Friday, October 12, 2012
Vásconez: la brumosa ondulación de las palabras
En una entrevista concedida a raíz de la publicación de Crónica de una muerte anunciada, García Márquez recordaba la gestación de su novela y, entre divertido y reposado tras poner punto final a empresa así de ardua, situaba el reto central de la escritura de ese libro: contar un crimen cuya intriga podía esfumarse ante los ojos del lector, al ser revelada su autoría y la muerte misma del protagonista desde las primeras páginas. Confiados de entrada los secretos del crimen, el reto de la lectura podría diluirse. Sin embargo ello no iba a suceder en manos del autor de esa obra: en manos de un mago, la pluma vence, más allá de moldes y métodos.
Mientras leo La otra muerte del doctor (2012) recuerdo la novela de García Márquez a causa de lo evidente y lo no tan obvio, por la semejanza de cierto episodio —el intento de un crimen, en el caso de esta novela corta de Javier Vásconez (Quito, 1946)—, pero, esencialmente, por lo menos notorio, el modo en que los sucesos son referidos en los dos libros. Si algún adjetivo puede definir la estrategia de composición del de García Márquez éste es inverso: la novela se escribe de atrás hacia delante con la particularidad de que el final ha sido presentado como una provocación, acaso hiriente, desde el vestíbulo de dicha residencia tropical. En la novela reciente de Vásconez algunos indicios sugieren y más tarde confirman la veracidad del atentado sufrido por el personaje central de la novela, el doctor Josef Kronz, a manos de un presunto hijo suyo, Lionel, en medio de la atmósfera siempre fría de una Nueva York recogida con seguridad y mano diestra por Vásconez. En esta última novela el sistema de pistas, también inverso, es aleatorio y sinuoso, como si por momentos el narrador quisiera desviarnos de nuestro objetivo capital como lectores cual sería desentrañar los motivos de la trama, las razones del atentado contra Kronz, su procedimiento y consecuencias, es decir, descorrer el velo psicológico de los sucesos, si nos fuera permitido condescender con el lector policial que todos llevamos dentro, de Edgar Allan Poe en adelante. Pero esta novela no convoca únicamente esa lectura de pesquisa y tampoco discurre por un camino único, estable y unilateral sino que se desgaja en las múltiples vías que el escritor ha sabido acumular para enfrentar una historia: la novela de intriga, el policial, la novela negra, la novela norteamericana contemporánea en general, Capote, James Purdy, Mailer… Ellroy. Se cuentan también aquí rastros de celuloide, ya no como una técnica, cual fuera su impronta de Dos Passos en adelante, sino como el inconsciente reflejo de ciertos temas —los lugares neoyorquinos, una pizzería, el atentado con pistola durante una mañana fría—, como la intromisión de las historias que desde hace cien años habitan la recámara de nuestra memoria y contra las cuales la palabra literaria debe luchar hoy en día. Guiños y recursos que concurren en La otra muerte del doctor de Javier Vásconez, como es el caso, imagino, de un velado interrogatorio al orate Lionel por parte del personaje de Mr. Sticks que podría recordarnos alguna página de A sangre fría o ciertas descripciones de los lugares en invierno y su consecuente melancolía (Praga, la casa del páramo, Staten Island) que pueden traer a nuestra memoria a la Edith Wharton de Ethan Frome y aun a Henry James, aunque no agoten las referencias que casi nunca se muestran ya de modo explícito pues han pasado por el crisol de una pluma por completo consolidada e individual, la del escritor Vásconez. Si la disposición de los sucesos en la novela de García Márquez está definida por su carácter inverso, en La otra muerte del doctor las situaciones se barajan sinuosamente y bajo un controlado azar, como si un robusto croupier guiase con su tierna y negra mano la ruleta de la fortuna durante una noche en la Ciudad del Vicio.
Esta cita de observatorios literarios en el crisol de Vásconez tiene importancia para mí por las diversas lecturas que convoca, por ese extravío al que somete a un lector desprevenido y aun a uno más despierto. Perplejo, uno se encuentra con el libro en la mano, leyéndolo ora como una novela negra, ora como una intriga, ora como una obra gótica en la línea de la novela inglesa que vagamente nos recuerda a las Brontë que Vásconez ya tentó en Jardín Capelo. Pasa uno la página y ocurre lo mismo. En qué territorio nos hallamos: ¿en el de la historia, el de las palabras o acaso en aquel, tan temido y siempre escasamente comprendido, el de las palabras que dominan la tensión de las historias? ¿Cuál es el territorio que un novelista con aspiraciones artísticas debe conquistar? Un estudiante aplicado respondería con prisa: el de las palabras y las historias, entrelazadas con las historias, y quizá no le faltase razón. Es un tema sobre el que siempre hablamos, al que siempre volvemos, que no hemos terminado de vencer y que la crítica debe tener en cuenta, por sobre cualquier otro, si desea viajar al fondo de las obras y no permanecer en su epidermis. Detrás de ello, tras haber consumado esa batería, aún queda una pregunta, la más intrincada y cuya difícil respuesta acaso permite la supervivencia de la lectura y el comentario, la sorpresa ante las obras: ¿cuál es el sentido final de este libro, cuál su significado, su razón de existencia en el mundo? Milan Kundera lo ha denominado, el terreno de realidad que la novela debe descubrir y solo puede ser conocido y explicado por ella, con ella, de un modo absolutamente libre en la forma, más allá de moldes y métodos.
En La otra muerte del doctor se dan cita algunas de las claves de la obra de Vásconez: la reflexión y el asombro ante la incandescencia del deseo, la imposibilidad del amor, su carácter inasible y a fin de cuentas fatuo, la supervivencia de los secretos, las tempestades que acarrea no haberlos liquidado a tiempo, el oleaje de la memoria, la contundencia del pasado, la melancolía, la soledad. Matizados por sus recurrencias y antojos estéticos —la naturaleza, los animales, el fragor de las calles de la ciudad, las mujeres enigmáticas—, acude a esta novela el médico checo Josef Kronz, el personaje más conocido de la obra del autor, protagonista de El viajero de Praga, un recurrente en su obra, y la novela se mueve entre las calles de Nueva York, los recuerdos de hechos acaecidos en algún lugar del páramo y en la ciudad andina inventada por Vásconez. Se trata de un amor refundido en el pasado —el amor solo existe en el recuerdo— y la concurrencia de hechos que se cierran con el atentado en contra del doctor. Podría decirse que este libro es el atinado resumen de la geografía y las obsesiones de Vásconez y que su lectura puede contarse como una de las mejores entradas a su obra. Quizá en ello residan algunas de las claves estéticas que han hecho de la literatura de este autor un lugar de confluencia, una compuerta secreta de felices coincidencias literarias. Si pensamos en las múltiples vías recorridas por el autor para enfocar una historia y si a ello sumamos la tradición en la que esta obra se inscribe —de la pasión por el detalle de Nabokov a la furia incontrolable de la voluptuosidad de Faulkner, pasando por la bruma de la novela gótica o la afición por la derrota de Onetti—, tal vez podamos ofrecer conjeturas acerca del sentido de novela como ésta. Entre lo más relevante de La otra muerte del doctor, se halla el sentido del movimiento, la plasticidad, el ir y venir del tiempo. En esta novela el doctor Kronz casi siempre vaga, es un alma intranquila aunque interesada aún en el mundo, curiosa, uno de aquellos personajes capturados un paso antes de la muerte, un penitente. En esta novela se atestigua algo curioso: el movimiento físico de los personajes es el espejo del vaivén de las clausulas, los párrafos, las frases. Los personajes son nítidos pero se me antoja que existen novelas cuyos caracteres son entidades subsidiarias de los vaivenes de una voz que refleja, ésta, ciertas necesidades y las necesidades acaso constituyan proyecciones de encrucijadas de la conciencia. ¿No podría ocurrir esto, por ejemplo, con el Cónsul e Yvonne, personajes de Bajo el volcán de Malcolm Lowry? ¿No son una proyección, casi un holograma, del delirio alcohólico y espeso de un mundo, no más que la claridad suprema y la oscuridad más cerrada, cielo e infierno de toda existencia, expresados en una prosa alcoholizada? ¿No es la brumosa ondulación de las palabras en esta novela corta de Javier Vásconez su verdadero protagonista, más allá del gris encanto del doctor Kronz y la rareza magnética de Cecilia Cortez, la mujer que habita esta novela?
Es curioso que Vásconez se mueva con tamaña soltura por las calles de Nueva York durante una estación que parece ser un otoño a punto de romperse y estallar en invierno, la misma gracia con que camina entre la bruma del páramo ante la perplejidad en las pupilas de los conejos. Escribo curioso no por insólito, sino porque tal vez la pregunta sobre la geografía en los libros ha venido formulándose de modo equivocado desde hace tiempo, mucho más en estos tiempos. En literatura, preguntarse por los lugares donde respirarán, caminarán y morirán unos personajes es una pregunta incompleta. Será preciso, entonces, interrogarse por las geografías al tiempo que uno se demanda acerca de la composición de una lengua y su estrategia de realización. En otras palabras: las ciudades, los lugares, las escenas de los libros son prolongaciones de la exigencia de su maquinaria de lenguaje, materializaciones de las palabras. Las palabras y el estilo consiguen persuadirnos que Manhattan es tan posible y convincente como un alambre tendido entre el río Hudson y el páramo. Leer a Vásconez es, de nuevo, un deleite para el oído y las yemas de los dedos, pero no solo eso, también un desafío para quienes tienen ansiedad por un territorio, la parcela de realidad que la novela debe descubrir, y que podría ser, por el momento, la degeneración de la sangre mezclada en la probeta del amor espurio. Esto, que es una conjetura sobre el mundo necesario que una novela debe reflejar, su única razón de existencia y motivo para no incinerar el papel, intenta ser además una incitación a los lectores que deberán emprender cada uno la aventura de descubrir su ansiedad personal en esta nueva maquinación de Javier Vásconez. —
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