Monday, June 30, 2008
YO, FRANCO. Striptease
1 Me cuentas que hoy en día ninguna se rehúsa a inflarse las tetas. Me cuentas hoy.
2 Me has dicho —en confidencia, no importa— que el color que se prefiere es el blanco.
3 Me habías contado que las faldas que desataron el estado actual de las cosas habían sido confeccionadas con una mezcla de algodón flexible y lycra que se embutían por la cabeza, como un suéter apretado, me habías contado que las medias de nylon brillaban y en su conjunto las caderas resultaban ahorcadas por el algodón y el nylon, obscena, impúdicamente.
4 Me dijiste que eso ocurrió hace quince años, quizá más, y que a partir de ello las mujeres se pusieron más bonitas, que los pantalones de lycra y las blusas transparentes se volvieron hábito en las calles de la misma manera que los tatuajes y las perforaciones en el ombligo, me dijiste que las blusas se recortaron hasta el borde de los senos para emancipar el abdomen, que los pantalones se encogieron y las sinuosidades encontraron su razón de ser. Me dijiste, creo que me lo dijiste.
5 Me contaron que dijiste que el punto de quiebre fueron los pantalones de color blanco —unos ocho años han pasado— transparentados y dispuestos a invadir la imaginación de la carne, que los pantalones se diluyeron y dejaron respirar las braguitas negras de tiras largas, estiradas sobre las caderas, me contaron que dijiste que.
6 Escucho haber dicho que me contaste que el blanco fue el punto más alto, que después del blanco las mujeres perdieron el pudor y su cuerpo comenzó a andar solo, que la era del recato expidió y fue inaugurada la sociedad del desacato y el desafuero. Recuerdo que remití lo que me contaste, que hoy en día un hombre puede matar en nombre de una joven en equilibrio sobre su par de tacones rojos de plataforma, transparentes, sintéticos, aquellos que marcan la curvatura del culo hasta el desquiciamiento de los ojos. Me recuerdo diciéndolo a alguien pero no recuerdo a quien.
7 Es que quizá dijimos —nos pusimos de acuerdo— que a medida que la carne va ganando la partida, los espectadores de privilegio, esto es, los escritores, más se acobardan y se refugian en la intimidad de la biblioteca o, como has dicho tú (creo que has sido tú), en la literatosis, esto es, el pánico de los sentidos, de los olores, de los sabores, de la carne. Escritores de esos han visto pero no han querido ver este striptease urbano, el descubrimiento de la desembozada lengua de la provocación. No han querido ver ellos porque están muy ocupados en desentrañar el sexo de los ángeles o las pistas de la literatura dentro de la literatura, no han querido, no han podido, pienso haberte dicho, nos dijimos. Recuerdo estas palabras, fatigado, mientras dejo reposar el lápiz sobre el vidrio del escritorio y me aplico un involuntario masaje sobre la masa protuberante de los ojos cuando están cerrados. Me pongo de nuevo las gafas y abro la puerta. En la plaza el sonido comienza a ascender cual zumbido de un enjambre. Despierta la noche, los tacones, las puntas de acero, la silicona sin discrimen. Creo habértelo dicho. Podría jurarlo que lo hice. —
Thursday, June 26, 2008
Monday, June 23, 2008
YO, FRANCO. Terceras personas duermen en mí
Aprisa, desciende por la acera de la avenida. Avanza unos metros, la mirada a un lado, la mirada al otro, camina unos pasos, el nervio en la espalda, en las piernas, en las palmas, acosa la esquina, el cabello arreglado apenas, la cabeza puntiaguda, la nariz muy ancha, la frente brillante, amplia, demasiado amplia.
Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.
Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.
Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.
Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.
Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.
Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.
* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.
Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.
Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.
Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.
Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.
Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.
Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.
* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.
Saturday, June 21, 2008
Friday, June 20, 2008
Thursday, June 19, 2008
Friday, June 13, 2008
La marca
Afeita cuidadosamente su labio superior la maquinilla negra de hojas con que rasparé mis mejillas, imitándolo cada vez que ladeo mi rostro en el espejo, o cuando me cubro las orejas con las manos abiertas porque sé que él retorna a casa, que sus pasos despiertan en la madera de los escalones una vibración inconfundible, que escucho el chasquido de la lengua y la saliva, el ceceo, sus tics. Afeita cuidadosamente su labio alfombrado de pelos duros y entrecanos, me detengo, rasgo una coma, coma, la sangre mana, negra y roja. Sacude la maquinilla y sobre el lavabo las marcas blancas, rojas, negras restallan. La marca es vertical, carnosa, algo más blanca que la monótona pintura de la cara, la incisión fue de apenas unos dos milímetros, luego vino la sangre. Del vaho emergió la silueta de terciopelo, el vaivén de pelillo esponjoso, azul y negro, desarmándose en la escalera plano por plano, línea por línea hasta la comprensión del movimiento, hasta la descomposición del color en sus factores básicos. Dos líneas verticales palpitan con nervio: el animal reposa sobre la caja de trigo, ausente, solo el cuerpo traquetea como una máquina de vapor ajena al reflejo de la pupila. El hombre, el niño, acarrea en su mano el aro y el palito para equilibrar el juego sobre las calles polvorientas del barrio de San Juan, e ingresa, pobre como es, con los mocos secos manchando el labio superior, dos líneas blancas secas de tierra, con las rodillas desportilladas que lame cuando mamá carga el canasto de pan en la espalda y se lo lleva a vender por las esquinas, con el pantalón corto de género basto y gris, con el blusón de arpillera manchado de tierra y fruta, con su pobreza en las uñas rotas a causa de los furtivos mordiscos en el altillo de la casa de adobe, con la certidumbre del accidente el niño trasciende esa puerta, dos planchas arrastradas por la corriente desde el eucalipto de las colinas hasta la acequia de los regadíos en el ejido, penetra en el lugar y pega la nariz al mostrador. Cuando arriba las voces se disipan, mete la mano al bolsillo, toca los tres reales y aprieta el níquel voluptuosamente, acariciándolo: al salir de la tienda meterá los dedos en su boca. En lo más alto, sobre la vitrina y la caja de trigo, el animal cabecea de sueño, vencido por la tarde caliente que acosa al comercio, a los comensales, al barrio. Saca la mano del bolsillo y, dispuesto a pagar, la extiende con las monedas en su cuenco. Pero el brazo es corto y el movimiento inútil, y las monedas van a golpear el piso con su tintineo salvaje. Se lanza el animal desde lo alto y va a parar en su cara, maullando, herido, implacable. El tigre que duerme en él no perdona el movimiento y desgarra; el niño no grita, son las señoras, la dueña, la niña de pecho, él se quita el gato de encima aferrándose a la vida, con una dignidad que no se irá, aprendida ese día, aunque también herido. La grieta sangra pero la dueña rompe ya el huevo, extrae la telilla y la coloca con cuidado entre mocos, tierra, sangre y los desgarros. El vapor se disipa y el rostro dibuja su contorno hasta encontrar su forma entera. Toma la toalla, la aprieta, coagula la sangre. Dos líneas refulgentes, verticales en el fondo. Ladeo el rostro y observo mis labios sin marcas. Coloco la maquinilla negra sobre el mármol. Está húmeda y vieja, oxidada, atascada por los pelos del padre y el hijo. —
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