Friday, April 18, 2008

YO, FRANCO. El invento más grande jamás creado


Eludiré los peculiares nombres propios, lugares comunes de la ciencia ficción, aunque esta pesquisa transcurra, como podrán ver, en un futuro que no admite piedra sobre piedra, en un lugar en que el hombre conservará tan solo la palabra que, como ha mostrado su paso por el tiempo, seguirá hiriendo a la razón. Pero si la palabra perdura quizá la curiosidad también lo haga y ésta, lo sabemos, resulta incomprensible sin el decir, sin el contar, sin eso que se ha denominado trascendencia e inmortalidad. En ese remoto porvenir quizá un escéptico repase la memoria y recuerde que un día existieron edificaciones de doble piso donde los hombres, y lo que ellos llamaban sus familias, vivían y se resguardaban de la inclemencia, donde sufrían por la escasez, el silencio y el tiempo, y que para ello habían compuesto un mundo poblado de objetos que terminó por ser inútil. Mas uno de ellos fue tan maravilloso que era capaz, cual monigote de ventrílocuo, de reproducir la escasez, la falta de tiempo y los azares de la desolación que los hombres nombraban amor, y lo hacía en sus propios refugios, en cada vivienda, a toda hora y sin parar. No era más que una caja de considerable tamaño que los hombres adquirían junto con los demás objetos, a prisa y con nervio, igual que se hacían del lugar para dormir, del fuego para cocer o de la caja de frío para guardar el alimento. Se trataba de un objeto indispensable, acaso el más indispensable, porque lo dedicaban al ocio, a la contemplación incesante de sus propias vidas, a la revelación de su pobreza bajo cien formas, bajo el azar, bajo el grotesco, la comedia, la parodia, la ilusión y la farsa antiguas. Aparato tan proteico y a su modo excepcional, duplicaba la vida en entregas cortas, medianas y extensas a la manera de los hombres, es decir, tonta y zafiamente, mas en su intento no evitaba el retiro y la paz del hogar, por el contrario, los glorificaba. El aparato servía a este fin de modo narcótico, opiáceo, como en su día había servido la morfina y el alcohol —con esas sustancias habría de ser comparado—, con la diferencia de que el objeto no apartaba a los hombres de su alma, sino por el contrario los confinaba en sí mismos, en un reconocimiento e inquietud de sí que los conducía a bailar por un sueldo, a cantar por una risa, a descubrir el abismo de sus almas ante sus prójimos, a vivir segundas y terceras existencias encarnados en caricaturas maniqueas porque a ello servía esta invención, a simplificar la vida para que los hombres pudiesen pasar la noche y despertar a la mañana siguiente confiados que lo hacían todo bien y no había lugar para la culpa. Mas su persistencia y su necesidad no afincaban en la estulticia de los hombres sino en el retrato, y por ello el objeto acogía también la ilusión del arte mayor del reflejo, uno que ponía los muertos a andar, como dijese alguno, uno que en raras ocasiones fue instrumento de poesía, como dijera otro, pero que en ese puñado lo fue y muy grande, el más filudo ojo de cincel de aquella era. A este arte mayor de una pantalla, el mínimo armatoste prestó refugio y los hombres de aquella época derruida consumían sus noches y sus madrugadas rechazando la propia vida en busca de la empresa de ser bandidos, villanos o romeos, como en el principio de los tiempos soñaran sus antepasados primitivos sentados alrededor de una pira. Instalada dentro de la casa esta horrible y magnífica invención, los hombres se aprestaron a enfrentar su fin tal como lo recogieron esos detectives de la memoria que investigaron y conjeturaron qué apoyos le habían permitido asistir al día de su juicio. Éste era uno de ellos. Los hombres, raza inaudita, inaudible, lo llamaban de una manera poco peculiar, de un modo muy práctico. Lo llamaban TV. —

No comments: