Sunday, August 19, 2012

La fiesta inmóvil (inicio)

El verano obedece a una ley: dura tres meses, marca la piel, jamás regresa. El verano arranca en la ventana de un hotel cuyos postigos permiten que el último rayo de luz sortee los visillos, el borde de la mesa, la lámpara, y acaricie la piel en los muslos de la joven después de la ducha. El agua fría ha refrescado los treinta y nueve grados ambiente, ahora ella prepara la valija. De la mesa de noche toma los dos biberones ingleses, regalo del padre para el nieto, y los coloca en el compartimento interior de su bolso junto con un paquete de pañuelos húmedos. Aún desnuda, dobla las toallas del hotel mientras mira al niño dormido en la cuna y presiente el aleteo de una gaviota. El reloj digital anuncia las siete: Adriana se coloca el pijama de dos piezas, un blusón sin mangas con pantaloncillos de gasa, percibe en un punto indefinido entre el corazón y el estómago el temor de cualquier día antes de ir a la cama, el miedo a capturar un sueño reparador que no exceda la hora de partir. Enciende un cigarrillo en el balcón —es el noveno piso, una ciudad sin amor se extiende a sus pies— y escucha el mar que se agita a un par de manzanas, aunque ella sepa que se trata de un extranjero a su nariz educada entre árboles de altura —ciruelos, fresnos, castaños—, ajena por completo a la plenitud del mar. Se trata de una mujer buena, una mujer educada en el amor, una mujer unilateral, es decir, un ser susceptible a la dureza, el engaño y el rencor. Adriana es la mujer que podría repetir una y otra vez, “creo en la familia, soy una mujer de familia”, y apretar la colilla en el borde del alféizar, cerrar los postigos con cuidado y abandonarse en la impostura de una de esas series de televisión que hoy en día todo el mundo ve para sentirse más perspicaz, inteligente y cultivado de lo que en realidad es. Cerrar los ojos —es lo que hace Adriana—, cerrarlos con miedo a quedarse dormida, es un doble sufrimiento a causa del escaso y evasivo sueño y por el avión quizá perdido. Confía en la alarma de su teléfono celular y en su reloj interior que, a pesar de la temperatura de esa noche, nunca ha fallado. Cobija al bebé, hasta el mentón. Se despoja de las mantas moviendo las piernas y deja al descubierto su cuerpo aún joven y por completo deseable.
Oscar coloca el aparato telefónico sobre la mesa de noche con la esperanza de dormir unas horas (...)

1 comment:

Anonymous said...

Bueno, que esa Adriana alce el vuelo, como el deseo, para descubrir donde se posa.