Monday, June 23, 2008

YO, FRANCO. Terceras personas duermen en mí

Aprisa, desciende por la acera de la avenida. Avanza unos metros, la mirada a un lado, la mirada al otro, camina unos pasos, el nervio en la espalda, en las piernas, en las palmas, acosa la esquina, el cabello arreglado apenas, la cabeza puntiaguda, la nariz muy ancha, la frente brillante, amplia, demasiado amplia.

Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.

Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.

Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.

Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.

Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.

Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.


* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.

1 comment:

Anonymous said...

Amigo, todos subimos la misma cuesta.