¿Quién fue Antonioni? El artista que cinta tras cinta repitió con insistencia patológica que la proyección de lo real no tiene el mismo alcance de lo visible. Antonioni fue el artista que se afanó en colocar la recapitulación de la vida reducida a sus factores básicos, desarmada en sus piezas, como justificación del cine como arte, acaso la más precisa. Cinta tras cinta, corte tras corte, época tras época, Michelangelo Antonioni incitó a cuestionar el significado de las cosas en busca de uno distinto, peor que aquella ilusión inflada por la moral de lo nuevo y lo moderno. A esto convocaba la lentitud de sus planos, por ello abogaba la impertinencia de una cámara empeñada en demostrar que la verdad reside lejos de lo dicho y que en muchos casos —ay, la mayoría— la impresión de la imagen la niega, la disfraza, la pervierte. Abogó por ello a favor del misterio y su oculto sentido, por el enigma del silencio y la inutilidad de la palabra, por la saturación del tiempo expuesto y el detalle, porque creía con firmeza que bajo una capa y otra las cosas revelarían su significado aunque quizá fuese el absurdo quien condujera los tropiezos del hombre contemporáneo: «sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra, más fiel a la realidad; y debajo de ésta, otra; y todavía otra debajo de esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de esta realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad».
Lo verdadero entonces habita para Antonioni bajo la apariencia, más allá del «peligroso filo de las cosas». La cuchilla que él usó para mondar las capas de significación del orden y tentar el corazón de lo explicable fue la observación cansada, el ojo enérgico, la mirada larga y radical si honramos con fidelidad a Roland Barthes, el ojo atentatorio. Por ello, sin paradojas, Antonioni es para el cine el artista del movimiento, pues obligó a mirar detenida y juiciosamente los hechos con el fin de intuir qué escondían tras sus velos.
¿Qué fue entonces Identificación de una mujer? ¿Un ensayo que intenta revelar el fracaso de los deseos y la confluencia del equívoco? ¿La prolongación del tema de la «trilogía de los sentimientos», integrada (¿desintegrada?) por La aventura, La noche y El eclipse? Identificación de una mujer cuenta la historia del director de cine Niccolò, quien intenta llenar el vacío abierto por su divorcio a través de la búsqueda de una actriz para su nueva película. En su pesquisa, Niccolò tropezará con Mavi e Ida, mujeres que nutren el repertorio de caracteres femeninos de Antonioni mientras convocan a la vida del protagonista extrañamiento y separación. Plagada de metáforas de los eternos temas del autor —incomunicación, extrañamiento, enajenación, fracaso— dispuestas en los objetos y los fenómenos (niebla, puertas abiertas, espejos, escaleras, espacios vacíos), Identificación de una mujer es el puente entre la observación clínica del tiempo de las cintas de la década del 60, y la atmósfera de degradación, absurdo y hastío de la de 1980. A confirmar este punto contribuye el tratamiento decididamente hostil que prodiga el director a la vida contemporánea y su síntoma. Mas lo que caracteriza al film es la continuidad en la inquietud del artista sobre la profunda disgregación entre el porvenir confortable y promisorio de los objetos (la tecnología y la ciencia) y la tozudez de una antigua moral incapaz de asumir el futuro. Más explícita en torno a este problema que las cintas de la Trilogía, Identificación de una mujer prosigue el intento de colocar la cámara al servicio de una fenomenología de los sentimientos y su verdad intrínseca. La respuesta que obtiene su mirada fría sobre el insistente error del Eros es que, como dijese Antonioni, Eros está enfermo. Y si es así, la solución, el inri, ha de ser el fracaso. Ahí la persistencia del ojo atentatorio. —
Friday, May 30, 2008
Monday, May 26, 2008
YO, FRANCO. Líneas del bebedor y la ira
… que esta mierda de vida encubre otra, que estas palabras de mierda ennegrecen todo hasta que todo significa apenas nada, aunque sospecho existe un inframundo donde puedo decir mi odio y gritarte ¡imbécil!, gritar que eres cobarde y callas, gritar que tu honra no existe, que te robé y te hice pasar por inservible, inoperante, vil. ¿Sabes cuál la llave de este mundo, sabes cuál el origen del valor de toda palabra sin mugre? ¿Sabes cuál la antena del miedo, la llave que todo lo abre y expía, sabes cuál el picaporte del fracaso? Descorcha el valor en su nombre, sacia en el trigo tu ambición de saber, la necesidad de fe, purifícate en el vino o en la grappa. Beber, beber hasta el sudor y el horror, hasta el vómito que raspa tu garganta y te lleva al intestino y su sabor, hasta que tus orificios manchen las sábanas de amarillo, meado y mierda. Acostúmbrate a que la verdad sabe a cebada, a sorgo y patata, a uva de Noé y de David, acostúmbrate a sentir el olor de la verdad como el aroma del vómito de un ebrio, como la exhalación infernal de la caña porque el fermento ha de revelar en tu nombre. No saben nada quienes catan, quienes prueban, quienes tasan el valor del agua, oficio de polichinela y dama, de payaso y perra, hombres que no alcanzan a perderse en los sentidos sin vigas ni sombras. ¿Cocteles?: catador, tú no eres más que la puta de los fermentos, el añejo ha de servir para flanquear el inframundo y preguntar sobre el sentido del silencio y la ira, sobre pudor, honor y mentira, sobre lo que se oculta y lo que se disfraza, sobre el fracaso, sobre mi propia mentira. A ello ha de servir el ajenjo, bienvenido éste sea. Descubriré la santidad e imagen de Cavafis, la de Lowry y Faulkner, la de Proust, sus certezas de maldad y de furia, su palabra.
Campesinos: bebamos a raudales, bebamos sin temer distinciones, bebamos hasta el grito, hasta el fin del miedo, hasta la estupidez. Ni alegría ni despecho, bebamos porque el mundo se iluminará completo el instante en que rodemos sobre el césped, embotados e infectos de alcohol. Desesperados en la embriaguez, impactaremos una bala en los cojones del miedo. Levantad la copa, cobardes, levantad la copa viejas putas, levantad la copa maricones, abotargaos las jetas con el pico de la botella hasta procurar el vómito, despertaos a medianoche y corred, corred por el whisky hasta volcarlo sobre el piso pues no hay forma de ver sin quedar ciego. Seremos capaces de todo, de matar y humillar, de gritar, de ver y vencer. No os detengáis, no os extraviéis, a la mierda la nobleza y el respeto, a la mierda todo valor… artista que no ve no es artista. Apurad la copa, apurad, que todo acabará. Ese momento se sabrá lo que es justo. Y no quedará más que cantar. —
Friday, May 23, 2008
Wednesday, May 21, 2008
Sunday, May 18, 2008
YO, FRANCO. Un cráter ha surgido en medio de la ciudad
¿Por qué tanta agua en la ciudad? ¿Por qué, en una esquina, los enanos son asechados por la sombra y la deforme silueta de los edificios amenaza a los transeúntes, por qué esta atmósfera expresionista de cinta alemana? ¿A qué obedece el temor de los poblanos, el anonimato del sitio desde el cual resopla el miedo, los rostros ladeados, mohínos, la escoliosis, el ojillo de roedor sobre el tubo? ¿Cuál el sentido de estas voces huecas y cansinas, las urracas del secreto?
¿Por qué mil cobayas que chillan y se arriesgan en el umbral, echan un vistazo y desaparecen cuando la voz resuena más alta que el secreto? ¿Por qué mueren pisoteadas unas por otras, asfixiadas en su huida, clavadas en un palo que atraviesa sus culos, sus entrañas desgarrando, hasta ir por el hocico, mudo ya, por qué ellas y no leones, fieras, serpientes o el dragón?
La niebla avanza en la ciudad, Sarín y Tabún teñidos de blanco, a cualquier hora y desde cualquier punto, desde los valles que ahorcan el hueco en que la ciudad se pierde, desde las hondonadas cubiertas por cemento y asfalto, desde la colina de San Juan donde se inicia la persecución frenética a las cobayas arracimadas en las calles torcidas y en las avenidas fundidas en lluvia. Hay que decir que la niebla sucede a la nitidez hiperreal de un sol transformador de las cosas en masilla fantástica, juguetes plásticos de apariencia tonta y feliz, y por ello las mañanas transcurren idénticas, salvo el correr de los coches que dibuja amorfas filas al pie de las colinas y alborota los claxons en su ímpetu y torpe guía, longitudinal, lánguidamente. El quemante sol despierta ruido sobre el contorno de los objetos y amenaza con fundir los juguetes del equinoccio; el sol intruso en esta comedia. Luego la lluvia de tarde, la noche siniestra y la niebla, Sarín y Tabún con sus bufandas blancas apostados sobre la válvula de las tuberías, sobre las tes, sobre los codos y las cruces, sobre los desagües que insuflan vida a los objetos y contágianles la realidad que por la mañana les es ajena.
Un cráter ha surgido en medio de la ciudad, en el lugar conocido como El Trébol. Se dice que es el origen de la niebla, que en su interior se cuecen las cobayas y se tortura a los enanos rompiéndoles las falanges. Se dice que ambos sirven de combustible a la máquina de niebla que genera el sopor de la noche y se distribuye a través de canales secretos debajo del asfalto, hacia el norte abúlico e hipócrita y hacia el sur repugnante e ignoto, las rejillas lo riegan sobre las calles y gargantas de los autómatas, bajo la fluorescencia de las farolas. Se dice que de la máquina de niebla han partido los gases en busca del club donde debía liquidarse a los súbditos de una secta gótica, se rumora que aviones, voceadores, barrenderos, recolectores de basura caerán víctimas de los gases también. Es un rumor.
Pero el cráter implosiona, su fuerza no resiste. La ciudad continuará estirándose hasta que un día se rompa, persistirá en ella la bastarda concupiscencia de la lluvia, el sol y la noche, y el traqueteo de la máquina hasta que expidan su uso las tuberías picadas de herrumbre y óxido. Ese día retrocederán las cobayas y mil gusanos brincarán en las cuencas donde una vez brillaron las pupilas de un enano. Ese día el sol habrá muerto y quizá, quizá también el agua sobre la ciudad, quizá ese día amaine la lluvia sobre Quito. —
¿Por qué mil cobayas que chillan y se arriesgan en el umbral, echan un vistazo y desaparecen cuando la voz resuena más alta que el secreto? ¿Por qué mueren pisoteadas unas por otras, asfixiadas en su huida, clavadas en un palo que atraviesa sus culos, sus entrañas desgarrando, hasta ir por el hocico, mudo ya, por qué ellas y no leones, fieras, serpientes o el dragón?
La niebla avanza en la ciudad, Sarín y Tabún teñidos de blanco, a cualquier hora y desde cualquier punto, desde los valles que ahorcan el hueco en que la ciudad se pierde, desde las hondonadas cubiertas por cemento y asfalto, desde la colina de San Juan donde se inicia la persecución frenética a las cobayas arracimadas en las calles torcidas y en las avenidas fundidas en lluvia. Hay que decir que la niebla sucede a la nitidez hiperreal de un sol transformador de las cosas en masilla fantástica, juguetes plásticos de apariencia tonta y feliz, y por ello las mañanas transcurren idénticas, salvo el correr de los coches que dibuja amorfas filas al pie de las colinas y alborota los claxons en su ímpetu y torpe guía, longitudinal, lánguidamente. El quemante sol despierta ruido sobre el contorno de los objetos y amenaza con fundir los juguetes del equinoccio; el sol intruso en esta comedia. Luego la lluvia de tarde, la noche siniestra y la niebla, Sarín y Tabún con sus bufandas blancas apostados sobre la válvula de las tuberías, sobre las tes, sobre los codos y las cruces, sobre los desagües que insuflan vida a los objetos y contágianles la realidad que por la mañana les es ajena.
Un cráter ha surgido en medio de la ciudad, en el lugar conocido como El Trébol. Se dice que es el origen de la niebla, que en su interior se cuecen las cobayas y se tortura a los enanos rompiéndoles las falanges. Se dice que ambos sirven de combustible a la máquina de niebla que genera el sopor de la noche y se distribuye a través de canales secretos debajo del asfalto, hacia el norte abúlico e hipócrita y hacia el sur repugnante e ignoto, las rejillas lo riegan sobre las calles y gargantas de los autómatas, bajo la fluorescencia de las farolas. Se dice que de la máquina de niebla han partido los gases en busca del club donde debía liquidarse a los súbditos de una secta gótica, se rumora que aviones, voceadores, barrenderos, recolectores de basura caerán víctimas de los gases también. Es un rumor.
Pero el cráter implosiona, su fuerza no resiste. La ciudad continuará estirándose hasta que un día se rompa, persistirá en ella la bastarda concupiscencia de la lluvia, el sol y la noche, y el traqueteo de la máquina hasta que expidan su uso las tuberías picadas de herrumbre y óxido. Ese día retrocederán las cobayas y mil gusanos brincarán en las cuencas donde una vez brillaron las pupilas de un enano. Ese día el sol habrá muerto y quizá, quizá también el agua sobre la ciudad, quizá ese día amaine la lluvia sobre Quito. —
Monday, May 12, 2008
YO, FRANCO. Del matar
Hemos guardado estos trastos mucho tiempo. Llegó la hora de mostrarlos.
Hay entre nosotros quienes prefieren el acero, otros el garrote, la soga, la pólvora. Yo soy partidario del cuchillo.
Los procedimientos son rápidos. Precepto nuestro es la limpieza. Precisión y limpieza, no ensañarse con la carne. La carne devuelve al desatino, la carne pervierte. Lo nuestro es orden, precisión y limpieza.
Alguno de ustedes dirá: serán los pederastas, los asesinos, los implacables, las putas. Pero no. No lo son.
Constituirían blanco demasiado fácil, demasiado previsible y aburrido. Evitar estos lugares fue razón primigenia. Liquidar la piedad.
Son los ordinarios, los necios, los torpes. Son los cobardes, los embusteros, los traidores. Son los bienintencionados, los bufones, los serviles. Son los toscos y los indecisos, los hipócritas, el falso amigo, el embaucador y el vanidoso, es la monja, el pastor de almas, la pacata. Son el envidioso y el majadero, el ladrón y el viejo lúbrico. Es la flor provinciana y el aventurero, el atarantado y el adolescente, el pedante y el avaro, el pontificador y la ramera.
El Más antiguo o su delegado da esquinazo en descampado y a oscuras. Uno de los justicieros, su alma menoscabada por el pecado de la víctima, obra haciendo uso del instrumento a su dominio. Es uno odioso de la avaricia hábil con la daga quien se encarga de sangrar al marrano, tibia, escueta, lacónicamente. El marrano es escogido al azar.
Alguno entre nosotros lleva el récord. Cincuenta y cuatro desde que se inició la Sociedad. Yo, Franco, cuento doce. Mato por hipocresía y vengo por la verdad.
Hay algunos desaforados en nuestro club, los que convocan con desespero al asesinato. Hacen bien. Nada como la sangre, nada como el fuego.
Vengan entonces los ordinarios, vengan los necios, los torpes. Vengan los que aman ciegamente a una mujer o a la patria, vengan ellos, mi especialidad es el cuchillo. La Sociedad limpia la sociedad, el Más antiguo dispone ocuparnos hoy de un bienintencionado, de un ingenuo. El mundo suprima la ingenuidad.
Se desangra al pie de la escalera. Observo sus rasgados ojos verdes de anfibio, su majestad. Aumenta el caudal, es un hecho.
Venga el Ministro, venga el consejero, venga el oidor. Vengan, la redada espera.
En la puerta, sobre el tablón, las letras negras rezan: “La Sociedad Thánatos”. La muerte lenta.
Incito. —
Saturday, May 03, 2008
YO, FRANCO. Vigentes refutaciones al aseo del domingo
Ya los oigo: marrano, cochino, puerco, ¡guarro!, los españoles. Ya los refuto: embusteros, el domingo, día de culto es, como se sabe desde el principio, jornada de suicidas y de tristeza. Los lunes podrán acudir presurosos a la fragua pero el miércoles ya no sabrán si ser pecado carnal o borrachera aunque se hayan lavado con matinal rigor la entrepierna, los pies, las axilas, el guargüero, pastilla de jabón y enjuagues germánicos mediante, raya en medio o a un costado, ropa de calle almidonada y compaginada, esencia de París o New York. El sábado lo reservarán al ocio, la sala de cine, los centros comerciales, el circo, la variedad, la penumbra de la libido y de la borrachera, baño de apenas un par de minutos a las once o a las diez de la mañana, el resto oficios desganados e inciertos: poca compostura en el vestir, poco afán en el perfume y poco atildamiento en la toilette en general. La máscara de urbanus perdurará hasta ese día, el sábado, gastada e inconsistente, disfraz requerido por el trajín y los pálpitos perturbadores del deseo. Pero el domingo, ¿tendrá razón de ser enjuague alguno? Si el verdadero desenlace de la vida ocurre entre cuatro paredes, en el domicilio y la habitación, si el domingo es día de concentración exclusiva en esta guerra: ¿para qué bañarse?
Acicalarse tampoco: el domingo somos los que somos o así debiera. Si el baño diario es cosa nueva —no quieran persuadir al prójimo de que nacieron limpios, el eufemismo de la limpieza consuetudinaria no tendrá más de treinta años. Antes fueron más consecuentes los vecinos, más friolentos ante el aire del páramo, más pobres también, hecho que demuestra la excepcional existencia de baños calientes, establecimientos públicos abiertos pocos días a la semana que brindaban servicio de agua caliente por luz solar u horno de carbón, y permitían enjuague semanal al tendero y al talabartero—, si el aseo diario es reciente, el baño dominguero lo es más aún, cosa infrecuente, herética y procaz.
¿Cuál será la diferencia en nuestras consecuciones si incurrimos en el baño del domingo? No más que nos consideren falaces cuando todas las necesidades de la convivencia humana expidieron ya, y no tenemos más que vernos con el fuego interno, verdadera razón de la existencia. Bañarse los domingos es cosa de almas demoníacas, derrochadoras e insólitas, almas que se resisten a la verdad de la vida y su vaivén, almas que no aprecian el sabor del ocio y la vagancia. Si no, pregúntenle a Joyce que bien sabía de estas cosas. ¿O acaso desconocen que Joyce, el gran Joyce, no se bañaba nunca? Buena falta le hacía, tan preocupado iba con Leopold y Molly y Stephen Dedalus y la odisea inmunda del ser. No iban a persuadirlo con perfumitos y paños tibios. Un buen ataque a sobaco dominguero: ¡eso es principio de una gran literatura!
El resto que aguarde sobre el andén, de amarillo y bombín, bigotito a lo Dalí, sombrilla mojigata y pañuelo bordado de dama. Pobres domingueros, almas pobres, almas de tontos y enmascarados mortales.
Yo, hiedo. —
Acicalarse tampoco: el domingo somos los que somos o así debiera. Si el baño diario es cosa nueva —no quieran persuadir al prójimo de que nacieron limpios, el eufemismo de la limpieza consuetudinaria no tendrá más de treinta años. Antes fueron más consecuentes los vecinos, más friolentos ante el aire del páramo, más pobres también, hecho que demuestra la excepcional existencia de baños calientes, establecimientos públicos abiertos pocos días a la semana que brindaban servicio de agua caliente por luz solar u horno de carbón, y permitían enjuague semanal al tendero y al talabartero—, si el aseo diario es reciente, el baño dominguero lo es más aún, cosa infrecuente, herética y procaz.
¿Cuál será la diferencia en nuestras consecuciones si incurrimos en el baño del domingo? No más que nos consideren falaces cuando todas las necesidades de la convivencia humana expidieron ya, y no tenemos más que vernos con el fuego interno, verdadera razón de la existencia. Bañarse los domingos es cosa de almas demoníacas, derrochadoras e insólitas, almas que se resisten a la verdad de la vida y su vaivén, almas que no aprecian el sabor del ocio y la vagancia. Si no, pregúntenle a Joyce que bien sabía de estas cosas. ¿O acaso desconocen que Joyce, el gran Joyce, no se bañaba nunca? Buena falta le hacía, tan preocupado iba con Leopold y Molly y Stephen Dedalus y la odisea inmunda del ser. No iban a persuadirlo con perfumitos y paños tibios. Un buen ataque a sobaco dominguero: ¡eso es principio de una gran literatura!
El resto que aguarde sobre el andén, de amarillo y bombín, bigotito a lo Dalí, sombrilla mojigata y pañuelo bordado de dama. Pobres domingueros, almas pobres, almas de tontos y enmascarados mortales.
Yo, hiedo. —
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