Luz silenciosa, de Carlos Reygadas
Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?
Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?
Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.
¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.
¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —
1 comment:
Pues aquí te hago yo más o menos la misma pregunta que me hiciste sobre Banville. ¿Por qué si no hay la necesidad de contar una historia, hay por lo menos la apariencia de una trama? ¿Por qué escoger la historia de una infidelidad?¿No daría lo mismo hablar, por ejemplo, de la lucha de alguin contra una enfermedad devastadora?
¿No es esto la búsqueda del signo en detrimento de la cosa significada de la que hablaba Ciorán?
Por último, ¿importa?
Un abrazo,
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