Friday, September 05, 2008

Negra la puerta de los testigos

Hoy he despertado noche. Hablamos de literatura ayer, nos embriagamos, injuriamos y vomitamos como es costumbre. Nombres distinguidos van, vienen, Rilke, César Vallejo, Proust, Pamuk, Ítalo Calvino, Javier Marías. Otros apuntan lo suyo y cierran filas en torno a lo maravillosos que son los libros y cuán importantes han sido para su vida y su obra, y entre todos procuran contagiarnos un entusiasmo que nos impida abandonarlos sobre la mesa de noche, unos con nostalgia, otros con gracia, los menos con gala de erudición mal aprendida. Ha sido una buena velada, entregada a la añoranza y la fe, como solo pueden predicar los grandes, como pueden únicamente decir los justos. Recuerdo las palabras de Pamuk y Rilke y Proust y no creo ser lo suficientemente elocuente para apreciarlas en todo su valor.

A pesar del centeno, nadie ha subido la voz, nadie se ha puesto rabioso. Van a disculparme ustedes, no pueden pedirme que sea edificante esta mañana: he amanecido noche. Si debo explicarlo diré que no he podido quitarme el sopor del whisky, que me he levantado medio dormido. Esto me recuerda que la modorra es el estado que mejor se abre a divagaciones sobre el sentido de la vida, sobre la felicidad y la desdicha, como lo ha hecho Pamuk con esas magníficas palabras pronunciadas en medio de abrazos, brindis y babeadas de ebrios. Debo hacer una pausa y aclararme la voz para decir que dos son las actividades que traen felicidad a mi mesa y estas son dormir y leer. Aunque así lo creo, no voy a formular aquí, frente a ustedes, interpretaciones del sueño en iluso afán de competir con Jung y Freud, o con intención más sospechosa de arrancarles un suspiro aquí, una risa allá. Igual que no hablaré de los sueños en un sentido esotérico, no me conformaré con hablar de la lectura y los libros como quien habla de los museos y las catedrales, es decir, con ánimo de conservación y acumulación.

Igual que Pamuk ha dicho sobre la felicidad puedo yo vociferar sobre la pena. Cierto que los libros me traen alguna felicidad en todo lo que tienen de deslumbrantes, reveladores y amenos, pero lo hacen en la misma medida en que descubren lo execrable, infeliz y absurdo que puede ser el mundo, en lo que dicen acerca del silencio y la ira, en lo que suman para que la existencia deje de tener un sentido y se diga solamente —lo ha escrito Samuel Beckett— como manchas en el silencio. Ésta, que es la lectura literaria, la forma más alta de la lectura porque enfrenta al ser con lo vacuo e incita a refocilarse en los humores de la carne, no es ciertamente edificante como podría serlo, por ejemplo, asomarse a las páginas de El origen de las especies, la Enciclopedia británica o aun a las del Dieciocho Brumario. Al menos no lo es, en el sentido de construir, sino que siempre, por su propia naturaleza, la lectura literaria es destructiva, negra, terrorista. No podría ser de otra manera si por un momento nos detenemos a pensar en que el loco, el gran loco, se hace a los caminos polvorientos de La Mancha haciendo pasar la sinrazón por razón a todo lo largo y ancho de las páginas de su aventura, con el solo fin de abrirnos los ojos, destruir la ilusión de lo cierto, y hacernos ver que la cordura es un grillete, no más que un grillete. Abracemos la locura entonces. Pero no solo a ella sino también al triunfo de la maldad sobre la torpeza de la bondad, Popeye y Benbow a ambos lados del manantial, Joe Christmas en el granero, Lena Groove en su carreta, Raskólnikov en la casa de préstamo de Aliona Ivánova, Lady Macbeth, las manos manchadas de sangre. Y no la maldad en solitario: oficio de la literatura es sumergirse en aguas profundas de las que quizá algún día saquen la cabeza Bardamu y Merseault, Malone muerto y Samsa, El Innombrable y la Guignol’s Band, para retenerlos como se retiene el dolor, el fracaso, el desamor, la incertidumbre y la soledad del ser, y si de esta manera se los retiene, estoy seguro que los hombres que vengan dejarán de hablar de la lectura como una pasión edificante.

Usted puede enojarse, abrir la boca y reclamar que visitan también esas páginas la piedad, la misericordia y el perdón, que hasta en los papeles de Faulkner, principalmente en los papeles de Faulkner, el hombre no queda abandonado a su suerte de polvo imperdonable sino que tiene oportunidad de ser salvado. Para curar su enojo me abandono a la modorra y afirmo que es la materia del silencio, del vacío, la maldad, el secreto, su materia digo, la que opera una transformación —una metamorfosis para ser más consecuente— en el yo, en el yo lector. La sinrazón, el delirio y el mal, no la redención, no la misericordia o el perdón, suenan, se graban, perduran en el testigo. La redención acaso transforme al creador, al demiurgo, a quien humaniza y dignifica, no al espectador de la comedia cuyo corazón y fibras, cuyas vísceras, no volverán nunca por su edad de la inocencia, por la edad de la ignorancia. Quédenos entonces a los lectores de literatura el cinismo, la ironía, la sorna para ensalzar nuestra creencia en la nada, nuestra anti-creencia.

No podía venir esta mañana a decirles que me siento dichoso cuando hablo de la lectura y de lo almibarada que puede resultar para nuestras vidas. En realidad he venido a decirles que la lectura literaria es un problema, un problema grave. Que aunque convoque lugares de felicidad, no deja de atraer el vacío y hundirnos. No quiero decepcionarlos, especialmente a los jóvenes o a las damas soñadoras que leen libros por las tardes, no quiero descargar mi bilis de lector amargo, solo anhelo levantar la voz y decir cuánto me fastidia que a la hora de hablar de nuestras lecturas pongamos esa expresión santurrona tan habitual en el falso culpable y el esposo hipócritamente fiel, como si asistiéramos al bautizo de un sobrino o a una boda, seré implacable con esa máscara porque no estoy de acuerdo con que la lectura sea un oficio del nosotros, argumento que una de las invitadas de ayer ha esgrimido y que también Cortázar, Julio Cortázar, que asomó primero y se fue el último, ha sugerido. Quizá en esta época en que las malas conciencias desean levantar el nosotros como un fortín tras el cual resguardarse de los pecados de barbarie, omisión y oscurantismo del pasado, sea más necesario reivindicar el yo y la edificación de un universo personal como baluarte de la lectura literaria, antes que cualquier prédica políticamente correcta. Qué lugar más íntimo, reservado y personal que el diálogo entre una conciencia escéptica y otra más o menos crítica dispuesta a hablar en alta voz, qué lugar más pecaminoso el hallazgo de una literatura. Por eso el autor, esa conciencia crítica, escribe el yo como si escribiese el nosotros, pero nunca habla del nosotros como si hablase del yo, porque cada uno carga su cruz en la Tierra y cada uno debe cargarla en soledad. El nosotros que reclaman los pedagogos y los moralistas, el nosotros que reclama quien cree lavar las palabras de la mugre con que la historia las ha embarrado, y con ello recuperar el verdadero sentido de vocablos como democracia, derechos humanos, pueblo y justicia social, su verdadero sentido, como reclamaba un Cortázar, la madrugada ya, no le sirve al lector de literatura, al lector en clave estética, tal vez y solo tal vez, al ciudadano y al hombre político, y a éstos únicamente si la supuesta autoridad moral que alguna vez se arrogó una izquierda romántica y tuerta, cediera paso a una verdadera criticidad, a un verdadero diálogo, a verdaderos enfrentamientos y combates por el sentido de las cosas a través de las palabras. Pero, según se advierte, aquello está lejos de ocurrir.

Hay quienes confían en que la lectura sacará al hombre de las tinieblas, del rencor y la intolerancia, que lo enseñará a ser justo y razonable, a ser un hombre democrático. Hay quienes creen que la lectura todo lo puede, desde evitar que las niñas dejen de comer y mueran anoréxicas hasta desasnar a los humillados. Hay quienes piensan, con cierto romanticismo y no poca propensión al melodrama, que vivir en un planeta de lectores profesionales puede precipitar una realidad distinta. Probablemente sí, quizá. Pero no es ésa la lectura literaria, no la lectura estética que nunca es llamada a vacunar contra los males que la sociedad y el Estado deben curar, no la lectura cuyo punto de partida y llegada es el ocio, una desembozada y refinada vagancia que no conoce fin en la construcción de edificios morales. Se engañan quienes suponen que la lectura literaria hará al hombre más justo, bondadoso y honesto, acaso lo convertirá en un ser más escéptico, desconfiado y suspicaz, en un ser más incierto. Es que además de procurar el yo, la lectura estética parte de la confusión y la incertidumbre, en busca de la conversación, la disquisición, la pelea, el alejamiento consciente, es decir, en pos de la negación. Por eso el hombre que no es confusión no lee, no lee literatura, quiero decir, el hombre decidido vive, ama, construye y muere en la acción. Somos los confundidos, los somnolientos, quienes leemos con ilusión, rabia y precipicio. No queda a los escritores más que pregonar la lectura porque en ella su vida se resume, porque les apasiona hablar del gremio y persuadir que su interés es el del resto, el de todos, pasar el interés de clase como el interés de la sociedad. Somos, pues, los escritores, una reaccionaria casta que, establecido el ocio como oxígeno para nuestros pulmones, se apoltrona en un sofá en burguesa y graciosa compañía a leer el libro que ha adquirido, tarjeta de crédito en mano, en una bella librería como ésta, papeles que se convertirán en su combustible y su razón de ser. No queda más que el lector de privilegio de sus ficciones y divagaciones sean los burgueses que sueñan con hacer el gángster, el aventurero y la puta, precisamente porque no lo son, porque disfrutan —y no querrán abandonarla nunca— su comodidad de respetables burgueses. Pues bien, ustedes deben oír lo que los escritores hemos sabido desde siempre pero que nos reservamos, pues decirlo atentaría contra el grupo, contra el sindicato: estamos seguros que lo auténticamente nuestro es jamás épater la bourgeoisie, hacer el bufón y recoger las migas, aunque precisamente el burgués será quien envidie las virtudes de un ocio que desconoce y de unas vidas que no conocería si no interviniese la sabiduría de la pluma de Faulkner y de Proust, de Marías y de Nuestra Señora de la Abyección, Elfriede Jelinek, tal como ha sido bautizada.

La lectura literaria nos hace intolerantes, severos y cínicos, no nos hace mejores hombres. Nos condena inquietos y amargados, nos hace discernir con irritación y nos incita a juzgar. Me hace, por ejemplo, atreverme a decir que igual que he oído con reverencia las palabras de Pamuk, quizá tanto o más que las de Rilke, he escuchado con irritación las de un tal Zoran Zivkovic, haciendo el payaso como si fuese un libro, que he escuchado con deleite, respeto, admiración y cierta vergüenza causada por mi zafiedad, a Javier Marías y a Proust, de la misma forma que he detestado el puñado de edificantes palabras de Cortázar, los extravíos de Velasco Mackenzie o la pedagogía de una señora cuyo nombre no quiero acordarme. Ahora quizá puedan entender, señores y señoras del jurado, a qué me refiero cuando sugerí que es más rentable inventar una teoría del sueño que afirmar estar medio dormido y decir lo que uno cree en verdad.

Finalmente, un pálpito: me ha dejado inquieto el hecho de que en dos ocasiones el recuerdo del padre fuese mencionado anoche, en boca del colombiano Cruz Kronfly y en la de Pamuk. Esto, creo yo, dice mucho sobre lo que he venido desbarrando. Kafka sea indulgente con ellos, porque no hacen más que confirmar que la escritura es una herida, una llaga profunda e incurable no menos grave que leer, leer literatura, quiero decir, una herida negra por la que puede irse y naufragar la vida y aun la negación de la vida, la noche: “todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres”, leemos en el Céline más oscuro. “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde dónde expresar, sin poder para expresar, sin deseo de expresar, junto a la obligación de expresar”, leemos en el Beckett más angustioso, en Beckett.

¿Existe sutura que pueda reunir los labios de la noche? —

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