Saturday, June 04, 2016

Prince: Un hombre llamado príncipe.

Por Francisco X. Estrella

Hoy estamos tan acostumbrados al olor de la muerte que apenas consultamos los obituarios. Al parecer, algo se nos escapa: los decesos cierran estaciones y, para este caso, las estaciones son nuestras. Las eras se cancelan de ese modo: en la desaparición de las iconografías, la pérdida del trazo original y el escamoteo del cuadro, no en su sonido, rumor y murmullo. Permanecen los vestigios de la pintura antigua que ya no es compañía y reflejo, conciencia, y ahora, por el contrario, hablamos de arqueología, museo, fantasmas. De melancolía: nostalgia de lo no vivido. Eso es, por ejemplo, la paleta pastel de las alucinaciones del Sgt. Pepper’s o el Submarino Amarillo de los Beatles, con su hilera de tubos psicodélicos para colorear las páginas de revistas, avisos publicitarios, prendas de vestir —la minifalda, el pantalón de campana—, todos vestigios de esa época, los sesenta. La pigmentación se diluye y con ella la época y sus espejos. El sonido, ni presencia ni azogue, se encumbra sobre las eras, siempre joven, liviano, como el ave de la historia.
                  Prince guardó en una cápsula la parte más sustanciosa de esos años, la década de 1980, pero fue su antítesis. En la percepción de sus protagonistas, que no se suman únicamente en el censo de las luminarias y aparecen en otro flanco, la platea de espectadores, esos no fueron los años más osados ni los más fecundos artísticamente. La pátina del tiempo quiere hacernos ver que su esplendor residió en una estética conformista y edulcorada, en el becerro de oro de la opulencia y los sueños pintados de fuente de soda a la americana o en los tonos más sombríos de la noche neoyorquina y el club inglés. Pero la década de 1980 estuvo atravesada por una suerte de prolongación inaudita del calor de la infancia y el regocijo de las tardes de primera juventud. Eso fueron las tonadas de OMD y los resplandecientes bosques de Yaz, es lo que resguardaron los Missing Persons y Animotion o Love & Rockets. En todos ellos había un gusto por la vida tan lozano como las mejillas de una adolescente amamantada con los mejores lácteos de vacas alimentadas en los mejores pastos americanos. Todo parecía tan irreal y postizo como los vídeos que esa generación se esforzaría en definir como la narración de la vida en un suspiro de tres minutos. Los ochenta rebosaban confianza, falsa candidez, vitalidad de generaciones bien nutridas después de la Gran Depresión y la posguerra, conjura de cualquier desvío de muerte. Se respiraba el aire más puro en la atmósfera más transparente y aun la lluvia parecía muy bien producida en el patio trasero de un plató de Pacific Palisades, el potrero de Hollywood.
La paleta, para el caso, era elemental: la luz de los amarillos, cegadora, jugaba al esplendor del blanco y en su auxilio concurrían los pasteles más pálidos, rosas, azul cielo, verdes amables e inocuos. Se ha dado en defender esta idea de los 1980 como una marinera correspondiente a toneladas y toneladas bien resguardadas en Fort Knox, la reserva americana, un fortín que protegiera eternamente a niños y adolescentes desprovistos de las miserias de los países de lo que en ese tiempo se denominaba el Tercer Mundo y de los extravíos esotéricos del Segundo. La opulencia era el futuro y la línea del horizonte era tan diáfana que el cielo se convertía en mar, el mar en arena y la arena en tierra firme sin apenas solución de continuidad. Los cabellos limpios bien cortados, en escalones y capas, rubios, castaños, color de madera del Middle West eran agitados por el viento de un siempre bien avenido verano, un otoño sin congoja, un invierno sin ventisca, la primavera eterna. Si envasamos esos elementos y su ambientación correspondiente tendremos un vídeo clip y esa breve cinta podría ser la plástica de los años de Ronald Reagan.        
Un mundo así de compuesto, así de protegido por sus cuatro costados debía tener sus centinelas épicos. Poco pudo hacer el cine en esta atmósfera, se trataba de medio demasiado inquieto para cuidar del jardín de las delicias de los 1980: las cintas duran mucho y en metraje así de abundante cabe una tragedia. Los centinelas por excelencia de esa era fueron la música pop y el vídeo clip en clave MTV. Ni el teatro ni los libros ni el arte plástico hicieron mucho para preservar el celofán de una estación que era dichosa en liberarlo todo, hasta las mercancías, completamente libres en la máquina de empaque al vacío para intercambiarse por su propia voluntad. Los libros, demasiado inconformes para contemplar superficies, la pintura, demasiado catastrofista para tolerar perfecciones, no podían hacer de celestinas del más bruñido conformismo experimentado en décadas de pax americana. Pero la música pop y el vídeo clip lo consiguieron con su brevedad y formato de fábula que se compadecía con las hipócritas lágrimas del artificio.   

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Sin embargo, en medio, se copulaba. Aquello acaso pueda salvar a los hombres de todo género de farsa, el instinto y la urgencia de copular sin necesidad de procreación. Ahí aparecía Prince con toda su lujuria al hombro como un lobo a punto de aparearse. Era artista, era delicado, era un genio, era el guitarrista por excelencia en la estirpe de Jimi Hendrix. Ahora observamos su cuerpo inerte en el elevador de su residencia en Chanhassen, afueras de Minneapolis, donde los 57 años no bastaron para preservar una época, la del esplendor del niño sano. Porque la muerte de una estrella de rock, sea por suicidio, sobredosis o muerte natural, no es un hecho a ser tomado a la ligera. En las estrellas de la música, la muerte nunca es natural porque nada es natural en sentido estricto, menos en alguien como Prince. Para empezar, su bien ganada fama de obsesivo sexual que produjo canciones tan obscenas como “Darling Nikki” o “Dirty Mind” y “Do it all night”, llevó a las buenas conciencias a luchar por enésima vez en contra de la procacidad en la música. Pero Prince Rogers Nelson, su nombre en la pila bautismal —había nacido en Minneapolis en 1958 y alcanzado la fama a fines de la década de 1970, esa época dorada de la música negra, y su consagración definitiva le vino en 1982 con un álbum de título premonitorio: 1999—, había nacido para tres cosas que se sublevaban en contra de la imagen luminosa de la década que vio su fama: ser incómodo al establecimiento de la música con sus oscilaciones entre el funk, el pop, el rock, el soul y la new wave, ser una imagen siempre esquiva allí donde pareciera echar raíces, y proponer un comportamiento que fue sexo, sexo y nada más que sexo. Al lado de Prince, la reina del pop, Madonna, pareciera ejecutar una coreografía repasada una y mil veces con el fin de escandalizar solamente, lo que en Prince fue algo inherente a su color y a su piel. Esta es una palabra más que importante: a diferencia del plastificadamente asexuado, errabundo en sus alcobas pueriles y sórdidas, Michael Jackson, Prince ratificó, una vez más, la supremacía sexual de las razas oscuras sobre las pálidas. Parte de ese sortilegio sexual que emanaba de su imagen provino del color de su piel.
“Actitud permanente de orgía”, ha escrito un comentarista respecto del comportamiento de Prince. Una imagen compuesta a manera de ilustración, dibujo del tiempo, puede servir para el trazo del hombre que ha muerto: si en un momento de su carrera se dio por componer temas de transparente belleza como “Nothing Compares to You”, nacido del amor por una tal Susannah Melvoin gemela de Wendy con quien animó un grupo llamado The Family, temas interpretados por otros como Sinéad O’Connor, de otro lado se dio por recorrer el mundo en busca de principiantes para el cine con rostros de diosas del sexo como la cada vez más distante Carmen Electra, a la manera de un oficiante que auspicia la disolución y el ayuntamiento sin discrimen. Entre el consejero de la seducción y el proxeneta de los apartamentos más abyectos, surge el hombre que nació para ser un príncipe. “Purple Rain”, su canción emblema, advirtió que el péndulo entre el deseo de poseer a través de la carne o padecer la hiel del desamor es la pista de que el mundo no puede quedar fraguado en el molde de una cándida quietud preadolescente. Eso va bien para los vídeos de esa época: en Prince, la penetrante y casi hipnótica exhibición de la voluptuosidad, el cuerpo, el vestido y el gesto, más, por ejemplo, la danza de cobra de las cuerdas de su guitarra —deberemos siempre recordar que fue uno de los mejores guitarristas en vivo de la música después de Hendrix— o el baile de una recién conscripta Carmen Electra, sugieren que el reino del mundo no es el de la perfección, aunque ésta fuese siempre una posibilidad. El reino del mundo es la indefinición que sucede al sexo y la desesperación por no asirlo, es decir, su propia naturaleza.
Quizá esto nos diga algo respecto de la muerte del Príncipe, de su extravío en el nuevo milenio o al momento de emprender pírricas luchas en contra de la industria discográfica. Sus motivaciones quizá obedecieran al desciframiento de una música imposible, la negra, regida por el principio del cuerpo y el baile, que son, como lo sentimos ahora mismo al oír de nuevo “Cream” y “Purple Rain” en este momento, frente al cadáver de Prince, tan antiguos como el hombre y su caverna.

Hemos perdido su color pero no su sonido, al modo en que ocurren los fines de época. Cerremos los ojos: también nosotros hemos muerto. —

Bowie: El Duque en el firmamento

Para Roberto Muñoz Vaca Guzmán, in memoriam.

Por Francisco X. Estrella

David Bowie yace ahí. El Duque ha muerto.
Fue el hombre de las estrellas, el hombre sideral por excelencia.
David Bowie es la quimera que imaginamos huir de las páginas de Wilde o Monsieur Venus, la novela de Rachilde, aunque no queramos pecar de extravagantes. Bowie fue la construcción más desafiante del mundo del pop, el terror quintaesencial con ojos de alien. El silencio no puede ser entendido sin él del mismo modo que el ruido nos es esquivo sin su presencia. Bowie es el nombre de la libertad estética más amplia, como lo han sido los nombres de Alfred Jarry, Marcel Duchamp o Samuel Beckett.
Es preciso entender su significado, descifrar su clave. Porque sin Bowie no puede comprenderse la música pop y, por extensión, el arte contemporáneo del espectáculo. Porque verlo morir a nuestro lado, entre parlantes y audífonos, es ver el desplome de un palacio y un laberinto. Su obra fue palacio y laberinto, una constelación barroca luminosa y espeluznante de múltiples compuertas, pistas, espirales, recámaras y áticos. Conducida por el delirio y el fuego, la obra de David Bowie es el rostro de los rigores e interrogaciones del arte actual. En sus sonidos y reverberaciones, el arte, el arte por el arte, es una entidad que respira con vida propia y no representa más que a sí misma. La obra de arte es la intención de habitar un poliedro de claves que solo sirven a su espejo y no requieren soporte en esa invención denominada realidad. Ello ocurre en los discos de Bowie: su obra es una de las cuotas cimeras de la música contemporánea, una provocación a su tiempo y a la velocidad de sus revoluciones, una entidad que respira en soledad. Es el Space Oddity, esa rareza espacial, y El hombre que vendió el mundo, el Ziggy Stardust en su polvo sideral y Los perros de diamante en su alternancia apocalíptica y animal, pieza tan extraña como la imaginación de un ciego. Si pasamos revista a la serie de álbumes que Bowie produjo en la década de 1970 tendremos a la mano algunas de las llaves de la música del segunda pliego del siglo XX, de la música pop como creación y fenómeno ligado al cine, a los espectáculos masivos, a los sistemas modernos de grabación y producción, a la innovación tecnológica al servicio de la música, al diálogo iconográfico e inspirado por otras artes y, esencialmente, al virtuosismo musical de unos individuos que hicieron del XX su siglo, al haber descubierto el signo del presente y el gusto estético de sus jóvenes.
Con potencia de agorero y dotes de alquimista, Bowie se convirtió en el testigo del vacío y el silencio del cosmos de nuestro tiempo. Nacido David Robert Hayward Jones el ocho de enero de 1947, en Brixton, Inglaterra, el músico había iniciado su carrera en el ambiente mod del Londres de los 60 en que todo era posible en cuanto a tentar la carne del demonio, andrógino o no, o a oír blues tan antiguos como el siglo y asistir a fiestas sin fin con invitados tan jóvenes como millonarios y deslumbrantes en las figuras de Los Beatles o Bob Dylan. En ese ambiente estimulante y de provocación diaria el primer Bowie, un muchacho de formas delicadas, corte de cabello mod y atildamiento de petimetre en las sucias aceras de Londres, comenzó a mezclar los sonidos del ambiente, un cóctel de folk rock, blues, góspel, boogie-woogie, soul, dixi, jazz, sonidos de la campiña inglesa y sorprendentes teorías nacidas de la guitarra y la imaginación de Dylan o la pléyade de bandas de los míticos clubes de Inglaterra. Son los T-Rex, los Moody Blues, los Who, los Animals, los Yardbirds, el primer Pink Floyd, Procol Harum y decenas de agrupaciones que tropezaban en el Marquee Club con chinches inquietos como los escarabajos o los más sombríos y oscuros Stones. En sus pleistocénicas bandas, The Mannish Boys y los King Bees, Bowie —todavía no se apellidaba tal: la mitología nos cuenta que robó el apellido de un viejo aventurero americano del XIX que usaba el cuchillo tan bien para sus fechorías que legó su apellido, Bowie, a esa hoja de ensangrentado y sólido metal, aunque hay quienes dicen que la versión es falsa y que existen Bowies en la línea materna de la familia de David Jones— ofrecería un ensayo de esa primera educación inmerso en ese ambiente mundano de privilegio en que la música alternaba con la poesía. Hay que subrayarlo: en el manantial de la imaginación de Bowie respiran Lewis Carroll, Wilde o Baudelaire pero de un modo superior el George Orwell de 1984 y sus fantasías futuristas de alienación y control. No menor que esa influencia es la de los surrealistas, el expresionismo alemán y el teatro francés de vanguardia: su testimonio será la concepción de la puesta en escena del músico.
Cifradas las bases de su estilo, cabía solo esperar el arribo del hombre del espacio, el Major Tom. Protagonista de “Space Oddity”, canción contenida en el segundo trabajo de Bowie, la idea del Major Tom colocaba la piedra fundacional del explorador de la vida y el tiempo que a su vez es un aventurero del sonido y la experimentación. A partir de esta noción, Bowie se convertiría en el padre mitológico mayor de la música pop: Major Tom precede a Ziggy Stardust —nacido en el disco del mismo nombre—, al Duque Blanco —proveniente de uno de sus álbumes más completos, Station to Station— o al raído gendarme espacial de Earthling, su décimo noveno álbum. La sucesión de alter egos atestigua el paso del tiempo y la influencia. Bowie es conciencia y oráculo, su música precede, da pie, pero también es recuerdo del caminar por el presente. A ello la tradición ha denominado capacidad camaleónica, cual fue, sin duda, una de sus mayores virtudes. Su capacidad de adaptación y ropaje no ha conocido parangón en la música contemporánea, sus dotes para advertir el cambio, sobreponerse a él y caminar por delante de sus congéneres, su virtud para entender el presente como un visionario y un fundador. Quizá provenga de ahí su relación determinante y transformadora con el mundo de la moda, con un concepto en que todo es adaptación y disfraz. No perdamos de vista que la moda no es más que máscara y adaptación a un tiempo, desfile en el cual marchamos retrasados en ocasiones, en conformidad con nuestra circunstancia en otras, en el atisbo y el riesgo de lo que puede venir, las menos. Esa práctica fue destreza habitual en manos de Bowie al operar el arte musical, el modo de proceder a la manera de la moda aunque sin su urgencia efímera, evanescente. Acaso entendió la moda en su naturaleza de papel combustible y por ello, durante más de cincuenta años, le obsequió la simbología de sus apuestas y viajes. Este ha sido uno de los preceptos al referirse a él, su naturaleza mutante, su capacidad de transformación y travestismo. La teoría indica, creo yo, su pertenencia a esa especie de seres transformistas que habitan la literatura, las artes plásticas y el cine, seres que nunca están conformes en su piel porque su definición es cambio constante, sin freno.
En atención a ello Bowie reinventó el rock progresivo y psicodélico, fue icono del glam y hereje del hard rock, fagocitador del funk, el ambient y la electrónica, propulsor del rock alternativo e industrial. No de otra manera puede entenderse su influencia capital entre los músicos más jóvenes y sus aplausos sin tapujos al maestro. No sin razón el escritor Guillermo Cabrera Infante pensaba que provenía “del mundo de la belleza que Oscar Wilde celebraba como venida de una tierra de extrañas flores y sutiles perfumes, una tierra donde todas las cosas son perfectas y ponzoñosas” y verlo como una criatura nacida para ser descrita por la cámara, una mirada hecha para el cine y la exaltación de sus ojos extraños. No es casual que fuera uno de los hombres más bellos de la historia en su piel en extremo pálida y delgada y en sus ojos de belleza mórbida e incomprensible, como toda belleza.

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Escribimos obituarios, notas luctuosas y tristes por una o varias razones. Dedicamos a nuestros dioses el recuerdo porque ellos escribieron la vida con nosotros y habitaron nuestro presente mientras transcurría. Porque un día bailamos sin gracia —sin gracia, como bailara el mismo Duque— al ritmo del Amor moderno, tumbados bajo la lluvia, sin decir adiós. Aunque sigamos intentándolo, seguiremos, sin dar el brazo a torcer. En la memoria del instante en que nuestro amor fue moderno o la tarde en que amamos a nuestra chinita de turno, está presente David Bowie. Eso ha sido también él para un nosotros que se prolonga varias generaciones, mucho más de lo usual. Eso también le debemos.
Levantemos nuestra copa de champán a la altura de quien siempre dominó el presente y camino más allá, mucho más allá.


El Duque ha muerto: ¡viva el Duque! —