Estas hospederías-teatro estaban situadas en la orilla derecha del Támesis, por entonces totalmente silvestre, a dos pasos del puerto. Y el público estaba mayoritariamente compuesto por marineros y braceros, por taberneros y mujeres de mal vivir. Ser director de un teatro equivalía entonces a ser una mezcla de propietario de prostíbulo y de capo de mafia. Todos los marineros eran, o habían sido recientemente, piratas. Eran los que habían saqueado Cádiz, los que habían degollado a los españoles de la Armada que habían sido arrojados por un temporal a las costas de Irlanda, los que pocos meses antes de cada representación habían perpetrado los más innobles horrores en las colonias españolas de América Central. Magníficos especímenes de aventurero, sin sombra de prejuicios, sin la idea de una educación y que sin atisbo de miedo lanzaban un cuchillo a la más mínima provocación. En 1597, precisamente el año del
Enrique V y del Julio
César, se produjeron en los dos teatros de Londres nueve homicidios por altercados. Casi todas las representaciones eran precedidas por la matanza de una ternera en escena, llevada a cabo por un actor, escena de sangre de la que el público era especialmente voraz. El desenfreno sexual no tenía límites y los acoplamientos se producían en plena platea. Cuando un artista o un drama no gustaba no se contentaban con desaprobar con la voz, sino que se lanzaban a escena carroñas de perros y gatos, ratas muertas (esas grandes ratas del puerto de Londres) o, benévolamente, huevos y fruta podrida.
Los gentileshombres y otras personas de bien frecuentaban los teatros, pero con el mismo espíritu con el que iban al burdel, y siempre acompañados por criados armados. Si de verdad querían escuchar un drama, la reina y los lores hacían que se lo representaran en palacio.
No era tanto teatro de pueblo como de plebe, no tanto de plebe como de mala vida.
No hay que olvidarse de todo esto pues ayudará a justificar y perdonar las intemperancias y los horrores de muchos dramas isabelinos, la grosería de muchas escenas, también de Shakespeare, y las burlas vulgares e insoportables de casi todos los
clowns. La mixtura de lo cómico más brutal con el drama más elevado fue una necesidad económica y social del teatro inglés (y el español) de esos tiempos. Y ha resultado ser una gran paradoja que esta mezcla fuera aceptada por los románticos como canon artístico y que se intentara imponer a los públicos bien educados de Francia y Alemania que ya habían pasado por la civilización del XVII y el XVIII. En Inglaterra, de hecho, donde se lo sabían por una experiencia más larga, esa aventura ni siquiera se intentó; y en cualquier caso, fracasó en todas partes.
Lampedusa sobre Shakespeare
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