Monday, October 20, 2008

YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas

«Sobre el escritorio del doctor la encontré, me llevé la revista y leí tu artículo sobre Thomas Bernhard. Como es habitual, no estoy de acuerdo: el artista procura el silencio, nunca el sonido. Así sucede con Walser, con Frisch, con la poesía, en eso se afanan Bernhard e Inge Bachmann». Mientras Franco lee este mail, una lancha altera con su tórrido desgano los lechuguines del Guayas y yo me tomo una cerveza. La espesura del cielo gris desaparece cuando el brillo del sol conquista el horizonte hasta morir tras una isla. Como para el habitante de cualquier puerto, las aletas de mi nariz son inmunes al hedor del malecón, al sudor de los cuerpos, al humor que asciende desde la tripa. La necesidad de las cartas. Flora ha enviado a Franco otro de una serie de mails sobre el tema de la palabra y el silencio. Citó nuevamente a Nietzsche (“en todo hablar hay una pizca de desprecio. El lenguaje, parece, ha sido inventado solo para decir lo ordinario”), hizo un send y se ha excusado de la necesidad de tomar el teléfono y hablarle, se eximió de dar la cara exponiéndose a la verdad. Retorna la escritura con esta arma, anónima, hasta para quien ha retenido el sudor del cuerpo después de una cama, hasta para quien conserva el olor juvenil del deseo. Son telegramas, mensajes que atienden a lo inmediato, a la urgencia de notificación. Eso es: son notificaciones. Un anciano de barba blanca y cotona atraviesa el malecón, agobiado por un tiempo que no le permitió ser lo que él quiso y solo le ha dejado la injuria y la inquina. Se percibe en su modo de llevar el bastón, se sabe que el escritor barbudo ha de odiar. Mientras se aleja y observo el ondular de sus bastas, pienso en las diferencias, en las peculiaridades: si a una carta escrita a mano corresponde un mundo de esperanza (el despertar de un amorío, la venganza inminente, la insalvable llamada al frente), a una de esas que aparecen en la pantalla de una máquina ha de corresponderle uno de espera: la distancia entre la ansiedad y lo promisorio, la peculiaridad de lo inminente y lo posible. A partir de ello intento liar una secuencia: en el mundo antiguo uno escribía cartas con la ilusión de que un suceso o una llamada trastornase el orden de las cosas, por el contrario, cuando uno envía un mail, no parece albergar ilusión mayor, parece ser que las cosas no podrán ser alteradas por un suceso dicho en unas frases apenas, y que soñar ya no es posible porque la velocidad constituye una interpretación de la derrota. Así tenemos que en aquel mundo, lento y ya extinguido, uno aguardaba pacientemente la llegada del papel, oía los nudillos del cartero y su apacible ritual (bocina del triciclo, paquete de envío, esperanza del nombre, extravío siempre acechante), mientras en este mundo uno desencripta su máquina hastiado, y halla lo que supone ya, lo que imagina. Si ocurre así, pienso (y lo escribo en pedazos de servilletas de papel), los vocablos previsibles e imaginados anticipan solamente un encanto, la acumulación, uno y otro sepultados en sus mazmorras electrónicas, uno detrás de otro abandonados al olvido, curiosidad solo de una notificación de futuro. El resto verdaderamente importante, aquellos mensajes ardientemente esperados (no el telegrama, no la súplica) se atesoraban en un breve arcón, entre las páginas de un libro, al costado de una almohada o en un paquete atado con cinta. Conformaban de ese modo un tesoro.

2 comments:

Anonymous said...

Porque el silencio, más que un reducto, resulta un estruendo encerrado en el corazón de la piedra

jp castro

www.unavidainconclusa.blogspot.com

Douglas said...

Muy bueno esto.

Salud,
D