Para Roberto Muñoz Vaca Guzmán, in memoriam.
Por Francisco X. Estrella
David Bowie yace ahí. El Duque
ha muerto.
Fue el hombre de las estrellas,
el hombre sideral por excelencia.
David Bowie es la quimera que imaginamos
huir de las páginas de Wilde o Monsieur Venus, la novela de Rachilde, aunque no
queramos pecar de extravagantes. Bowie fue la construcción más desafiante del mundo
del pop, el terror quintaesencial con ojos de alien. El silencio no puede ser entendido sin él del mismo modo que
el ruido nos es esquivo sin su presencia. Bowie es el nombre de la libertad
estética más amplia, como lo han sido los nombres de Alfred Jarry, Marcel
Duchamp o Samuel Beckett.
Es preciso entender su significado,
descifrar su clave. Porque sin Bowie no puede comprenderse la música pop y, por
extensión, el arte contemporáneo del espectáculo. Porque verlo morir a nuestro
lado, entre parlantes y audífonos, es ver el desplome de un palacio y un laberinto.
Su obra fue palacio y laberinto, una constelación barroca luminosa y espeluznante
de múltiples compuertas, pistas, espirales, recámaras y áticos. Conducida por
el delirio y el fuego, la obra de David Bowie es el rostro de los rigores e
interrogaciones del arte actual. En sus sonidos y reverberaciones, el arte, el
arte por el arte, es una entidad que respira con vida propia y no representa más
que a sí misma. La obra de arte es la intención de habitar un poliedro de
claves que solo sirven a su espejo y no requieren soporte en esa invención
denominada realidad. Ello ocurre en los
discos de Bowie: su obra es una de las cuotas cimeras de la música
contemporánea, una provocación a su tiempo y a la velocidad de sus revoluciones,
una entidad que respira en soledad. Es el Space
Oddity, esa rareza espacial, y El hombre que vendió el mundo, el Ziggy Stardust en su polvo sideral y Los perros de diamante en su alternancia
apocalíptica y animal, pieza tan extraña como la imaginación de un ciego. Si
pasamos revista a la serie de álbumes que Bowie produjo en la década de 1970 tendremos
a la mano algunas de las llaves de la música del segunda pliego del siglo XX,
de la música pop como creación y fenómeno ligado al cine, a los espectáculos
masivos, a los sistemas modernos de grabación y producción, a la innovación
tecnológica al servicio de la música, al diálogo iconográfico e inspirado por
otras artes y, esencialmente, al virtuosismo musical de unos individuos que
hicieron del XX su siglo, al haber descubierto el signo del presente y el gusto
estético de sus jóvenes.
Con potencia de agorero y dotes
de alquimista, Bowie se convirtió en el testigo del vacío y el silencio del
cosmos de nuestro tiempo. Nacido David Robert Hayward Jones el ocho de enero de
1947, en Brixton, Inglaterra, el músico había iniciado su carrera en el
ambiente mod del Londres de los 60 en
que todo era posible en cuanto a tentar la carne del demonio, andrógino o no, o
a oír blues tan antiguos como el siglo y asistir a fiestas sin fin con invitados
tan jóvenes como millonarios y deslumbrantes en las figuras de Los Beatles o
Bob Dylan. En ese ambiente estimulante y de provocación diaria el primer Bowie,
un muchacho de formas delicadas, corte de cabello mod y atildamiento de petimetre en las sucias aceras de Londres, comenzó
a mezclar los sonidos del ambiente, un cóctel de folk rock, blues, góspel,
boogie-woogie, soul, dixi, jazz, sonidos de la campiña inglesa y sorprendentes teorías
nacidas de la guitarra y la imaginación de Dylan o la pléyade de bandas de los
míticos clubes de Inglaterra. Son los T-Rex, los Moody Blues, los Who, los
Animals, los Yardbirds, el primer Pink Floyd, Procol Harum y decenas de
agrupaciones que tropezaban en el Marquee Club con chinches inquietos como los escarabajos o los más sombríos y oscuros
Stones. En sus pleistocénicas bandas, The Mannish Boys y los King Bees, Bowie —todavía
no se apellidaba tal: la mitología nos cuenta que robó el apellido de un viejo
aventurero americano del XIX que usaba el cuchillo tan bien para sus fechorías
que legó su apellido, Bowie, a esa
hoja de ensangrentado y sólido metal, aunque hay quienes dicen que la versión
es falsa y que existen Bowies en la línea materna de la familia de David Jones—
ofrecería un ensayo de esa primera educación inmerso en ese ambiente mundano de
privilegio en que la música alternaba con la poesía. Hay que subrayarlo: en el manantial
de la imaginación de Bowie respiran Lewis Carroll, Wilde o Baudelaire pero de
un modo superior el George Orwell de 1984
y sus fantasías futuristas de alienación y control. No menor que esa
influencia es la de los surrealistas, el expresionismo alemán y el teatro francés
de vanguardia: su testimonio será la concepción de la puesta en escena del músico.
Cifradas las bases de su
estilo, cabía solo esperar el arribo del hombre del espacio, el Major Tom. Protagonista
de “Space Oddity”, canción contenida en el segundo trabajo de Bowie, la idea
del Major Tom colocaba la piedra fundacional del explorador de la vida y el
tiempo que a su vez es un aventurero del sonido y la experimentación. A partir
de esta noción, Bowie se convertiría en el padre mitológico mayor de la música
pop: Major Tom precede a Ziggy Stardust —nacido en el disco del mismo nombre—,
al Duque Blanco —proveniente de uno de sus álbumes más completos, Station to Station— o al raído gendarme
espacial de Earthling, su décimo
noveno álbum. La sucesión de alter egos atestigua el paso del tiempo y la
influencia. Bowie es conciencia y oráculo, su música precede, da pie, pero
también es recuerdo del caminar por el presente. A ello la tradición ha denominado
capacidad camaleónica, cual fue, sin duda, una de sus mayores virtudes. Su
capacidad de adaptación y ropaje no ha conocido parangón en la música
contemporánea, sus dotes para advertir el cambio, sobreponerse a él y caminar
por delante de sus congéneres, su virtud para entender el presente como un
visionario y un fundador. Quizá provenga de ahí su relación determinante y
transformadora con el mundo de la moda, con un concepto en que todo es
adaptación y disfraz. No perdamos de vista que la moda no es más que máscara y
adaptación a un tiempo, desfile en el cual marchamos retrasados en ocasiones,
en conformidad con nuestra circunstancia en otras, en el atisbo y el riesgo de
lo que puede venir, las menos. Esa práctica fue destreza habitual en manos de Bowie
al operar el arte musical, el modo de proceder a la manera de la moda aunque sin
su urgencia efímera, evanescente. Acaso entendió la moda en su naturaleza de papel
combustible y por ello, durante más de cincuenta años, le obsequió la
simbología de sus apuestas y viajes. Este ha sido uno de los preceptos al referirse
a él, su naturaleza mutante, su capacidad de transformación y travestismo. La
teoría indica, creo yo, su pertenencia a esa especie de seres transformistas
que habitan la literatura, las artes plásticas y el cine, seres que nunca están
conformes en su piel porque su definición es cambio constante, sin freno.
En atención a ello Bowie reinventó
el rock progresivo y psicodélico, fue icono del glam y hereje del hard rock,
fagocitador del funk, el ambient y la
electrónica, propulsor del rock alternativo e industrial. No de otra manera puede
entenderse su influencia capital entre los músicos más jóvenes y sus aplausos sin
tapujos al maestro. No sin razón el escritor Guillermo Cabrera Infante pensaba que
provenía “del mundo de la belleza que Oscar Wilde celebraba como venida de una
tierra de extrañas flores y sutiles perfumes, una tierra donde todas las cosas
son perfectas y ponzoñosas” y verlo como una criatura nacida para ser descrita por
la cámara, una mirada hecha para el cine y la exaltación de sus ojos extraños. No
es casual que fuera uno de los hombres más bellos de la historia en su piel en
extremo pálida y delgada y en sus ojos de belleza mórbida e incomprensible,
como toda belleza.
* * *
Escribimos obituarios, notas
luctuosas y tristes por una o varias razones. Dedicamos a nuestros dioses el
recuerdo porque ellos escribieron la vida con nosotros y habitaron nuestro
presente mientras transcurría. Porque un día bailamos sin gracia —sin gracia,
como bailara el mismo Duque— al ritmo del Amor
moderno, tumbados bajo la lluvia, sin decir adiós. Aunque sigamos intentándolo, seguiremos, sin dar el brazo a
torcer. En la memoria del instante en que nuestro amor fue moderno o la tarde
en que amamos a nuestra chinita de turno, está presente David Bowie. Eso ha
sido también él para un nosotros que se prolonga varias generaciones, mucho más
de lo usual. Eso también le debemos.
Levantemos nuestra copa de champán
a la altura de quien siempre dominó el presente y camino más allá, mucho más
allá.
El Duque ha muerto: ¡viva el
Duque! —
No comments:
Post a Comment