Doña Hortensia regenta el expendio de carne a dos manzanas de casa, en el número 516 de la calle Panamá en el barrio de San Juan. Es una tercena grande con baldosas floreadas que huelen a cloro y lavanda, y que una mujer joven limpia con su cubo y escoba. Nunca he escuchado la voz de la muchacha, solo la veo frotar el piso furiosa, cubierta por un vestido de una sola pieza con las perneras manchadas de grasa y rayas rojas. He percibido también el olor de los geranios en las macetas de las ventanas, afuera de los postigos. Doña Hortensia levanta la voz para dirigirse a la muchacha gritándole, hasta que ella lustra el piso con tanta furia que los brazos, el cuello y el rostro se le ponen más rosados que las baldosas. La dueña es gorda y va vestida de lila, con zapatos de suela y medias blancas y cortas. Apenas se le descubren unas canillas cuajadas de sangre color violeta mientras camina arrastrándose de lado, y en las manos porta un enorme cuchillo. Sobre el mostrador coloca pedazos de carne cruda y los corta en grandes pedazos que su asistente, un joven de veinte años, convertirá en cuadritos para la venta. Finalmente, doña Hortensia los envolverá en papel periódico y se los entregará a mamá o a quien sea, y ellos pagarán con billetes azules, gastados y húmedos. Por mi parte, mientras procede el intercambio, colocaré la nariz en el cristal del frigorífico dispuesto a un costado del mesón y me extraviaré en el morado iris de un pez color plata que expulsa por la boca una lengua parecida a un glande.
Aquella vez Rojas vio cómo esposaban a su padre. Lo prendieron y Rojas no lo volvió a ver por un tiempo. Después de unos meses regresó pero ya nunca sería el mismo, en adelante andaría cabizbajo y mascullaría injurias al viento. Rojas vivía con él en la calle Montevideo, la perpendicular a la Panamá, en la esquina donde vive el zapatero, dos cuadras al sur de la tercena. También yo vi alguna vez caminar al padre de Rojas por el barrio, la cabeza gacha como si contara los guijarros del suelo, aunque eso debió haber ocurrido cuando las calles eran de tierra, hace mucho. Por ese entonces los muchachos de la cuadra comenzaron a correr la historia de que, después de jugar a los cocos, Rojas había regresado una tarde a casa, había abierto la puerta y había visto al padre suspendido de una cuerda colgada en el techo. El padre se había cubierto la cabeza con una hoja de periódico y se dice que en sus pantalones tenía manchas de orina y excrementos, cosa sobre la que nadie supo explicar el por qué. Todo esto debe ser cierto porque hace mucho no hemos vuelto a saber de Rojas ni de su padre, no se ha contado más de ellos. En los días de la tragedia, ninguno de nosotros hubiese creído que, con el correr del tiempo, Rojas se convertiría en un personaje famoso, el más famoso.
Sin embargo, esta tarde uno de los muchachos refiere que Rojas se ha marchado a Guayaquil, a vivir en Chimborazo y otra calle cuyo nombre no recuerdo. El muchacho dice que se lo oyó contar a su madre mientras ella compraba carne en la tercena, le oyó decir que la madre de Rojas y él guardaron sus pertenencias en una caja en compañía del mudo Segundo, a quien pagaron cinco centavos para que la cargara hasta el Terminal de buses. Esto había ocurrido a las cinco de la mañana razón por la que nadie se enteró, con excepción de la madre de mi amigo que los vio por la ventana.
Al día siguiente por la mañana, caminamos con mamá a la tercena. Doña Hortensia afila el cuchillo, corta y envuelve en una hoja de periódico la carne y el hueso; mientras entrega el paquete a mamá, como un fantasma escapado de la penumbra, escucho canturrear a la muchacha por primera vez. Se trata de una extraña canción, una melodía de otro mundo. Cuando alcanzo a reconocerla, sé que la muchacha no forma parte de nosotros, que no es de nuestra raza. Ese instante levanto la mirada hacia los ojos de mamá pero ella me ciega con su mano tierna y áspera. En la oscuridad sé, estoy seguro, que no es de nuestra clase, que nunca lo será. Simplemente no lo es. —
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