Friday, March 14, 2008
YO, FRANCO. Cantina de Campoverde
Ayer bebí una botella de whisky. Cuando bebo recuerdo la mano de papá sobre mi nuca, la suave mano que abrazó a Campoverde, el cantinero de espalda de leñador inglés, el de la nariz roja que suda copiosamente y a quien todos respetan porque le deben el silencio y el dinero. Papá iba a su cantina después del trabajo y me llevaba con él, como esta tarde que acaricio los nudillos de un balón y lo meto en su red portátil, mientras papá ha bebido unas ocho cervezas y arroja los naipes sobre el tapete rojo con un “dos” cantado con voz farragosa y empastada, zas, “dos”, y las risas explotan nerviosas, brutales, estúpidas. He aquí yo, tan pequeño, con el balón sobre las piernas y un plato de cebiche por delante, sabor nuevo de cebollas, tomates, camarones, salsa y aceite, he aquí ellos al ras de sus gruñidos y sus piernas bamboleantes que tropiezan camino de la puerta del sanitario. Este que viene es amigo de papá, Santaelena, tiene mofles hundidos y mirada servil. Cuando regresa del servicio y se sienta a la mesa, Santaelena agarra la pierna de la única mujer que ha venido con nosotros, esa que lanza carcajadas de bruja. He terminado el cebiche y me pongo a practicar lo que aprendí, sacar y meter el balón en la red portátil, una y otra vez, pero ya es de noche, deben ser las diez, sé calcular la hora por la caída del sol, mamá estará en casa, inquieta, despierta, cansada de esperar, cubierta en llanto. Yo también me echo a llorar, copiosamente, en silencio, hasta que Campoverde se da cuenta y me mira con esos ojos vidriosos que sabré después y para siempre que son el negro del alcohol, esos ojos criminales y burdos que se acercan con un sonido de plomo. El hombre dice que me calle, extiende la mano pero desiste, se da la vuelta, abre el refrigerador, extrae una gaseosa amarilla algo viscosa y me la da. Mi abuela María ha intentado enseñarme a beber sin meterme el pico entero de la botella, solo una leve presión y listo. Pero no puedo, prefiero enchufármela aunque me empapo la camisa. Campoverde se queda tranquilo: no puedo chillar o intentar marcharme. Al llegar a casa no digo nada aunque mamá pregunta (papá ha bajado a duras penas las escaleras que llevan a la puerta de casa, ha gritado, ha vomitado, pero se queda dormido como un saco ronco) y solo puedo mentirle, decirle que he estado bien, “comí un cebiche, estaba rico. Fue el señor Campoverde, él me lo regaló, mamá”, ella enjuga sus lágrimas, me acuna en su pecho y percibo su olor blanco y lácteo, su olor enemigo del centeno y la cebada, su olor a mamá. Huelo. —
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