Tuesday, March 21, 2006

Coneja y Narciso

Por David Onica

Es un agujero negro, es un caos, una pecera. Su viernes, su sábado, su domingo. Comenzó en el 10-D, Avenida Larga:
—Hola m’hijo: acompáñame a comprar discos de tango.
—¿A qué hora paso?
—A las doce menos cuarto puede ser. Traete el libro también.
—Hecho.
No compraron los discos, tenía otra cita.

13,30: Jorge Luis Semprún toma un expresso, C. Mantilla dibuja una estrella con el hígado de su plato, Romero abre una cerveza y Él espera una hamburguesa con papas. Lena Valdés cruza la puerta:
—Eh, Narciso: ¿qué fue que no me llamas?
—Dejé un mensaje en la contestadora de tu casa.
—Llámame al celular, pues.
—No importa, ya tengo lo tuyo: saquémoslo en “Aguamarina”.
—Esas manes me odian. Ni lo pienses.
—Entonces déjame ver donde puede ser.
—Bueno. No te pierdas, ¿ya?
—Ya.
Mitad de la tarde: Coneja se mueve en algún lugar de la ciudad. Viernes, “qué alivio”. Un metro setenta y tres centímetros, cuarenta y ocho kilos. Su vida es un corre corre, la vida es un corre corre. Quisiera ser más bajita, menos confiada, más segura, menos popular, más querida. Quisiera ser. “¿Dónde diablos dejé el block de notas?”. No lo sé.

Coneja odia levantarse temprano. Tiene que hacerlo: “Ya me atraso. Chao”. El secador de cabello murió: fuck off. “Tengo los papeles, las firmas, teléfonos, secadora (ah, secadora, no), lápiz labial, labios secos, pintura de uñas, celular (¿dónde estás, dónde estás maldito teléfono celular?) Tengo dos horas y media en la mañana y tres en la tarde”. “¿Dónde comeremos? ¿Con quién?”.

Una de la mañana: Él toca un timbre:
—¿Tienes el vodka?
—No..., no.
—Sin vodka no te dejamos pasar.
—Bueno hijueputas, ya vuelvo.
Toman vodka hasta las tres. Él se duerme a esa hora, completamente bebido. Por la tarde tomó cerveza con Mantilla, Romero y Semprún e inauguraron la noche con una estúpida muestra de arte. Una sola mujer guapa entre doscientos. Zona: Quito. A las veintiuna, Romero, C. Mantilla y Semprún toman rumbo desconocido. Veintidós horas: Narciso en la entrada del 10-D, edificio café, Avenida Larga. A las veinticuatro se seca el Absolut y la conversación. Son Mira Vogel, Vera, Kiki Larco y la dueña de casa. Las arrugas las persiguen como arañas. Liposucción, cirugía y peinados nuevos. Él vuelve a los varones, quiere beber.

Entre sus objetos, Coneja ama algunos, varios. Es una niña pequeña y se fastidia. Pero la gente la ve como una chica seria. Ágil. Eficaz. La eficaz Coneja guarda cosas bonitas, recuerdos, fotos. Los regalos del último cumpleaños, la imagen de Cronos, eso conserva. Cosas chiquitas, recuerdos como noches de boda. Él quiere regalarle un objeto, finas líneas color turquesa.

Sábado. Él comió camarones y sus acompañantes, pescado aromatizado con coco. Solo, marcó un centenar de veces el teléfono de Kiki Larco, su acompañante a la fiesta de los Vogel. En la fiesta una vieja se queja porque, supuestamente, Él no la saludó al llegar. “¡Ordinario!”, ha dicho la muy idiota. Más allá del comentario, el joven se resbala de la mesa de los viejos a la gran fiesta. “Quiero una chica que sea real, quiero una mujer que sea muy especial, quiero una dama que me sepa amar”. La fila para el baño se extiende como víbora. El joven termina en la sala de “Tecno y electrónica”, donde parece que se conoce todo el mundo. Saluda con Andrew y poco más tarde llega su hermano, Wladimir. Por una razón que desconoce, Wladimir le recuerda a Coneja.

El domingo recupera el sueño perdido.

¿Dónde está Coneja, ahora? Seguramente cuida a alguien. Quiere ser otra, no quiere que le hagan daño, no quiere sufrir. Ser feliz, eso es, quiere ser feliz. El tiempo cambia, la gente observa de otro modo a las mismas personas.

Ahora Coneja siente una voz que vuela del abdomen al pecho, un sueño. Durante la tercera noche Él tropieza con una vitrina. Siente el dolor y lo escoge con delicadeza. Un lagarto turquesa con fondo negro.

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