Ansiosos, veloces, derrotados, los mensajes se disfrazan mejor que una carta antigua, como si acudieran a una cita amorosa: mientras más hambre de abandono y deseo, con artificio mayor se comportan. De esta manera corren con el apremio y la formalidad de una esquela y amenazan con el terror de los anónimos. Falsos por una cara, intimidan con la otra. Retratan con atino este mundo, su necesidad, su carencia.
(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.
Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).
Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.
Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.
Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.
Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.
Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.
Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —
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