Por Francisco X. Estrella
Hoy estamos tan acostumbrados al
olor de la muerte que apenas consultamos los obituarios. Al parecer, algo se
nos escapa: los decesos cierran estaciones y, para este caso, las estaciones son
nuestras. Las eras se cancelan de ese modo: en la desaparición de las
iconografías, la pérdida del trazo original y el escamoteo del cuadro, no en su
sonido, rumor y murmullo. Permanecen los vestigios de la pintura antigua que ya
no es compañía y reflejo, conciencia, y ahora, por el contrario, hablamos de arqueología,
museo, fantasmas. De melancolía: nostalgia de lo no vivido. Eso es, por
ejemplo, la paleta pastel de las alucinaciones del Sgt. Pepper’s o el Submarino
Amarillo de los Beatles, con su hilera de tubos psicodélicos para colorear las
páginas de revistas, avisos publicitarios, prendas de vestir —la minifalda, el
pantalón de campana—, todos vestigios de esa época, los sesenta. La pigmentación
se diluye y con ella la época y sus espejos. El sonido, ni presencia ni azogue,
se encumbra sobre las eras, siempre joven, liviano, como el ave de la historia.
Prince
guardó en una cápsula la parte más sustanciosa de esos años, la década de 1980,
pero fue su antítesis. En la percepción de sus protagonistas, que no se suman únicamente
en el censo de las luminarias y aparecen en otro flanco, la platea de
espectadores, esos no fueron los años más osados ni los más fecundos
artísticamente. La pátina del tiempo quiere hacernos ver que su esplendor
residió en una estética conformista y edulcorada, en el becerro de oro de la
opulencia y los sueños pintados de fuente de soda a la americana o en los tonos
más sombríos de la noche neoyorquina y el club inglés. Pero la década de 1980 estuvo
atravesada por una suerte de prolongación inaudita del calor de la infancia y el
regocijo de las tardes de primera juventud. Eso fueron las tonadas de OMD y los resplandecientes bosques de Yaz, es lo que resguardaron los Missing Persons y Animotion o Love &
Rockets. En todos ellos había un gusto por la vida tan lozano como las
mejillas de una adolescente amamantada con los mejores lácteos de vacas
alimentadas en los mejores pastos americanos. Todo parecía tan irreal y postizo
como los vídeos que esa generación se esforzaría en definir como la narración
de la vida en un suspiro de tres minutos. Los ochenta rebosaban confianza, falsa
candidez, vitalidad de generaciones bien nutridas después de la Gran Depresión
y la posguerra, conjura de cualquier desvío de muerte. Se respiraba el aire más
puro en la atmósfera más transparente y aun la lluvia parecía muy bien
producida en el patio trasero de un plató de Pacific Palisades, el potrero de
Hollywood.
La
paleta, para el caso, era elemental: la luz de los amarillos, cegadora, jugaba
al esplendor del blanco y en su auxilio concurrían los pasteles más pálidos,
rosas, azul cielo, verdes amables e inocuos. Se ha dado en defender esta idea
de los 1980 como una marinera correspondiente a toneladas y toneladas bien
resguardadas en Fort Knox, la reserva americana, un fortín que protegiera
eternamente a niños y adolescentes desprovistos de las miserias de los países
de lo que en ese tiempo se denominaba el Tercer Mundo y de los extravíos esotéricos
del Segundo. La opulencia era el futuro y la línea del horizonte era tan diáfana
que el cielo se convertía en mar, el mar en arena y la arena en tierra firme
sin apenas solución de continuidad. Los cabellos limpios bien cortados, en
escalones y capas, rubios, castaños, color de madera del Middle West eran
agitados por el viento de un siempre bien avenido verano, un otoño sin congoja,
un invierno sin ventisca, la primavera eterna. Si envasamos esos elementos y su
ambientación correspondiente tendremos un vídeo clip y esa breve cinta podría
ser la plástica de los años de Ronald Reagan.
Un mundo
así de compuesto, así de protegido por sus cuatro costados debía tener sus centinelas
épicos. Poco pudo hacer el cine en esta atmósfera, se trataba de medio
demasiado inquieto para cuidar del jardín de las delicias de los 1980: las
cintas duran mucho y en metraje así de abundante cabe una tragedia. Los centinelas
por excelencia de esa era fueron la música pop y el vídeo clip en clave MTV. Ni
el teatro ni los libros ni el arte plástico hicieron mucho para preservar el
celofán de una estación que era dichosa en liberarlo todo, hasta las mercancías,
completamente libres en la máquina de empaque al vacío para intercambiarse por su
propia voluntad. Los libros, demasiado inconformes para contemplar superficies,
la pintura, demasiado catastrofista para tolerar perfecciones, no podían hacer
de celestinas del más bruñido conformismo experimentado en décadas de pax
americana. Pero la música pop y el vídeo clip lo consiguieron con su brevedad y
formato de fábula que se compadecía con las hipócritas lágrimas del artificio.
* * *
Sin
embargo, en medio, se copulaba. Aquello acaso pueda salvar a los hombres de todo
género de farsa, el instinto y la urgencia de copular sin necesidad de procreación.
Ahí aparecía Prince con toda su lujuria al hombro como un lobo a punto de
aparearse. Era artista, era delicado, era un genio, era el guitarrista por
excelencia en la estirpe de Jimi Hendrix. Ahora observamos su cuerpo inerte en
el elevador de su residencia en Chanhassen, afueras de Minneapolis, donde los
57 años no bastaron para preservar una época, la del esplendor del niño sano. Porque
la muerte de una estrella de rock, sea por suicidio, sobredosis o muerte
natural, no es un hecho a ser tomado a la ligera. En las estrellas de la música,
la muerte nunca es natural porque nada es natural en sentido estricto, menos en
alguien como Prince. Para empezar, su bien ganada fama de obsesivo sexual que
produjo canciones tan obscenas como “Darling Nikki” o “Dirty Mind” y “Do it all
night”, llevó a las buenas conciencias a luchar por enésima vez en contra de la
procacidad en la música. Pero Prince Rogers Nelson, su nombre en la pila bautismal
—había nacido en Minneapolis en 1958 y alcanzado la fama a fines de la década
de 1970, esa época dorada de la música negra, y su consagración definitiva le
vino en 1982 con un álbum de título premonitorio: 1999—, había nacido para tres cosas que se sublevaban en contra de la
imagen luminosa de la década que vio su fama: ser incómodo al establecimiento
de la música con sus oscilaciones entre el funk, el pop, el rock, el soul y la
new wave, ser una imagen siempre esquiva allí donde pareciera echar raíces, y proponer
un comportamiento que fue sexo, sexo y nada más que sexo. Al lado de Prince, la
reina del pop, Madonna, pareciera ejecutar una coreografía repasada una y mil
veces con el fin de escandalizar solamente, lo que en Prince fue algo inherente
a su color y a su piel. Esta es una palabra más que importante: a diferencia
del plastificadamente asexuado, errabundo en sus alcobas pueriles y sórdidas,
Michael Jackson, Prince ratificó, una vez más, la supremacía sexual de las
razas oscuras sobre las pálidas. Parte de ese sortilegio sexual que emanaba de
su imagen provino del color de su piel.
“Actitud
permanente de orgía”, ha escrito un comentarista respecto del comportamiento de
Prince. Una imagen compuesta a manera de ilustración, dibujo del tiempo, puede
servir para el trazo del hombre que ha muerto: si en un momento de su carrera se
dio por componer temas de transparente belleza como “Nothing Compares to You”,
nacido del amor por una tal Susannah Melvoin gemela de Wendy con quien animó un
grupo llamado The Family, temas interpretados por otros como Sinéad O’Connor, de
otro lado se dio por recorrer el mundo en busca de principiantes para el cine
con rostros de diosas del sexo como la cada vez más distante Carmen Electra, a
la manera de un oficiante que auspicia la disolución y el ayuntamiento sin
discrimen. Entre el consejero de la seducción y el proxeneta de los
apartamentos más abyectos, surge el hombre que nació para ser un príncipe. “Purple
Rain”, su canción emblema, advirtió que el péndulo entre el deseo de poseer a
través de la carne o padecer la hiel del desamor es la pista de que el mundo no
puede quedar fraguado en el molde de una cándida quietud preadolescente. Eso va
bien para los vídeos de esa época: en Prince, la penetrante y casi hipnótica
exhibición de la voluptuosidad, el cuerpo, el vestido y el gesto, más, por
ejemplo, la danza de cobra de las cuerdas de su guitarra —deberemos siempre
recordar que fue uno de los mejores guitarristas en vivo de la música después
de Hendrix— o el baile de una recién conscripta Carmen Electra, sugieren que el
reino del mundo no es el de la perfección, aunque ésta fuese siempre una
posibilidad. El reino del mundo es la indefinición que sucede al sexo y la
desesperación por no asirlo, es decir, su propia naturaleza.
Quizá
esto nos diga algo respecto de la muerte del Príncipe, de su extravío en el
nuevo milenio o al momento de emprender pírricas luchas en contra de la
industria discográfica. Sus motivaciones quizá obedecieran al desciframiento de
una música imposible, la negra, regida por el principio del cuerpo y el baile,
que son, como lo sentimos ahora mismo al oír de nuevo “Cream” y “Purple Rain”
en este momento, frente al cadáver de Prince, tan antiguos como el hombre y su caverna.
Hemos
perdido su color pero no su sonido, al modo en que ocurren los fines de época.
Cerremos los ojos: también nosotros hemos muerto. —
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