Saturday, January 05, 2008

YO, FRANCO: La hora del monstruo


Resulta muy extraño el hecho de que se hayan consagrado tan escasas páginas a ensayar sobre la belleza. No hablo de aquellas dedicadas a pensar la belleza como un don artístico, una premisa estética, las que abundan en los tratados filosóficos y en los tomos de estética. Ahí se repasan los canones de lo bello y cómo éste navega sobre las olas del tiempo, ahí se habla sobre el establecimiento de una forma dominante de belleza y su concepto. Son páginas que, a fin de cuentas, hablan desde la distancia y el positivismo. No abundan en ellas reflexiones acerca de lo gravitante de la belleza —y su contraparte, la fealdad— a la hora de observar, dividir, organizar y ejecutar el mundo.

Me sorprende pensar que estos pasajes han servido para resguardar los prejuicios de la prudencia y su consejera, la razón ilustrada. Me asombra ver cuán lejos están del Nietzsche que piensa a Sócrates como un monstrum in fronte (monstrum in animo) y se dedica a escribir sobre su figura y su obra como el producto de un feo, de un lisiado. Proscrito de las ideas el aplomo nietzscheano y, peor aún, su realismo, la prudencia de los oficios del pensamiento ha vencido a la realidad.

Me arriesgo a decir que la aventura del tiempo es la aventura de la belleza y su lucha con la fealdad. Son los árbitros contemporáneos de la urbanidad, antropólogos, sociólogos, psicólogos, quienes derivan conclusiones sobre la arbitrariedad de los conceptos de lo bello y lo feo y su exposición a los vaivenes del prejuicio y lo transitorio. Este método les ha servido para preservar una sospechosa ecuanimidad gracias a la cual todos ganan: no importa ser feo, dicen, lo importante es saber porqué la sociedad, los miedos ancestrales, las estadísticas y las formaciones culturales defienden nuestra condición de feos y nos consuelan al recordar que ella no perdurará.

Quizá la fealdad y la belleza sean motivos más afectos a la literatura y las artes, quizá ellas preserven el realismo nietzscheano, quizá se consagren a apuntar que ser feo es uno de los factores del crecimiento y el rechazo, y que la hermosura tal vez acumule en el individuo seguridades y libertades desconocidas por el monstruo. A partir de estas conjeturas pienso que temas recurrentes en la ficción, el desdoblamiento de Hyde, lo especular en Dorian Gray, la metamorfosis de Samsa, la monstruosidad de Cuasimodo, preservan la convicción de que uno de los secretos, acaso el más evidente y soportado, sea el del rostro, que igual que preserva, ha formado al individuo desde su raíz, de la matriz a la losa sepulcral. En medio, recuerda la ficción, la travesía de los sinsabores y logros del fatalismo de la figura marca al hombre, lo lacra. Vistas las formas, descubiertas las conveniencias de curvas, armonías, carnosidades y delicadezas, el individuo se apresta a escribir su historia. Es un novelar que echa en falta su ensayar entonces, el desfile de sus ideas. A ensayar el monstruo pues.

Yo, invoco.

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