Saturday, June 04, 2016

Bowie: El Duque en el firmamento

Para Roberto Muñoz Vaca Guzmán, in memoriam.

Por Francisco X. Estrella

David Bowie yace ahí. El Duque ha muerto.
Fue el hombre de las estrellas, el hombre sideral por excelencia.
David Bowie es la quimera que imaginamos huir de las páginas de Wilde o Monsieur Venus, la novela de Rachilde, aunque no queramos pecar de extravagantes. Bowie fue la construcción más desafiante del mundo del pop, el terror quintaesencial con ojos de alien. El silencio no puede ser entendido sin él del mismo modo que el ruido nos es esquivo sin su presencia. Bowie es el nombre de la libertad estética más amplia, como lo han sido los nombres de Alfred Jarry, Marcel Duchamp o Samuel Beckett.
Es preciso entender su significado, descifrar su clave. Porque sin Bowie no puede comprenderse la música pop y, por extensión, el arte contemporáneo del espectáculo. Porque verlo morir a nuestro lado, entre parlantes y audífonos, es ver el desplome de un palacio y un laberinto. Su obra fue palacio y laberinto, una constelación barroca luminosa y espeluznante de múltiples compuertas, pistas, espirales, recámaras y áticos. Conducida por el delirio y el fuego, la obra de David Bowie es el rostro de los rigores e interrogaciones del arte actual. En sus sonidos y reverberaciones, el arte, el arte por el arte, es una entidad que respira con vida propia y no representa más que a sí misma. La obra de arte es la intención de habitar un poliedro de claves que solo sirven a su espejo y no requieren soporte en esa invención denominada realidad. Ello ocurre en los discos de Bowie: su obra es una de las cuotas cimeras de la música contemporánea, una provocación a su tiempo y a la velocidad de sus revoluciones, una entidad que respira en soledad. Es el Space Oddity, esa rareza espacial, y El hombre que vendió el mundo, el Ziggy Stardust en su polvo sideral y Los perros de diamante en su alternancia apocalíptica y animal, pieza tan extraña como la imaginación de un ciego. Si pasamos revista a la serie de álbumes que Bowie produjo en la década de 1970 tendremos a la mano algunas de las llaves de la música del segunda pliego del siglo XX, de la música pop como creación y fenómeno ligado al cine, a los espectáculos masivos, a los sistemas modernos de grabación y producción, a la innovación tecnológica al servicio de la música, al diálogo iconográfico e inspirado por otras artes y, esencialmente, al virtuosismo musical de unos individuos que hicieron del XX su siglo, al haber descubierto el signo del presente y el gusto estético de sus jóvenes.
Con potencia de agorero y dotes de alquimista, Bowie se convirtió en el testigo del vacío y el silencio del cosmos de nuestro tiempo. Nacido David Robert Hayward Jones el ocho de enero de 1947, en Brixton, Inglaterra, el músico había iniciado su carrera en el ambiente mod del Londres de los 60 en que todo era posible en cuanto a tentar la carne del demonio, andrógino o no, o a oír blues tan antiguos como el siglo y asistir a fiestas sin fin con invitados tan jóvenes como millonarios y deslumbrantes en las figuras de Los Beatles o Bob Dylan. En ese ambiente estimulante y de provocación diaria el primer Bowie, un muchacho de formas delicadas, corte de cabello mod y atildamiento de petimetre en las sucias aceras de Londres, comenzó a mezclar los sonidos del ambiente, un cóctel de folk rock, blues, góspel, boogie-woogie, soul, dixi, jazz, sonidos de la campiña inglesa y sorprendentes teorías nacidas de la guitarra y la imaginación de Dylan o la pléyade de bandas de los míticos clubes de Inglaterra. Son los T-Rex, los Moody Blues, los Who, los Animals, los Yardbirds, el primer Pink Floyd, Procol Harum y decenas de agrupaciones que tropezaban en el Marquee Club con chinches inquietos como los escarabajos o los más sombríos y oscuros Stones. En sus pleistocénicas bandas, The Mannish Boys y los King Bees, Bowie —todavía no se apellidaba tal: la mitología nos cuenta que robó el apellido de un viejo aventurero americano del XIX que usaba el cuchillo tan bien para sus fechorías que legó su apellido, Bowie, a esa hoja de ensangrentado y sólido metal, aunque hay quienes dicen que la versión es falsa y que existen Bowies en la línea materna de la familia de David Jones— ofrecería un ensayo de esa primera educación inmerso en ese ambiente mundano de privilegio en que la música alternaba con la poesía. Hay que subrayarlo: en el manantial de la imaginación de Bowie respiran Lewis Carroll, Wilde o Baudelaire pero de un modo superior el George Orwell de 1984 y sus fantasías futuristas de alienación y control. No menor que esa influencia es la de los surrealistas, el expresionismo alemán y el teatro francés de vanguardia: su testimonio será la concepción de la puesta en escena del músico.
Cifradas las bases de su estilo, cabía solo esperar el arribo del hombre del espacio, el Major Tom. Protagonista de “Space Oddity”, canción contenida en el segundo trabajo de Bowie, la idea del Major Tom colocaba la piedra fundacional del explorador de la vida y el tiempo que a su vez es un aventurero del sonido y la experimentación. A partir de esta noción, Bowie se convertiría en el padre mitológico mayor de la música pop: Major Tom precede a Ziggy Stardust —nacido en el disco del mismo nombre—, al Duque Blanco —proveniente de uno de sus álbumes más completos, Station to Station— o al raído gendarme espacial de Earthling, su décimo noveno álbum. La sucesión de alter egos atestigua el paso del tiempo y la influencia. Bowie es conciencia y oráculo, su música precede, da pie, pero también es recuerdo del caminar por el presente. A ello la tradición ha denominado capacidad camaleónica, cual fue, sin duda, una de sus mayores virtudes. Su capacidad de adaptación y ropaje no ha conocido parangón en la música contemporánea, sus dotes para advertir el cambio, sobreponerse a él y caminar por delante de sus congéneres, su virtud para entender el presente como un visionario y un fundador. Quizá provenga de ahí su relación determinante y transformadora con el mundo de la moda, con un concepto en que todo es adaptación y disfraz. No perdamos de vista que la moda no es más que máscara y adaptación a un tiempo, desfile en el cual marchamos retrasados en ocasiones, en conformidad con nuestra circunstancia en otras, en el atisbo y el riesgo de lo que puede venir, las menos. Esa práctica fue destreza habitual en manos de Bowie al operar el arte musical, el modo de proceder a la manera de la moda aunque sin su urgencia efímera, evanescente. Acaso entendió la moda en su naturaleza de papel combustible y por ello, durante más de cincuenta años, le obsequió la simbología de sus apuestas y viajes. Este ha sido uno de los preceptos al referirse a él, su naturaleza mutante, su capacidad de transformación y travestismo. La teoría indica, creo yo, su pertenencia a esa especie de seres transformistas que habitan la literatura, las artes plásticas y el cine, seres que nunca están conformes en su piel porque su definición es cambio constante, sin freno.
En atención a ello Bowie reinventó el rock progresivo y psicodélico, fue icono del glam y hereje del hard rock, fagocitador del funk, el ambient y la electrónica, propulsor del rock alternativo e industrial. No de otra manera puede entenderse su influencia capital entre los músicos más jóvenes y sus aplausos sin tapujos al maestro. No sin razón el escritor Guillermo Cabrera Infante pensaba que provenía “del mundo de la belleza que Oscar Wilde celebraba como venida de una tierra de extrañas flores y sutiles perfumes, una tierra donde todas las cosas son perfectas y ponzoñosas” y verlo como una criatura nacida para ser descrita por la cámara, una mirada hecha para el cine y la exaltación de sus ojos extraños. No es casual que fuera uno de los hombres más bellos de la historia en su piel en extremo pálida y delgada y en sus ojos de belleza mórbida e incomprensible, como toda belleza.

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Escribimos obituarios, notas luctuosas y tristes por una o varias razones. Dedicamos a nuestros dioses el recuerdo porque ellos escribieron la vida con nosotros y habitaron nuestro presente mientras transcurría. Porque un día bailamos sin gracia —sin gracia, como bailara el mismo Duque— al ritmo del Amor moderno, tumbados bajo la lluvia, sin decir adiós. Aunque sigamos intentándolo, seguiremos, sin dar el brazo a torcer. En la memoria del instante en que nuestro amor fue moderno o la tarde en que amamos a nuestra chinita de turno, está presente David Bowie. Eso ha sido también él para un nosotros que se prolonga varias generaciones, mucho más de lo usual. Eso también le debemos.
Levantemos nuestra copa de champán a la altura de quien siempre dominó el presente y camino más allá, mucho más allá.


El Duque ha muerto: ¡viva el Duque! —

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