Friday, June 13, 2008

La marca


Afeita cuidadosamente su labio superior la maquinilla negra de hojas con que rasparé mis mejillas, imitándolo cada vez que ladeo mi rostro en el espejo, o cuando me cubro las orejas con las manos abiertas porque sé que él retorna a casa, que sus pasos despiertan en la madera de los escalones una vibración inconfundible, que escucho el chasquido de la lengua y la saliva, el ceceo, sus tics. Afeita cuidadosamente su labio alfombrado de pelos duros y entrecanos, me detengo, rasgo una coma, coma, la sangre mana, negra y roja. Sacude la maquinilla y sobre el lavabo las marcas blancas, rojas, negras restallan. La marca es vertical, carnosa, algo más blanca que la monótona pintura de la cara, la incisión fue de apenas unos dos milímetros, luego vino la sangre. Del vaho emergió la silueta de terciopelo, el vaivén de pelillo esponjoso, azul y negro, desarmándose en la escalera plano por plano, línea por línea hasta la comprensión del movimiento, hasta la descomposición del color en sus factores básicos. Dos líneas verticales palpitan con nervio: el animal reposa sobre la caja de trigo, ausente, solo el cuerpo traquetea como una máquina de vapor ajena al reflejo de la pupila. El hombre, el niño, acarrea en su mano el aro y el palito para equilibrar el juego sobre las calles polvorientas del barrio de San Juan, e ingresa, pobre como es, con los mocos secos manchando el labio superior, dos líneas blancas secas de tierra, con las rodillas desportilladas que lame cuando mamá carga el canasto de pan en la espalda y se lo lleva a vender por las esquinas, con el pantalón corto de género basto y gris, con el blusón de arpillera manchado de tierra y fruta, con su pobreza en las uñas rotas a causa de los furtivos mordiscos en el altillo de la casa de adobe, con la certidumbre del accidente el niño trasciende esa puerta, dos planchas arrastradas por la corriente desde el eucalipto de las colinas hasta la acequia de los regadíos en el ejido, penetra en el lugar y pega la nariz al mostrador. Cuando arriba las voces se disipan, mete la mano al bolsillo, toca los tres reales y aprieta el níquel voluptuosamente, acariciándolo: al salir de la tienda meterá los dedos en su boca. En lo más alto, sobre la vitrina y la caja de trigo, el animal cabecea de sueño, vencido por la tarde caliente que acosa al comercio, a los comensales, al barrio. Saca la mano del bolsillo y, dispuesto a pagar, la extiende con las monedas en su cuenco. Pero el brazo es corto y el movimiento inútil, y las monedas van a golpear el piso con su tintineo salvaje. Se lanza el animal desde lo alto y va a parar en su cara, maullando, herido, implacable. El tigre que duerme en él no perdona el movimiento y desgarra; el niño no grita, son las señoras, la dueña, la niña de pecho, él se quita el gato de encima aferrándose a la vida, con una dignidad que no se irá, aprendida ese día, aunque también herido. La grieta sangra pero la dueña rompe ya el huevo, extrae la telilla y la coloca con cuidado entre mocos, tierra, sangre y los desgarros. El vapor se disipa y el rostro dibuja su contorno hasta encontrar su forma entera. Toma la toalla, la aprieta, coagula la sangre. Dos líneas refulgentes, verticales en el fondo. Ladeo el rostro y observo mis labios sin marcas. Coloco la maquinilla negra sobre el mármol. Está húmeda y vieja, oxidada, atascada por los pelos del padre y el hijo. —

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