Sunday, August 31, 2008

Los millonarios tristes

Veintiocho escalones de huella angosta te separan del asfalto. Veintiocho ascienden al tercer piso, tres descansos en las curvas. Esta mañana, acaso de nuevo, acaso irreversiblemente, te miras como quien muerde el polvo, este domingo teñido de gris como un invierno. Un ave ha muerto sobre el alféizar de la ventana, el pico negro y el ala rota, su ojo imparable desde el fondo de un mar. No dejas de agitar su extensa cola partida en dos por si no estuviera muerto, pero no se mueve.

Este es un hotel, una residencia de estudiantes opulentos. Esta, una antigua canción, Lili Marleen. Aquel, un fonógrafo impecablemente cubierto de polvo. Aquella, una lámpara con pedestal. Este, un mosquitero de red. Tú, un joven inclinado sobre el alféizar de la ventana que detiene la mirada en los barrotes de la casa, enfrente. Tú, el judío abandonado por unos padres que, aunque prometieron, no regresarán. El muchacho más delgado, pálido y elegante del hotel.

Nadie recuerda ya su voz. Cantaba esa canción, no más. Entonaba sus frases con gravedad y aparato, y luego callaba. Tan largo como era, se tendía en el sofá hasta quedar dormido. Lo cubrías con una manta. Al amanecer, la hora más fría de la jornada, se marchaba.

Veo tus ojos inyectados en sangre, la pupila hasta el borde del iris. El negro inmóvil en la ventana.

Europa ha enfermado otra vez en los últimos días. Es una enfermedad recurrente, incurable. Ha dejado varias mujeres muertas. Sus cuerpos irreconocibles fueron hallados sobre las aceras, los rostros cubiertos por un trapo, las extremidades, el dorso, las partes, ataviados con rigor y severidad. Todas, mujeres extraordinariamente elegantes y bellas.

El pájaro ha comenzado a desprender una fetidez a orquídea vieja a eso de la mañana. Imagino que dormías o te duchabas. Imagino que te pusiste el traje color marengo, que te tocaste el bigote, lo cepillaste y continuaste la rutina. No te reconocí a la tarde.

Siempre es una palabra demasiado extensa. Prefiero nunca más. Nunca más a sus labios carnosos, nunca más a su cabello liso y castaño. A sus ojos siempre vidriosos, desde niño. A su tórax pálido, a sus costillas hundidas. A él. El hijo. Mi hijo.

Veo que los barrenderos del ayuntamiento han comenzado ha recoger los cuerpos. Los colocan cuidadosamente en féretros de color negro muy temprano en la mañana. Veo que el cristal de tu ventana tiene manchas rojas de mermelada. Veo que te asomas al mediodía, y la tarde comienza a clarear, el gris se esfuma. Observo tu mano, tu brazo entero, gravitando en el aire, tras el alféizar. Cierro los barrotes, cierro los postigos. Me siento a la mesa a escribir. Coloco la mano sobre la montaña de papel. La montaña helada. —

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