Wednesday, March 26, 2008

YO, FRANCO. Sonidos


Muriel celebraría en la estación su cumpleaños número cuarenta, igual que hiciera con el treinta, el veinte y los otros. Habitualmente concluía la emisión cuando el reloj marcaba las cuatro, solicitaba al operador que programara On the radio y con voz ronca decía al micrófono, “nuevo telón cae esclavos de la noche. Espero por ustedes mañana a las doce. Amen y mueran por el amor”. Pronunciadas estas palabras aguardaba que la voz de Donna Summer se apagara, se despedía del operador, desconectaba las luces, tomaba la pluma que su padre le regaló el día de su graduación y la guardaba en el bolsillo de la camisa. Solía usar la pluma para anotar tonterías, el mensaje de un oyente, la canción solicitada, el número telefónico de la mujer que confiaba secretos a una voz anónima e incognoscible. Era una estilográfica demasiado cara para un hombre como él pero la conservaba con tal escrúpulo que nunca la había puesto en riesgo.

Pero aquella noche Muriel se pasó pensando una lista personal. La anotó en una hoja de carta, a vuela pluma, como su padre le había enseñado. Esta la selección:

botón de aparcado
ruedas sobre asfalto húmedo
agua corriendo en los canalones
abrir el refrigerador
descorchar la champaña
jalar la cadenita de la lámpara
extraer la tapa de la pluma
pasos de papá en la escalera
trino de los pájaros al amanecer
voz del frío
tic tac del reloj de pulsera
botines en el granizo
auto deslizándose en la grava
última bocanada del desagüe
plumas del coche (en las películas)
vino en la copa (también en las películas)
estertor del aparato de sonido
crujir de los puntos de polvo sobre la pantalla del televisor
quejido nocturno de la madera
ronroneo del gato
último suspiro del bebé
hileras de concha en una puerta
escoba sobre el parqué
brochazos

En su cabeza rondaban otros, tan habituales, tan cercanos —destapar una conserva, rasgar un sobre, una bombilla fluorescente, bisagras roncas, teléfono antiguo, puerta corrediza de rulemanes, zanahorias en el rallador, desmolde del pastel, navaja, campanilla para el servicio, botón de encendido de la máquina fotográfica, el delicado sonido del trueno— pero se puso a reflexionar por qué los libros no emiten sonido alguno si son, como dicen, emocionantes y valiosos. Descubrí la hoja la mañana siguiente a un costado del micrófono, a una hora en que Muriel acaso despertase tan solo para abrir el refrigerador —un jamón, un queso, un pedazo de salame— y preparar un bocadillo. Tomaría el cuchillo y vería su reflejo en la hoja, cuarenta años, más. En la mesa de la estación, conmigo, encima de la carta, descansaría su pluma. —

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