Feria Internacional del Libro de Venezuela 2008
Dígase, para justificar la primera persona, que solo tenía ganas de salir de casa, patear calles y trotar mundo. Recuérdese además, a la hora de zanjar las cuentas, que el Ecuador es un paisito de capillas literarias, de favores pequeños y prolongada cobranza, que su república de las letras oscila entre la burocracia, el exilio y la inercia. Téngase esto en mente a la hora de asestar un porrazo al crítico.
Liemos el grupo para montar la escena: los novelistas Javier Vásconez y Juan Pablo Castro, el editor Yanko Molina y el ensayista Estrella, pálidos, sendas las chaquetas e imaginarias las corbatas, abandonan Quito con destino Caracas. Desde el principio no albergan mayor esperanza: van a la Feria del Libro de Venezuela en plena era del Coronel Chávez. Se dice que el Ecuador es el primer país convidado a la feria, que la invitación se extiende a setenta artistas, que los escritores Adoum y Donoso Pareja serán honrados. Se dice. Desde las páginas de una revista, Adoum ha interpuesto sus palabras para agradecer y plañir con cursilería el honor que le cabe por haberse tomado su nombre para bautizar uno de los pabellones de la Feria y hacer fila junto a los conspicuos nombres de, ay, Manuelita Sáenz y el Libertador Bolívar. Adoum, el patriota.
Decía que partimos sin más esperanza que revisar títulos y conocer a uno que otro colega, un mexicano aquí, un centroamericano allá, novelistas, poetas, venezolanos, dramaturgos. Decía que el escepticismo nacía aquí, en el Ecuador, donde las notificaciones, los cronogramas, el programa de conferencias llegaban tarde y nada quedaba en claro. ¿Una página web, un plan de viaje, un itinerario? ¿Para qué? Basta una tabla de conferencias que se anticipan, por decir lo menos, grises. Y Chávez. Y el terrorismo mediático. Y la mesa del nuevo socialismo. Y las mujeres en la literatura, el sesgo correctamente político que abruma. Y los recitales. Y el carrusel poético. Y algunos malentendidos en el camino de Caracas. Y el irrespeto.
Pero habíamos aceptado salir y a algo debíamos dedicarnos. A patear calles y trotar mundo. A conocer un poeta aquí, un novelista allá, según la suerte echase las cartas. A descubrir que en Venezuela los verdes de un dólar se cambian oficialmente a 2.50 bolívares, y a 3, 3.50 y hasta 4 en el mercado negro. Así es que henos aquí los del cuento, Vásconez, Castro, Molina y el que raya, sentados a horcajadas en taburetes de la trastienda de una pastelería cuasi italiana, transando el cambio de uno por cuatro, mejor no es posible, ahí los que cierran el trato con vasos de café humeante sobre la mesa —la temperatura en Caracas es de 30 y 35 grados—, ahí nosotros en el papel de mafiosos de pastelería. De manera que casi habíamos olvidado nuestro objetivo pues la cosa pintaba cariz de acción, calle y mundanidad, aquello que a los novelistas excita y a los críticos estimula en grado extremo. Aparentemente Caracas iba a resultarnos hermana.
En el vestíbulo del hotel —un gigante gris expropiado por Chávez a la cadena Hilton—, el Alba Caracas, pululan los ecuatorianos, la “delegación”. Es cosa de invocar y pedir: si usted desea un poeta, tenga aquí un poeta, si un novelista, he aquí un novelista, si un teatrero, venga por un teatrero. ¿Percusionistas, actores, arlequines? ¿Matadores de toros? Todos caben en esta fiesta: no podría esperarse cosa distinta a que el gobierno hermano del Ecuador se solidarice con el de Venezuela y colme las habitaciones del Alba (trasunto de Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, el proyecto de integración alternativo al ALCA propugnado por Chávez), que cubra sus pasillos, ascensores, vestíbulos con la crème ecuatoriana. De hecho, nunca antes en el Ecuador había visto yo tanta intelligentia reunida, todo gracias al gobierno bolivariano de Venezuela y a su proyecto de república populista. ¡Unir nada más y nada menos que a moros y cristianos andinos en feliz procesión hacia la nada, los brazos enlazados y la frente altiva! Y todo gracias a los pasajes estatales, a las habitaciones estatales, a las blancas sábanas estatales, a la suculenta comida de un hotel del Estado.
(A propósito de comida: los cocineros chavistas terminan por ofrecer una lección de fordismo y producción en serie a los buenosparanada de la cadena Hilton. Si la comida es aceptable y sirve para nutrir a los cerebros ecuatorianos es porque hay un sustrato básico que elimina diferencias entre la entrada, el plato fuerte y los postres, de tal manera que al segundo día ya no se distingue si el postre es la entrada, el plato fuerte la bebida o la entrada el pan: todo se remite a una raíz común combinada en las secretas ollas del Alba. Aceptable es sinónimo de deseable y deseable es sinónimo de popular en la cocina de los países socialistas. ¿Para qué más? ¿Para qué, si da con el combustible que alimentará los huesos y músculos de los artistas de la nación convidada? Ahí radica la diferencia ética entre Paris Hilton y su cadena de hoteluchos y el bien faire del Coronel Chávez, en ello se oculta la esencia del bienestar para todos versus el privilegio de pocos).
Bien alimentados, echamos un vistazo a la feria. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, reza la voz de una presentadora de circo. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, repite a voz en cuello, y ya comienzo a perder la paciencia. El lugar elegido es el parque de Los Caobos, situado a unos pasos del hotel en que nos quedamos. Para no descuidarlo, empecemos por el hígado: extraviados en el mundo contemporáneo, a la deriva en el parque, Vásconez y yo nos declaramos ajenos al manoseo del arte como un espectáculo de masas, consumo y variedad: Claudio Magris y un bello libro, Ithaca y más allá, por ejemplo, comparte cartel con sombreros de paja, caldo de lagarto, té helado de un dólar y unas abominables sudaderas de Guevara, el doctor Castro y Karl; los estantes, dispuestos en el largo corredor de dióxido de carbono de los que practican trote matinal, lucen precarios, desordenados, exiguos. Afinando la búsqueda, la decepción final: ediciones antiguas, tomos baratos subvencionados por el milagro socialista de Venezuela, escasas novedades, grandes editoriales en lengua española ausentes casi por completo. Fuera de la feria, un librero chavista de las Librerías del Sur —misión ideada por el gobierno bolivariano para difundir la cultura entre el pueblo llano a través de la expropiación de librerías privadas— me contará que algunas editoriales extranjeras pensaban usar el espacio de la feria para montar un show y acusar al régimen de colocar óbices a la circulación y distribución de los libros. “No podía permitirse y por eso quedaron fuera”, dirá, y yo cerraré el pico para que él siga soltando el suyo. Me entero, por ejemplo, que el régimen paga los derechos de ciertas obras a las editoriales y a los autores con el objetivo de publicar títulos subvencionados. Es el caso de El vano ayer, de Isaac Rosa, penúltimo premio Rómulo Gallegos, que compramos a poco más de un dólar, volumen que en el Ecuador viene a costar algo más de veinte en su edición de Seix Barral. Como andamos bajo sospecha, los cuatro del grupo nos dedicamos a juntar las piezas: el régimen bolivariano practica una competencia desleal aparejada de estrategias como la expropiación y el espanto a las editoriales internacionales, principalmente españolas. El resultado: ausencia casi total en la feria de títulos de Tusquets, Anagrama, Santillana-Alfaguara, Océano, casas que se la pensaron muy bien antes de acudir y terminaron por no hacerlo o enviar los huesos. Vásconez y yo nos miramos. ¿Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela?
* * *
Revelada la pobreza del evento, la noche del primer día acudimos a escuchar la exposición de Vásconez quien se llegó a Caracas con la conferencia La novela como naturaleza muerta. Vásconez viste una chaqueta nueva color azzurra, camisa blanca y corbata de puntos. Bajo el toldo, discurrimos sobre ecología, naturaleza, imaginación y el arte de novelar. Esa noche asisten José Sánchez Lecuna y su esposa Ana María Velázquez, dos venezolanos amigos de Vásconez. Sánchez Lecuna, un hombre pacífico y tierno, ha hecho su carrera en Francia, se especializa en literatura francesa y vivió algún tiempo en el Japón cuando niño. Resulta, de hecho, un ser tan extraño en Venezuela como un argonauta europeo atrapado en un cyber tropical. En un momento de la ronda de preguntas, Vásconez recuerda a Conrad y su “Horror, horror”, del Corazón de las Tinieblas. Mientras habla, observo a Martin Sheen emergiendo de las entrañas del terror embadurnado de grasa y verde vegetal, pero me expulsa del ensueño la nueva gracia de la masa: una orquesta comienza a tocar en el lote contiguo al parque interrumpiendo la audición. La cultura de masas, el deporte de la cultura, la homogenización. El horror.
Otros seis días se suceden en el marco de la Feria, el Alba Caracas y Venezuela. Las mesas de conferencia inician tarde, mal o nunca, los conferencistas hablan de aquello que no saben, se instalan con un tema que los sorprende minutos antes de montarse al potro, apelan al populismo tan rentable en estas tierras. Que Manuela Sáenz no es la amante de Bolívar, que se trata de una heroína por cuenta propia, armada por el mismísimo San Martín. Que es cuestionable hablar de literatura ecuatoriana del siglo XXI por premura e inconsistencia de concepto, que es mejor hacer una retrospectiva del último siglo XX y declarar muerta a la nueva generación: al fin y al cabo, ¿a quién le interesa si ya Adoum ha expresado su pesar por la falta de compromiso de esos paletos? Que las mujeres leen a los hombres dice una matrona, no así los varones a las mujeres quienes prefieren a los machos de su género, Hemingway, Faulkner, Miller, en lugar de practicar la calceta con las escritoras del género femenino. En todas las mesas hay quienes aplauden. En todas las mesas alguien reclama no haber sido tomado en cuenta, “yo también escribo sobre esto y estotro” se emperra. En todas las mesas las moscas caraqueñas zumban sobre la frente de los ecuatorianos muertos de sueño frente a las iluminaciones de otros ecuatorianos. Como es costumbre, todo queda entre nosotros. Bajo un velo de silencio.
* * *
La generosidad de Vásconez no conoce límites: día tras día intenta conseguirme una mesa para que lea las cuartillas que he llevado a Venezuela. Se lo agradezco, en persona y por escrito ahora. Pero lo que mi amigo parece haber perdido de vista por un instante es que nos dirigimos lentamente hacia la nada. Ex nihilo nihil fit.
Mientras tanto, el mismo Vásconez, J. P. Castro, Yanko y yo nos dedicamos a pasar por la piedra al universo y a platicar de literatura en los bares, restaurantes, salones y vestíbulos del hotel. Aguzando el oído, una mañana escuchamos la interpretación de un argentino afiebrado que intenta apuntalar la hipótesis de que la caída de las Torres Gemelas es una farsa maquinada por los americanos para encender la mecha de la guerra. Cientos de pequeñas bombas y explosivos se han instalado en cada piso del World Trade Center para colapsarlo como un edificio viejo. Una película de mala factura se ha rodado para consumar la comedia universal. El argentino es locuaz y exhibe ojos de fanático. Nos brinda tela que cortar para el resto de la tarde. Si la guerra no ha tenido lugar, como deliró ya un francés, la caída de las Torres tampoco es real. Nada es real. La guerra no es real. Bush no lo es. Ni el socialismo. Ni Caracas. Ni el argentino. Ni tú.
* * *
¿Algo puede ser internacional por el mero hecho de reunir un ecuatoriano aquí, un argentino loco allá, un venezolano desesperado, un cubano con ojos de Goebbels que se ha, literalmente, colado en nuestra mesa para darnos lecciones de revolución y liderazgo?, me pregunto mientras doy vueltas en la cama y el ruido de los coches toma mi habitación por las paredes y ventanas. ¿Puede llamarse internacional un pegoste hecho al apuro para promocionar a un régimen? ¿Qué es lo internacional si no una forma de ver las cosas, una actitud, un diálogo, el flujo libre de las ideas, no una mancha diluyéndose en la frontera?
* * *
Extraño a mi mujer, extraño a mi hijo.
* * *
A la hora del almuerzo en el Alba veo a Jorge Enrique Adoum sentarse a la mesa con un cigarrillo negro encendido y comenzar el rito. Se lo ve disminuido, opacado, abatido casi, un hombre que mastica, bebe un sorbo de agua, da una chupada al cigarro y mastica otra vez. Lo han tratado mal, peor, y él lo sabe, pero declara a la prensa que Venezuela vive un buen momento político. Ninguna atención, ningún servicio, ningún protocolo han prodigado al Patriota. Solo una arenga del Ministro de Cultura de Venezuela, que nos perdimos pero nos cuentan, una medallita y ya está. Los incondicionales contentos, la revolución y la cultura revolucionaria. Una mordida a un pan reseco, un sorbo, otra calada. Masticar.
A Donoso Pareja lo veo de lejos una tarde en el vestíbulo del hotel; la mata plateada, ciertamente gallarda, la cabeza ladeada, la mirada intensa. Quien empujaba su silla lo ha dejado por un momento, instante que Donoso aprovecha para descansar del viaje. Después no lo vuelvo a ver. Permanecerá en la habitación, supongo, en compañía de su esposa o de un asistente. Encarcelado en una habitación de hotel.
Caracas se desdibuja. No es, o no lo parece, la metrópoli mundana que esperábamos. Lo de más riesgo ha sido cambiar dólares en la pastelería. Pero ya estamos empachados de café y de intentar hacernos entender. De hecho, algo sucede con los venezolanos, es como si no se enterasen, como si hablasen un idioma de tronco común con el nuestro, pero ajeno en el fondo. Dentro de la habitación las cosas tampoco mejoran: en la televisión Chávez habla, grita, chilla, convoca a las masas, a la multitud. Elecciones de no sé qué. Muros pintarrajeados, camisetas rojas, brigadas femeninas, activismo. Apago el aparato e intento dormir, pero el murmullo de la calle no cesa. Lo enciendo otra vez: más Chávez, todo es Chávez. Más chillidos. Más verborrea. Más sermones. Zappeo. La televisión por cable del hotel debe ser la más aburrida del planeta Tierra. La revolución, el socialismo son castos, verticales, impolutos. El lugar más procaz que hallamos en Caracas es el Museo de Arte Contemporáneo. De no ser por el Museo, Caracas hubiese sido una fábrica de pacata militancia y algo más apenas.
Ahora sé también que el Ecuador no es el primer país invitado, que no voy a trotar calles ni buscar mundo, y que no voy a leer jamás mis cuartillas ni vencer el tedio. Al fin y al cabo a mí no me gusta trotar mundo ni viajar a ninguna parte. Al fin y al cabo no sé en qué escala del deshonor puede ser medido el hecho de que hubiese aceptado venir, volar en una aerolínea dudosa, ser recibido por fantasmas al punto de que nunca se nos da la bienvenida, un mimo, una patada en el culo a la hora de irnos, al punto de que no se nos entrega un programa de mano, una volante, una ruta de peligros de la ciudad, que jamás supimos ni sabremos quién es el director del evento, cómo viste ni si es fiel. Pero, y esto es una moraleja, hemos reído incontables horas con el novelista Castro y nos hemos relatado nuestras vidas. Al fin y al cabo la amistad se labra en cualquier parte, en la desgracia y mucho más, lo sé ahora, en el tedio. La amistad ha de servirnos como tabla de salvación en el mar del tedio. Por eso hablamos y hablamos y hablamos, con Castro, con un Yanko que hace horas extras de sueño y aparece a media mañana en el hall, reluciente y desesperado, y con Javier. Ahora, la feria es una bruma, un borrón sin trascendencia sumergido bajo la lluvia que cae, esporádica, sobre Caracas, algo ante lo que solo cabe la queja, la llamada de atención, el grito. Es el retrato del nuevo socialismo, de cómo las cosas no pueden ni deben ser hechas, en el Ecuador, en Perú, en Mongolia, aunque sabemos, presentimos, que este hacer encierra un contagio. Al menos los convidados, con nuestra carga de inocencia, bobería y humor negro, moros y cristianos enlazados de las manos, nos hemos puesto por primera vez de acuerdo sobre cómo no deben hacerse las cosas. Después vendrán las mentiras y las declaraciones a favor, la burocracia, el exilio, la inercia, pero esa es una historia casa adentro, la historia de nuestras vidas. La Feria ha sido una estupidez, un error, un equívoco. El socialismo —y el capitalismo de masas— es el caos.
En el hotel en el que nos confinan a la vuelta (el vuelo de la aerolínea estatal, Santa Bárbara, se ha cancelado y nos abandonan en un hotel de playa), Juan Pablo toma nota de la actitud de los gallinazos que rodean el lugar como una lúgubre amenaza. “Torva la mirada”, escribe. La verdad, me entra un miedo, un miedo contra el cual no previene la amistad siquiera. Algo que puede contaminarlo todo, algo que nos rebasa, que nos abisma e invade. Algo incrustado en la pupila negra del ave de rapiña.
El horror. Las horas.
El horror. —
No comments:
Post a Comment