoca el primer granizo sepultado en su memoria cuando descubrió el color
de la vieja pintura de las viviendas, el pastel amarillo y celeste de una casa tocada
por el rayo que ella relaciona, no sabe por qué, con el color de las
publicidades de posguerra en las revistas del Reader’s Digest que papá leía. También
trae consigo el temor a los adultos que conjuran el frío con aguardiente de
caña o el anís peligroso que en una sola tarde toma de los cabellos al animal
erguido y lo desploma sobre el suelo de las bestias memoriosas de rencor.
Tatiana Karina, la muchacha, recordará como yo recuerdo a un padre que barre inexplicablemente
los restos del granizo y al que oímos rezongar ante mi indiferencia por los deberes
de casa: he venido al mundo decididamente inútil y mi padre se acostumbra a
drenar el agua filtrada en los umbrales de las puertas y a barrer el granizo sin
descanso, solo. Mientras equilibra el cuerpo al reparar una gotera, no le queda
más que revelar a sus hijos que el eco de una piedra es el croar de una rana que
suplica por más lluvia. Más tarde, durante la misma y eterna estación, olvidaremos
a las ranas, dormiremos más de lo debido y despertaremos agobiados, culpables. La
voz sibilante del padre lo subrayará, nos lo hará saber. El consuelo lo hallaremos
con las manos aferradas a la barandilla en la escalera que permite añorar la ciudad
en el horizonte.
Después de la tormenta el orden. Una pareja de pichones
ha nacido en los entresijos del tejado y esta mañana gorjean en una lengua que
podría ser la de Hawthorne, aves calientes y redondas en el nido que ha obsequiado
para ellos los dedos de la niña, pájaros siniestros. Bajo una gota de sol amarillo
con bordes naranjas y opacos, los mismos dedos disponen sobre los rombos de las
mantas un abrigo verde de paño, unas mallas, el vestido blanco de olanes, las
botitas verdes de goma que compondrán la tenida para el juego en los charcos. Después
de la tormenta vendrá el orden de las prendas, después, con el nuevo día, otra
vez el enfrentamiento entre hombre y nacimiento, entre cabeza y tripas, después,
sobre la cama, la ropa que jamás secará o, peor aún, raída, se echará a la basura.
Porque solo en apariencia nos concentramos en ideas y nada en los cuerpos,
porque los hombres del páramo consumimos la vida haciendo tareas mientras la
naturaleza descarga su furor sin informarnos que somos idénticos a quienes se
refugiaron en las cavernas de la noche antigua. Los hombres del páramo simulamos
ilustración pero somos, a fin de cuentas, antiguos residentes.
* * *
La melancolía es el único
sentimiento cuya validez nunca he puesto en duda, escribió un caballero
mexicano de tweed. Si de la visión del
cataclismo transitamos al catálogo de desarme que incluye la caja de invierno y
si de allí hemos avanzado a una dicha fugaz y a la inclinación del frío a
preservar la vida, no dudaremos que lo conclusivo de la época en que el agua
azotaba las veredas de la ciudad pasaba por la conjetura del mundo detrás de la
ventana aunque dentro se contemplara el crepitar de la sal en el hogar, lo ocioso
e inútil que permanece. De este modo puede explicarse nuestro peculiar amor por
el aburrimiento, nuestra estéril obstinación con lo mismo, de ese modo puede
entenderse que ella, la mujer, la muchacha, la niña, retorne a casa y a espaldas
de baldes y palanganas prepare las valijas para intentar huir de este hastío, de
ahí que Tatiana sea quien haya decidido volar a otro país, otra geografía, como
la joven que para un mal amigo, debajo de la nieve afila el puñal mientras la
ventisca furiosamente cubre hasta el techo de una frágil choza[†],
de ahí que haya sido ella quien intentase conjurar la inutilidad de la casa y la
imposibilidad de la calle.
Justificada y padecida la familia en el silencio, en
el no tener de qué hablar mientras se aguarda en la cueva, ella se vio andar con
precaución sobre el hielo, se miró en la premonición del amor que añora la
libertad, de la libertad que es el amor, de la libertad que mata al amor, se
descubrió a sí misma durante el alba mientras el terso rumor del zinc presagiaba
que la furia de los elementos podía ser vencida. La tercera semana de abril, un
jueves veintidós, ella tomó la decisión. Se hizo definitivamente grande y en la
ciudad aún llovía. Abrió la puerta de calle y se marchó.
* * *
Hoy el calor es intenso y el calendario advierte que
pasamos por el primer día del año dos mil algo. Hoy las estaciones se han perdido
y el dolor desaparece. ¿Cuántos eucaliptos han muerto en la ciudad? Hoy las
siestas abren los ojos al sol y las muchachas caminan con sus vestidos de color
naranja. Hoy (como ayer, quizá) el amor es la indeterminación, el amor es la
muerte, el amor no es el cuerpo sino el desfile torpe de las
palabras. Hoy
el fracaso del orden ha sido desarmado. Hoy sueño que una mujer sueña que en la
ciudad aún llovía. Hoy advierto el reloj y me siento a pensar y escribir que
acaso nada puede ser más efímero que cruzar una puerta. Hoy estoy convencido de
la implacable persuasión de la derrota. —