Monday, March 03, 2008

Bitácora del narrador: El libro flotante de Caytran Dölphin de Leonardo Valencia

I. Mientras roncan las olas, Zampanó, tumbado en la playa, llora desconsolado y su cara camina paso a paso a un amasijo de lágrimas, arena y sal. Gelsomina, el amor, ha muerto. El efecto conocido como «fundido» pinta de negro la pantalla pero ninguna palabra cierra la historia, ningún fin, ningún the end. ¿Continuará la vida de Zampanó después de las olas y la muerte? ¿En algún tiempo o lugar el hombre enmendará, recapitulará? ¿Quién ha contado la historia, quién ha dispuesto los elementos, la compra de una chica boba, el acto de circo, las cadenas, los golpes, el asesinato de un equilibrista y la esperada locura de la mujer? ¿Serán pistas sobre lo que acaso vive antes y después de la pantalla? A quien cuenta la historia alguien más ha servido de consejero. Esta persona, la que ayuda, quizá responda a un nombre, Fellini o similares. Podría nacer a orillas del mar igual que Zampanó, podría recordar la niebla del Adriático cuando sea mayor, podría alcanzar Roma y quizá escriba la historia de un hombre que ha perdido a la mujer que amó y hasta se coloque tras una cámara de cine. Defenderá películas sin letrero de «fin» al cabo del metraje, creerá que consignar esta palabra es una traición a personajes que permanecen vivos en alguna parte, tras la función. No existirá para él final de una Strada, de unas Noches de Cabiria, de unos Inútiles, esferas flotantes sin principio ni fin.

Hablo sobre un autor de cine, un hombre llamado Federico Fellini. Me corresponde ahora decir sobre un libro, un artefacto elaborado por un ser que teje los hilos de una historia. Quisiera apuntar que pocas veces un autor logra disponer sus elementos para crear la ilusión de que sus personajes permanecen vivos en el carrete del film o entre las tapas del libro. Conoce este autor que lo narrado es una versión de la realidad, la invitación a tomar un tempo, organizador del mundo. Ustedes saben, sumergirse es abandonar lo real, recoger las pistas que el hombre que ayuda a tramar una historia ha plantado. Recorreremos estos ramales, una y otra vez, y no tendremos norte definido pero nos enajenará el follaje de la senda. Las ramas y las hojas son la imaginación y la intuición del demiurgo del planeta imaginario, de su espacio y tiempo. Comienzo por los finales abiertos que trascienden el papel y la tinta como pretexto para hablar del libro de esos caminos, el libro de los hermanos Fabbre, Caytran e Ignacio, y la historia de una ciudad inundada que como cosa curiosa lleva el nombre de Guayaquil, el mismo de la ciudad de un país. El volumen titulado sospechosamente El libro flotante de Caytran Dölphin, es a su vez la historia de otro, Estuario, compilación de presagios y enigmas, libro en retazos que transmite su atmósfera a la obra que lo acoge.

Los misterios de Estuario refieren el problema de la identidad en el sentido de ser alguien por lo que uno dice (o por lo que uno piensa: siempre se piensa en una lengua). Si aceptamos que una novela es primordialmente un artefacto de la palabra —y vaya si esto traerá controversias y objeciones—, sus personajes se identificarán por lo qué dicen y cómo lo dicen. Al respecto Leonardo Valencia, presunto autor del libro huésped de Estuario, esgrime opiniones muy claras en sus ensayos. En uno de ellos, “¿Cuánta patria necesita un novelista?”, sostiene que la única patria del narrador es su lengua: el novelista debe remover un sistema de ideas preconcebido con palabras que luchan por significar algo. Esta misión, creo yo, es el norte en la brújula de este libro, esta panza de ballena, El libro flotante de Caytran Dölphin.

Decimos, pensamos, para ser algo, pero esta necesidad, lo ha dicho Magris, contiene en sí misma la intención de no ser nadie pues un intento de identificación es un equívoco, tratar de ser algo que todavía no somos. Identificarnos es negarnos. En las páginas de El libro flotante los personajes son un quizá, dudado a través de la palabra. Existe en su autor la intención de escenificar una representación de la lengua y hacer que sus personajes se identifiquen desde y en el lenguaje. Bajo esta precaución ha de leerse. Naturalmente las pesquisas de la realidad permanecerán en sus muelles y a cada resonancia imaginaria tal vez se remitan a la realidad de la historia que, por cierto, es la anti novela, la anti literatura, el anti relato, el flujo de la violencia. En El libro flotante la “realidad histórica” de la ciudad, por ejemplo, se repliega y da paso al símbolo, a una palabra en interrogación permanente:

Ocultan el fuego de los desquiciados —escribe Caytran— como si no existiera, como si fuera fácil negarlo. Suministran sedantes, aletargan o recluyen al extraño en el último rincón de pabellones amurallados, lo alejan tanto del mundo que no puede asomarse a la calle ni a los salones ni al juicio de los demás. Sucia y provisional, la ciudad quiere parecer limpia e impecable. Ridículo escenario para actores de segunda categoría, empezando por mí mismo.” (p. 99)

Habla el autor sobre el catálogo de enmascarados de una ciudad imaginaria que es la adición de lenguas individuales en busca de identidad mediante el decir o el callar. En El libro flotante el autor se aplica en nombrar las cosas por vez primera, es decir, identificarlas para negarlas y hacer gracia a la sospecha de Magris: volvemos a escuchar un guijarro arrojado al agua decenas de páginas atrás, las antiguas señas son puntos negros en una cartografía marítima que advierte que los ramales no concluyen. El alma destruida y acallada del Guayaquil de la novela se torna anfibia, un “cachorro de centauro al borde de la pendiente del lote baldío” que retorna por su pasado y se venga con el lenguaje. No hay fin, no hay the end. Las estacas se disponen como artificios hechos de palabras, los lugares de la anécdota se alejan de su referente, cumplen con el deber de la prosa: negar la realidad. Negar es nombrar lo imposible, aproximarse a Jabès, profeta caro en la imaginación de Leonardo Valencia quien ha escrito “el desierto es algo más que una práctica de silencio y escucha… una apertura eterna. La apertura de toda escritura, esa que el escritor tiene por función preservar”. El desierto, parece decirnos Valencia, son las dunas de las acciones y asociaciones insólitas. El lenguaje expresado u oculto, es decir, el lenguaje doblemente dicho, es el lugar de lo autónomo y mítico que habla con palabra literaria. En el desierto bullen, conjuran, maldicen, los fragmentos de la apócrifa Estuario, dispuestos al inicio de cada capítulo y por doquier en esta novela, legendarios contenidos del infinito ser de la lengua.

Infinito y eterno: éste es un libro de tiempo, una maquinaria del tiempo. El tiempo convertido en palabras se denomina narrador, no más que el faro que arroja luz sobre las pistas de un relato. Hipnótico es en este Libro flotante el movimiento que antela cada parada del narrador. Más que personajes encuentro en la obra materializaciones del tiempo identificadas con un nombre; entre ellas también flota el tiempo, “allá, en el fondo de las aguas de estos tiempos que se cruzan” y se revela que la maquinaria es una sucesión de planos que muestran algunas aristas del todo sin jamás descubrir el cuadro completo. Vagas las pistas, ocurren los hechos en algún año de algún siglo, a espaldas del reloj. Mientras domina el horizonte de lo que cuenta, la voz narrativa disuelve los límites entre espacio y tiempo, el lenguaje arroja mil posibilidades lúdicas, el narrador se divierte, engaña al lector con asociaciones ilícitas dispuestas sobre la mesa como una máquina de coser y un paraguas, a la manera de Lautréamont:

“Todas sus nociones topográficas se cruzaron en su mente sin que pudieran detenerse en una palabra segura.” (p. 109)

El autor del libro nos sumerge en este dédalo con la pericia de un buzo experto, mediante flashbacks siniestros y reiteraciones hipnóticas: flotante, flotantes, flotar vienen de ayer a tintinear en los remansos, huyen de la intemperie y del “vasto espacio desconocido de la matria” que “espera en el destierro, en los libros flotantes, en el silencio de los abandonos y en las figuraciones del desierto” . El final de cada uno de los quince capítulos se engarza afortunada y enigmáticamente con el siguiente y comienza el comentario de los aforismos de la enquistada Estuario que nos guían por laberintos sin fin en el pasado colectivo de los personajes. Pero el tiempo al igual que el agua es elemento poco confiable para las cavilaciones de identidad. El narrador confiesa: “Los tiempos verbales son la peor zancadilla para mantener nuestra identidad.” (p. 203), el transcurrir estropea la memoria, la confunde, la santifica. Uno de los personajes, el loco de los esteros, nos recuerda a Belfegor, ángel caído de la tercera esfera y sucia conciencia de los esteros de esa Guayaquil que aparecía en la primera entrega de esta anécdota en uno de los relatos de La luna nómada (¿o llámase este personaje Anchudia, Quispe, Valdrás, como sugiere el narrador? Da igual). Y, la madre de Ignacio a la final, ¿es presa del cáncer o de la locura, esa diosa negra? El tiempo es el jugador de esta novela y el narrador su arnés. Consecuentemente, pretender ser algo unitario en estas aguas es poco menos que una audacia: Ignacio Fabbre, el hombre, será Ignatius el poeta; los sobrevivientes de la ciudad sumergida serán llamados Gordon Pym, Barnabooth, Iris Murdoch, Nemo, Ahab: la historia de la literatura como decía Emerson es una historia del espíritu; sobre el casco de este navío narrativo desdibujo yo, del espíritu juguetón que se ha apoderado del narrador. En este juego los nombres son cartas de un naipe, valores intercambiables, prescindibles, faros en las orillas. Presentimos esos nombres en otros cuentos pero dudamos, las letras del libro conspiran contra su significación, es el cáncer del tiempo: “Navegamos en nuestros nombres —escribe Caytran—, trazamos su ruta y la entonación de quien lo pronuncia. Su luz precaria es más provechosa que el deslumbramiento de una explicación.” (p. 95).

La literatura es un develamiento progresivo de misterios y esta novela dispone artificios lingüísticos que preservan el suspenso y la intriga. Alguna vez Octavio Paz dijo que la geometría es la antesala del horror: podría decirse que la reiteración y la paráfrasis son el método de la hipnosis y la topografía, el trazado de esta intriga. A mitad de la novela, a bordo de un navío hacia un punto imaginario, el narrador se detiene y el libro se dobla sobre sí mismo, el narrador retorna por sus pasos en la topografía de las palabras, se adormece, no llegamos a saber si ha despertado: “He soñado con la niña”, dice, embriagado el tiempo con su prosa ambigua, en sus labios todavía el sabor del sueño. Pero, ¿qué sucedería si el narrador tuviese una pesadilla? Acaso lo descubramos en esta novela.

II. El verdadero protagonista de El libro flotante es este narrador caprichoso, insolente, desquiciado y chocarrero, voz que regula las versiones de la historia, árbitro de los recados al lector, licencia que permite o advierte sobre la naturaleza de la lectura o que habla en condicional y sugiere que las cosas quizá formen parte de otro sitio u ocurrieron de otra manera. Lo posible arroja una deliciosa ambigüedad sobre la autoría de lo que es contado. El nombre del narrador de la historia más antigua no es siempre su propietario legítimo y más bien conviene saber que todos los que cuentan un fragmento e iluminan parte del cuadro se convierten en apócrifos.

Valencia, el novelista, parece sugerir que el vínculo verdadero entre el autor y su expresión reside en el espíritu de lo literario y ese espíritu es uno solo. En consecuencia, todo es una metáfora: la inundación, los personajes, la muerte que ronda en torno de Lucienne, madre de Caytran, de los saqueadores de los escombros, del loco de los esteros y de Ignacio; la ciudad, los esteros, las inmersiones de los buzos (zambullidas en pos de la niñez de un personaje, de los fósiles que duermen en la piel) son metáforas. Naturaleza e historia caminan paralelas en este juego de similitudes, como corrientes frías y calientes que luchan frente a la costa de una ciudad anegada, símbolo del contrapunto entre los caracteres y la vida. En este mundo artificial se respira la poesía del secreto y la duda. Juan Benet ha dicho que “para un escritor la revisión de los valores léxicos, sintácticos y estilísticos, supone la no aceptación de un patrimonio común”. Esta es una de las ambiciones de Valencia, remover la pátina de la palabra, recoger su poesía, limpiar el barro de la naturaleza y la sangre de la historia. Aceptemos a Benet y creamos que la realidad adopta un método sibilino para manifestarse, que la literatura se expresa mediante ocultaciones pero deja a cambio un conocimiento más vasto de la realidad a medida que se independiza de las categorías habituales de la naturaleza. Ocurre esto en la pintura de la ciudad de El libro flotante, donde los resultados “predicativos” de Benet, se abren a la imaginación más emancipada. Leonardo ha escrito: “Como piezas de dominó, hojas y tapas y cubiertas de libros flotaban a la deriva. La marea arrastraba los libros sin que la ciudad se diera cuenta.” Este es el secreto: las páginas de cualquier libro son respuestas con antifaces hechos de palabras.

Pero si el lenguaje de los días es una máscara, ¿en qué idioma reflexionamos y soñamos?

III. Mi escritorio es de vidrio, en él he visto reflejada la tapa de este libro. El reflejo me lo trajo como una acuarela de exilio. Con la mirada fija sobre el cristal, recuerdo a Zampanó que sollloza en la dispersión de su ángel, recuerdo que ha retornado la brisa y quien tejió el libro presiente el mar en sus mejillas. Recuerdo que ha permanecido de pie a orillas del lago Albano mientras las páginas flotan a la deriva sobre sus aguas. Ninguna palabra sella esta historia, ningún fin, ningún the end. ¿Quién contará la vida de Caytran Dölphin, el que tomó su nombre de la máquina del mar, quién recogerá las pistas de su vida, muelles, crepúsculos de plata y luna plena reflejada sobre el agua de esteros que se hinchan en las noches? Alguien recrea esta historia y otro es el consejero en la entonación de la voz. Quizá responda a un nombre, autor quizá. El autor pudiese haber nacido a orillas del lago o en las orillas de los esteros donde ha flotado Caytran, pudiese recordar el aire del golfo, regresar a la ciudad y bautizar un libro que habla de dos hermanos y una historia de agua. Este autor no pondrá fin a sus historias, porque siente que esa lápida es marca de la traición a personajes que siguen vivos, después de cerrar el libro. No existirá para él un final de su libro flotante. La gaviota, que no el buitre, dejará abiertas las compuertas para siempre.-

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