Wednesday, October 31, 2012

Los últimos días del invierno


Para mi padre y mi hermana

Aquí hubo una vez un invierno, juraría que hubo un invierno. No sería la estación que devasta a los hombres y sirve de excusa a los poetas para nombrar lo innombrable, pero era, puedo dar fe, un invierno. Una de esas tardes este lugar tan proclive a lo difuso solía despabilarse y andar. La obra se ejecutaba de cierto modo: después del trinar de los jilgueros en la madrugada y tras la frescura de las ocho, el brillo de la mañana acariciaba su momento de esplendor a las diez, compaginación exacta entre calor y frío. Extraviado por un momento el compás, el frío cedía paso a un sopor engañoso y a las once desaparecía por completo para rendirse ante un fosforescente sol-espejo que convertía a los objetos en algo inaprensible y mudo. A la hora del cenit, la batalla perdida, ni frío ni lluvia ofrecían resistencia en la mocedad de la mariposa, los treinta o cuarenta minutos durante los cuales el disco de fuego reinaba. Pero el terror comenzaba en breve: nubes grises, marengo, negras avanzaban desde los costados del cielo luchando por tomar el centro, como si respondieran al matemático engranaje de unos demonios. El vientre de los nubarrones emitía un ruido de choque de trenes y el autor del lienzo lo punteaba con descargas inopinadas y eléctricas. Los rayos marcaban la hora del desastre, y pasada la una, la una treinta, el agua completaba su azote sobre las veredas de Quito.
A las dos echaría a correr la muchacha, Tatiana, Karina, la muchacha. Arrebujada en su abrigo negro, asiéndolo del botón más alto, brincaría el río que desborda la vereda e intenta echar a perder sus zapatos nuevos. Pegada a una pared de puntillas bajo el alero, apenas a tres fachadas de la puerta de casa en el número 416 de la calle Panamá, escucharía el ruido del canalón de lata, timbal de la lluvia, examinaría las cualidades de los truenos, catalogaría sus tipos. El trueno resonancia, estridente como un martillazo sobre una plancha de hojalata que emite a la vez un zumbido y un trémolo y en el que la resonancia suena más que el golpe. El trueno-detonación. El trueno vacilante, cuyo rayo sin resplandor es un vacío en la ventana que anticipa el fin de la tormenta detrás de las montañas[*]. La ciudad y la muchacha debían saber de truenos, rayos y chispas eléctricas, y educar el oído en la persistente lluvia destinada a abatir la transparente luz de julio. Se ocupaban en tomar esas precauciones y del verano creían que ansiaba la disposición inorgánica de los elementos el viento alojado en las recámaras de la memoria, el agua en los sucesos que componen hábitos (la ducha, la defecación, los platos en el fregadero)—, el desperdigarse ocioso de la materia en la reiteración y el hacerse el individuo en el tiempo. Ciudad y muchacha consideraban que calor y verano tienden a lo confluente pues su motor es el relajamiento de los sentidos y la evanescencia. Permitiríase, entonces, que ella, Karina, Tatiana, concibiera el verano como algo que atrae la organización, del mismo modo que era lícito instarle a que soportara el invierno como algo que desarma y camina hacia la silenciosa esquina de lo indeterminado.
No sería necesario, sin embargo, ya que ella padece la fuerza desintegradora del invierno en sus zapatos de charol convertidos en botes, en sus medias de nylon malogradas por corrientes de agua sucia, en su peinado deshecho a causa de la tormenta. Como solía ocurrir, esa tarde, por ejemplo, ha perdido la cabeza intentando forzar una puerta hinchada a causa del agua, se ha visto obligada a azotarla con el cuerpo, a llamar con desesperación hasta que los nudillos sangran, a desistir y sentarse en el escalón más alto mientras las gotas salpican su rostro como el de una muñeca. ¿Qué hacer? ¿Cuánto más aguardar a que la lluvia se apiade? ¿Hasta cuándo ofrecer resistencia a la vocación caótica de los elementos contra el ser humano? El advenimiento de la lluvia está unido al montaje de una escena, a la osadía de una naturaleza muerta: en el interior de la vivienda ella tropezará con tinas, baldes, copas y vasijas que atrapan gotas desprendidas del cielorraso; la puerta quizá sea la daga que separa lo ansiado del caos y pone a la muchacha en manos de los paraguas-araña, de bufandas, camisas y pantalones enroscados en brazos de sillas y sofás, de atajos zigzagueantes hechos de zapatillas y jacksonpollocks en la ventana, de ancianos de espaldas a la muerte… los sombreros y abrigos en los galanes de noche del corredor. La escena ha sido dispuesta para resistir la furia de aquello que intenta hacer del hombre extremidad de lo indeterminado, manos de su maquinaria vegetativa, la escena quizá sea la huella de la palabra en su ancestral lucha contra la naturaleza, por ello acaso resulte tan inútil, condenada a la derrota antes de iniciarse la batalla. A causa de su fragilidad, por saberse un residente, por tener miedo, el hombre tal vez acepte, irreversiblemente, su claudicación ante los elementos, tal vez su temor a la atmósfera lo condene a rasgar las telas y se abandone en la seguridad de la repetición y la costumbre. El invierno no es más que un estado de desarme.
De ello, de ese intento por no ceder ante natura, da fe la mujer dentro del frío. Con el cabello todavía húmedo, intenta dormir pero el rumor del agua no cesa. Toma una almohada, se cubre, pero sabe que es inútil: despierta en medio de la percusión monótona de las gotas sobre el zinc, en la infernal determinación del temporal. Ha llovido tarde y noche y la ciudad despierta aún lluviosa. Ha llovido con fiereza y obstinación de locos. Ha llovido hoy, jueves, y cuando era niña llovió con idéntica persistencia de páramo, con bruma, rayos, relámpagos y toda suerte de truenos. Cuando éramos niños nos enteramos de algunas prácticas. Debimos aprender a observar la ciudad tras la lluvia, devastada cada tarde, aprender del restablecimiento del orden que sucede a la tormenta, de liar lo desarmado y atender a la conservación más que a otra cosa. Al cuerpo, por ejemplo: cuidar del orden quizá oculte una honesta incomodidad ante la piel, disfrazada, sí, de ilusorio refinamiento. Cosida en el desprecio por el sol y la envidia de los individuos solares, dicha máscara calza en el rostro de los seres del páramo y hemos de llevarla con desolación vergonzosa afín a nuestra pobreza de color.
Al despertar ella distingue una ciudad en que el rumor de la desgracia se vierte y las noticias dan cuenta de la aparición de hundimientos de tierra y depresiones. En el aire se percibe el olor viejo, a tierra húmeda, tras la caída y demolición definitiva de una mediagua alcanzada por el granizo, aroma de derruido adobe como olor a pan en la mesa de una abuela muerta. El adobe evoca el primer granizo sepultado en su memoria cuando descubrió el color de la vieja pintura de las viviendas, el pastel amarillo y celeste de una casa tocada por el rayo que ella relaciona, no sabe por qué, con el color de las publicidades de posguerra en las revistas del Reader’s Digest que papá leía. También trae consigo el temor a los adultos que conjuran el frío con aguardiente de caña o el anís peligroso que en una sola tarde toma de los cabellos al animal erguido y lo desploma sobre el suelo de las bestias memoriosas de rencor. Tatiana Karina, la muchacha, recordará como yo recuerdo a un padre que barre inexplicablemente los restos del granizo y al que oímos rezongar ante mi indiferencia por los deberes de casa: he venido al mundo decididamente inútil y mi padre se acostumbra a drenar el agua filtrada en los umbrales de las puertas y a barrer el granizo sin descanso, solo. Mientras equilibra el cuerpo al reparar una gotera, no le queda más que revelar a sus hijos que el eco de una piedra es el croar de una rana que suplica por más lluvia. Más tarde, durante la misma y eterna estación, olvidaremos a las ranas, dormiremos más de lo debido y despertaremos agobiados, culpables. La voz sibilante del padre lo subrayará, nos lo hará saber. El consuelo lo hallaremos con las manos aferradas a la barandilla en la escalera que permite añorar la ciudad en el horizonte.
Después de la tormenta el orden. Una pareja de pichones ha nacido en los entresijos del tejado y esta mañana gorjean en una lengua que podría ser la de Hawthorne, aves calientes y redondas en el nido que ha obsequiado para ellos los dedos de la niña, pájaros siniestros. Bajo una gota de sol amarillo con bordes naranjas y opacos, los mismos dedos disponen sobre los rombos de las mantas un abrigo verde de paño, unas mallas, el vestido blanco de olanes, las botitas verdes de goma que compondrán la tenida para el juego en los charcos. Después de la tormenta vendrá el orden de las prendas, después, con el nuevo día, otra vez el enfrentamiento entre hombre y nacimiento, entre cabeza y tripas, después, sobre la cama, la ropa que jamás secará o, peor aún, raída, se echará a la basura. Porque solo en apariencia nos concentramos en ideas y nada en los cuerpos, porque los hombres del páramo consumimos la vida haciendo tareas mientras la naturaleza descarga su furor sin informarnos que somos idénticos a quienes se refugiaron en las cavernas de la noche antigua. Los hombres del páramo simulamos ilustración pero somos, a fin de cuentas, antiguos residentes.

* * *

                  La melancolía es el único sentimiento cuya validez nunca he puesto en duda, escribió un caballero mexicano de tweed. Si de la visión del cataclismo transitamos al catálogo de desarme que incluye la caja de invierno y si de allí hemos avanzado a una dicha fugaz y a la inclinación del frío a preservar la vida, no dudaremos que lo conclusivo de la época en que el agua azotaba las veredas de la ciudad pasaba por la conjetura del mundo detrás de la ventana aunque dentro se contemplara el crepitar de la sal en el hogar, lo ocioso e inútil que permanece. De este modo puede explicarse nuestro peculiar amor por el aburrimiento, nuestra estéril obstinación con lo mismo, de ese modo puede entenderse que ella, la mujer, la muchacha, la niña, retorne a casa y a espaldas de baldes y palanganas prepare las valijas para intentar huir de este hastío, de ahí que Tatiana sea quien haya decidido volar a otro país, otra geografía, como la joven que para un mal amigo, debajo de la nieve afila el puñal mientras la ventisca furiosamente cubre hasta el techo de una frágil choza[†], de ahí que haya sido ella quien intentase conjurar la inutilidad de la casa y la imposibilidad de la calle.
Justificada y padecida la familia en el silencio, en el no tener de qué hablar mientras se aguarda en la cueva, ella se vio andar con precaución sobre el hielo, se miró en la premonición del amor que añora la libertad, de la libertad que es el amor, de la libertad que mata al amor, se descubrió a sí misma durante el alba mientras el terso rumor del zinc presagiaba que la furia de los elementos podía ser vencida. La tercera semana de abril, un jueves veintidós, ella tomó la decisión. Se hizo definitivamente grande y en la ciudad aún llovía. Abrió la puerta de calle y se marchó.  
           
* * *

Hoy el calor es intenso y el calendario advierte que pasamos por el primer día del año dos mil algo. Hoy las estaciones se han perdido y el dolor desaparece. ¿Cuántos eucaliptos han muerto en la ciudad? Hoy las siestas abren los ojos al sol y las muchachas caminan con sus vestidos de color naranja. Hoy (como ayer, quizá) el amor es la indeterminación, el amor es la muerte, el amor no es el cuerpo sino el desfile torpe de las palabras. Hoy el fracaso del orden ha sido desarmado. Hoy sueño que una mujer sueña que en la ciudad aún llovía. Hoy advierto el reloj y me siento a pensar y escribir que acaso nada puede ser más efímero que cruzar una puerta. Hoy estoy convencido de la implacable persuasión de la derrota. —


[*] Fragmento del catálogo del señor Geiser en la novela El hombre aparece en el holoceno de Max Frisch.
[†] Aleksandr Blok

Extracción de la piedra de la locura, El Bosco


Sunday, October 28, 2012

Oberturas magistrales II

My love. If words can reach whatever world you may be suffering in, then listen. I have things to tell you. At this muffled end of another year I prowl the sombre streets of our quarter holding you in my head. I would not have thought it possible to fix a single object so steadily for so long in the mind's violent gaze. You. You. With dusk comes rain that seems no more than an agglutination of the darkening air, drifting aslant in the lamplight like something about to be remembered. Strange how the city becomes deserted at this evening hour; where do they go to, all those people, and so suddenly? As if I had cleared the streets. A car creeps up on me from behind, tyres squeaking against the sides of the narrow footpaths, an I have to stop and press myself into a doorway to let it pass. How sinister it appears, this sleek, unhuman thing wallowing over the cobbles with its driver like a faceless doll propped up motionless behind rain-stippled glass. It shoulders by me with what seems a low chuckle and noses down and alleyway, oozing a lazy burble of exhaust smoke from its rear end, its lollipop-pink tail-lights swimming in the deliquescent gloom. Yes, this is my hour, all right. Curfew hour.

Athena, John Banville      

El artista adolescente en la edad madura


Monday, October 15, 2012

El papel de la filosofía de goma en la transformación del mono rojo en cursi

A. Yupanqui (†)--Jara (†)--M. Sosa (†)--Ch. Vargas (†)--F. Cabral (†)--A. Cortez--F. Delgadillo--A. Filio--Serrat/Sabina--L. E. Aute--S. Rodríguez--L. Gieco--L.F. Páez--S. Generis (†)--S. Giran (†)--S/n. Mestre (†, il faut)--Ch. García--E. Subiela/C. Roth/M. Paredes--L. Downs--Ska-P/Calle 13--M. Benedetti (q.e.p.n.d.)--Ugh

Friday, October 12, 2012

Salvaje es el viento


Vásconez: la brumosa ondulación de las palabras

En una entrevista concedida a raíz de la publicación de Crónica de una muerte anunciada, García Márquez recordaba la gestación de su novela y, entre divertido y reposado tras poner punto final a empresa así de ardua, situaba el reto central de la escritura de ese libro: contar un crimen cuya intriga podía esfumarse ante los ojos del lector, al ser revelada su autoría y la muerte misma del protagonista desde las primeras páginas. Confiados de entrada los secretos del crimen, el reto de la lectura podría diluirse. Sin embargo ello no iba a suceder en manos del autor de esa obra: en manos de un mago, la pluma vence, más allá de moldes y métodos.
Mientras leo La otra muerte del doctor (2012) recuerdo la novela de García Márquez a causa de lo evidente y lo no tan obvio, por la semejanza de cierto episodio —el intento de un crimen, en el caso de esta novela corta de Javier Vásconez (Quito, 1946)—, pero, esencialmente, por lo menos notorio, el modo en que los sucesos son referidos en los dos libros. Si algún adjetivo puede definir la estrategia de composición del de García Márquez éste es inverso: la novela se escribe de atrás hacia delante con la particularidad de que el final ha sido presentado como una provocación, acaso hiriente, desde el vestíbulo de dicha residencia tropical. En la novela reciente de Vásconez algunos indicios sugieren y más tarde confirman la veracidad del atentado sufrido por el personaje central de la novela, el doctor Josef Kronz, a manos de un presunto hijo suyo, Lionel, en medio de la atmósfera siempre fría de una Nueva York recogida con seguridad y mano diestra por Vásconez. En esta última novela el sistema de pistas, también inverso, es aleatorio y sinuoso, como si por momentos el narrador quisiera desviarnos de nuestro objetivo capital como lectores cual sería desentrañar los motivos de la trama, las razones del atentado contra Kronz, su procedimiento y consecuencias, es decir, descorrer el velo psicológico de los sucesos, si nos fuera permitido condescender con el lector policial que todos llevamos dentro, de Edgar Allan Poe en adelante. Pero esta novela no convoca únicamente esa lectura de pesquisa y tampoco discurre por un camino único, estable y unilateral sino que se desgaja en las múltiples vías que el escritor ha sabido acumular para enfrentar una historia: la novela de intriga, el policial, la novela negra, la novela norteamericana contemporánea en general, Capote, James Purdy, Mailer… Ellroy. Se cuentan también aquí rastros de celuloide, ya no como una técnica, cual fuera su impronta de Dos Passos en adelante, sino como el inconsciente reflejo de ciertos temas —los lugares neoyorquinos, una pizzería, el atentado con pistola durante una mañana fría—, como la intromisión de las historias que desde hace cien años habitan la recámara de nuestra memoria y contra las cuales la palabra literaria debe luchar hoy en día. Guiños y recursos que concurren en La otra muerte del doctor de Javier Vásconez, como es el caso, imagino, de un velado interrogatorio al orate Lionel por parte del personaje de Mr. Sticks que podría recordarnos alguna página de A sangre fría o ciertas descripciones de los lugares en invierno y su consecuente melancolía (Praga, la casa del páramo, Staten Island) que pueden traer a nuestra memoria a la Edith Wharton de Ethan Frome y aun a Henry James, aunque no agoten las referencias que casi nunca se muestran ya de modo explícito pues han pasado por el crisol de una pluma por completo consolidada e individual, la del escritor Vásconez. Si la disposición de los sucesos en la novela de García Márquez está definida por su carácter inverso, en La otra muerte del doctor las situaciones se barajan sinuosamente y bajo un controlado azar, como si un robusto croupier guiase con su tierna y negra mano la ruleta de la fortuna durante una noche en la Ciudad del Vicio.
Esta cita de observatorios literarios en el crisol de Vásconez tiene importancia para mí por las diversas lecturas que convoca, por ese extravío al que somete a un lector desprevenido y aun a uno más despierto. Perplejo, uno se encuentra con el libro en la mano, leyéndolo ora como una novela negra, ora como una intriga, ora como una obra gótica en la línea de la novela inglesa que vagamente nos recuerda a las Brontë que Vásconez ya tentó en Jardín Capelo. Pasa uno la página y ocurre lo mismo. En qué territorio nos hallamos: ¿en el de la historia, el de las palabras o acaso en aquel, tan temido y siempre escasamente comprendido, el de las palabras que dominan la tensión de las historias? ¿Cuál es el territorio que un novelista con aspiraciones artísticas debe conquistar? Un estudiante aplicado respondería con prisa: el de las palabras y las historias, entrelazadas con las historias, y quizá no le faltase razón. Es un tema sobre el que siempre hablamos, al que siempre volvemos, que no hemos terminado de vencer y que la crítica debe tener en cuenta, por sobre cualquier otro, si desea viajar al fondo de las obras y no permanecer en su epidermis. Detrás de ello, tras haber consumado esa batería, aún queda una pregunta, la más intrincada y cuya difícil respuesta acaso permite la supervivencia de la lectura y el comentario, la sorpresa ante las obras: ¿cuál es el sentido final de este libro, cuál su significado, su razón de existencia en el mundo? Milan Kundera lo ha denominado, el terreno de realidad que la novela debe descubrir y solo puede ser conocido y explicado por ella, con ella, de un modo absolutamente libre en la forma, más allá de moldes y métodos.
En La otra muerte del doctor se dan cita algunas de las claves de la obra de Vásconez: la reflexión y el asombro ante la incandescencia del deseo, la imposibilidad del amor, su carácter inasible y a fin de cuentas fatuo, la supervivencia de los secretos, las tempestades que acarrea no haberlos liquidado a tiempo, el oleaje de la memoria, la contundencia del pasado, la melancolía, la soledad. Matizados por sus recurrencias y antojos estéticos —la naturaleza, los animales, el fragor de las calles de la ciudad, las mujeres enigmáticas—, acude a esta novela el médico checo Josef Kronz, el personaje más conocido de la obra del autor, protagonista de El viajero de Praga, un recurrente en su obra, y la novela se mueve entre las calles de Nueva York, los recuerdos de hechos acaecidos en algún lugar del páramo y en la ciudad andina inventada por Vásconez. Se trata de un amor refundido en el pasado —el amor solo existe en el recuerdo— y la concurrencia de hechos que se cierran con el atentado en contra del doctor. Podría decirse que este libro es el atinado resumen de la geografía y las obsesiones de Vásconez y que su lectura puede contarse como una de las mejores entradas a su obra. Quizá en ello residan algunas de las claves estéticas que han hecho de la literatura de este autor un lugar de confluencia, una compuerta secreta de felices coincidencias literarias. Si pensamos en las múltiples vías recorridas por el autor para enfocar una historia y si a ello sumamos la tradición en la que esta obra se inscribe —de la pasión por el detalle de Nabokov a la furia incontrolable de la voluptuosidad de Faulkner, pasando por la bruma de la novela gótica o la afición por la derrota de Onetti—, tal vez podamos ofrecer conjeturas acerca del sentido de novela como ésta. Entre lo más relevante de La otra muerte del doctor, se halla el sentido del movimiento, la plasticidad, el ir y venir del tiempo. En esta novela el doctor Kronz casi siempre vaga, es un alma intranquila aunque interesada aún en el mundo, curiosa, uno de aquellos personajes capturados un paso antes de la muerte, un penitente. En esta novela se atestigua algo curioso: el movimiento físico de los personajes es el espejo del vaivén de las clausulas, los párrafos, las frases. Los personajes son nítidos pero se me antoja que existen novelas cuyos caracteres son entidades subsidiarias de los vaivenes de una voz que refleja, ésta, ciertas necesidades y las necesidades acaso constituyan proyecciones de encrucijadas de la conciencia. ¿No podría ocurrir esto, por ejemplo, con el Cónsul e Yvonne, personajes de Bajo el volcán de Malcolm Lowry? ¿No son una proyección, casi un holograma, del delirio alcohólico y espeso de un mundo, no más que la claridad suprema y la oscuridad más cerrada, cielo e infierno de toda existencia, expresados en una prosa alcoholizada? ¿No es la brumosa ondulación de las palabras en esta novela corta de Javier Vásconez su verdadero protagonista, más allá del gris encanto del doctor Kronz y la rareza magnética de Cecilia Cortez, la mujer que habita esta novela?
Es curioso que Vásconez se mueva con tamaña soltura por las calles de Nueva York durante una estación que parece ser un otoño a punto de romperse y estallar en invierno, la misma gracia con que camina entre la bruma del páramo ante la perplejidad en las pupilas de los conejos. Escribo curioso no por insólito, sino porque tal vez la pregunta sobre la geografía en los libros ha venido formulándose de modo equivocado desde hace tiempo, mucho más en estos tiempos. En literatura, preguntarse por los lugares donde respirarán, caminarán y morirán unos personajes es una pregunta incompleta. Será preciso, entonces, interrogarse por las geografías al tiempo que uno se demanda acerca de la composición de una lengua y su estrategia de realización. En otras palabras: las ciudades, los lugares, las escenas de los libros son prolongaciones de la exigencia de su maquinaria de lenguaje, materializaciones de las palabras. Las palabras y el estilo consiguen persuadirnos que Manhattan es tan posible y convincente como un alambre tendido entre el río Hudson y el páramo. Leer a Vásconez es, de nuevo, un deleite para el oído y las yemas de los dedos, pero no solo eso, también un desafío para quienes tienen ansiedad por un territorio, la parcela de realidad que la novela debe descubrir, y que podría ser, por el momento, la degeneración de la sangre mezclada en la probeta del amor espurio. Esto, que es una conjetura sobre el mundo necesario que una novela debe reflejar, su única razón de existencia y motivo para no incinerar el papel, intenta ser además una incitación a los lectores que deberán emprender cada uno la aventura de descubrir su ansiedad personal en esta nueva maquinación de Javier Vásconez. —