Si retorno sobre lo mismo lo hago porque no puede vivir en una cabeza más que una idea, un dolor, y la escritura no es más que el febril acoso de esa pena. En el camino la vida puede hundirse en la desesperación: quizá en medio asome las orejas una obra que atestigüe el empeño del hombre como un sí, el empeño de un ego.
Dicho esto solo sé que el hombre cantó un tiempo y murió. Es una forma de decir: morir también puede significar fracasar: el hombre fracasó en el papel que su suerte le había designado, esto es, esfumarse no como un innovador si no como un solitario frente al piano de un salón de hotel. Hubiese sido un final digno.
Pero no: habiendo cantado al amor de la única forma posible, con romance, ímpetu y cursilería, convertido en un soñador, un cazador de lunas, un mercader de ilusiones, guardó el secreto por el cual sus contemporáneos lo odiaron: cantar los fastos de un mundo diluido, destruido, de un planeta en que el amor era una fuerza terrena. Un moderno jamás lo entendería: la ilusión reside en lo nuevo y no hay nada menos nuevo y renovable que el amor. El amor, se sabe, es memoria.
Su compromiso con las tonadas de terciopelo, edulcoradas diríamos, le compondrían una imagen a la medida, la del hombre elegante, bronceado de playa y delgado a petición, siempre al borde del descaro, siempre al extremo del desorden y lo oscuro. Un poco demasiado previsible. Un hombre poco demasiado imprevisible.
“¡Qué daría por tener tus caricias cada día!” cantaría, envuelto por su papel, mientras una dama rubia vestida de terciopelo se resiste a su encanto copiado de Dean Martin, de Cole Porter, de Paul Anka, de Johnny Fontane, de Serge Gainsbourg. Aunque menos que todos ellos, Iglesias sería su verdadero epígono, el que no cumpliría su destino de noche, soledad y fracaso. Se conformaría con ser envidiado por su apetito seductor, por su deslenguada torpeza, por su mal gusto al hablar de sí mismo. No sabría que todo puede ser perdonado excepto traicionar el fracaso.
Desaparecería en esa fecha tras entonar “mañana por la mañana, si no se rompe la noche, haremos locuras nuevas con el amor que nos sobre”, desaparecería porque lo único que dignifica la memoria de un verdadero crooner es el fracaso, nunca el dinero ni la fama. El romanticismo no volvería a anunciarlo en altavoces como el primero de los nocturnos americanos con habla de Castilla y quedaría solo la calle donde caminar y olvidarlo, un par de tías viejas que lo recordarían con un suspiro contenido, como la imagen de un vívido amorío imposible, como un pasado nunca habitado. Solo quedaría la calle donde olvidar su nombre. Olvidar su vida de tanto ocultar la verdad con mentiras. De tanto tentar a la pena. —
1 comment:
Si retorno sobre lo mismo lo hago porque no puede vivir en una cabeza más que una idea, un dolor, y la escritura no es más que el febril acoso de esa pena.
Bella frase, hasta la he puesto en mi blog.
Un saludo,
D
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