Habría sido delgada de joven, distante, impaciente y con el mundo volcado a su interior. No podría decirse que sus mejillas hubiesen sido algo más que mejillas hundidas, tersas, frías, un poco húmedas, y que las lágrimas las hubiesen regado escasamente durante la infancia, casi nada después, solo insistir en que los ojos han sido siempre los mismos, un par de balcones de otra lechuza, testimonio de otra vida, idéntica, en el ayer, la que no demanda nada de una madre, de una mujer, de un hombre, la que nada espera: propietaria de sí misma, ella no desearía ser de nadie ni poseer a nadie, sería, lo que se dice, una mujer algo fría, una mujer sola, una persona. Así estaría bien.
Ha pasado el tiempo, los años avanzaron sobre la pared como una sombra: Flora habita en un departamento donde el orden y el polvo marcan su territorio hasta que el sábado la mucama venga con el plumero a remover la justicia del tiempo sobre el mueble. La atiende a las ocho, saluda con la mano sin cruzar palabra y se encierra en el cuarto de baño. Desde que cumpliera los cincuenta, Flora cepilla muy bien su corta melena todos los días a la misma hora, las nueve, la protege con una red y se baña cuidadosa, milimétricamente, a fin de evitar que el cabello sea estropeado por el agua. Pero al ir al ropero nunca ha podido reprimir el impulso de elegir todos los días lo que siempre elegirá para recordar sus votos de templanza y firmeza: un suéter oscuro con el cuello de tortuga que, inevitablemente, desarmará el arreglo. Las otras prendas acudirán por obligación, un pantalón con cuadros oscuros, un par de botines de gamuza, una bufanda de lana de rayas verdes y rojas, un par de guantes. Los anteojos rectangulares, marrones y caros, siempre boca abajo, siempre abiertos, serán tomados de la mesa de noche por su mano temblorosa y arrugada como el acto final del procedimiento.
Febo, el gato, repele y se encarama, alternativamente, en la víbora tubular de la máquina aspiradora. Flora lo observa desde la mesa blanca del desayunador mientras el café humea sobre el fondo gris de la ventana que enmarca los nevados en el occidente. Apura la taza pero siempre en el lecho un poso de óxido se estanca. Febo se ha hartado de la aspiradora y termina tendido sobre el sofá blanco y peludo, cansado de dar la guerra. Cesa por fin el sonido de la máquina y Flora puede extraer los papeles del cajón para disponerlos sobre la mesa, en bloques, uno al lado del otro. El trabajo apenas comienza, escribe a mano, con una caligrafía regular y uniforme dibujada sobre el papel común y corriente.
Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza.
Deja reposar los anteojos boca abajo, abiertos sobre uno de los bloques. En una mesa cuadrangular y diminuta, situada en una esquina, se observa el teléfono. “Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza, procuran el tedio para huir de la verdad, de la nada”.
—¿Me escuchas, antigualla, me escuchas, tú? —.
1 comment:
Qué pena, aquella señora a quienes los guardianes del supermercado ven con sospecha por su estrafalaria vestimenta, Bardamú se ha enamorado de ella, creo.
Flora, se llama?
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