Monday, July 07, 2008

Gaingsbourg

La frente de Gaingsbourg descansa en la puerta de roble como el lamento del enamorado. Sus manos picadas de artritis se adhieren a los pliegues del panelado, un poco en alto, un poco crispadas, dos suplicantes. La rodilla derecha sostiene la figura, sobre ella descansa el peso del cuerpo aplazado, mientras la izquierda gravita en ligera flexión atraída por el dilema de su autor en la Tierra, Gaingsbourg y el dolor. En fin que Gaingsbourg se ha quedado pegado ahí contra la puerta, unos segundos antes de caer de rodillas y hacer su rabieta, festoneada por mocos, lágrimas y uno que otro grito, ha manchado la puerta con la herida, la imagen ha impregnado la retina, coloreada en café y azul oscuro, azul la pared, café la puerta, durante ese breve e indispensable aliento que la graba e impregna en el ojo y en el recuerdo. Bien que Gaingsbourg es un hombre viejo con el cabello plateado y restirado, sus manos huesudas tienen los mismos puntos negros que los plátanos dañados aunque el tono es descolorido y moreno en honor de horas y horas de cigarrillo francés y copas de brandy, igual que morena y descolorida es la piel del rostro y el cuello agrietado y flaco, pues Gaingsbourg bordea los setenta. Esta tarde, Gaingsbourg se ha tocado con una camisa de puños franceses y traje celeste de seda siempre sin corbata porque desde aquella vez que cantó Les sans culottes ante el dueño del cabaret aceptó el único consejo y las únicas palabras que éste le dijera —una ráfaga descargada por la comisura de los labios— y que fueron: «una cantante debe parecer puta y ser en verdad una dama pero un cantante siempre ha de parecer lo que es: un cabrón». Así es que Gaingsbourg ha descargado su semen en todas las vaginas, desde las incipientes, peladas y vírgenes hasta los gordos matorrales pestilentes de las rameras en decadencia, y ha terminado por honrar con creces el adagio. Ahora lo he visto fundido en la puerta, gimiendo como esa ramera, con voz sibilina y vetusta. Ha caído de rodillas, Gaingsbourg, una piettá, y se ha hundido en sí hasta que el grito se metamorfoseara en un bordoneo ronco y animal y se extraviara en el silencio del estudio. He de decir que Gaingsbourg perdió la paciencia hace años y no volvió a ser el mismo, que dejó de interesarse en la búsqueda, la cacería y la palabra, que una noche mientras contemplaba a una mosca morir ahogada en su copa de brandy sintió que no podría volver a sudar y a desgastarse, que no quería volver a irse. La primera fue difícil de hallar y comprar, no había una que fielmente se adaptase a sus exigencias físicas y estéticas —hay que decir que Gaingsbourg siempre ha sido un artesano exigente, oficioso y pulcro— pero, fundamentalmente, a su manera de llevar el compás. A la final, en una calleja del centro, donde un anticuario, la descubrió y revisó, tomó sus medidas con una cinta y la rodeó con sus brazos a fin de estimar el movimiento, la ligereza y el vaivén. Una vez que hubo pagado el importe, Gaingsbourg la tomó por la cintura con toda la fuerza de su brazo derecho y la colocó cuidadosamente en el breve nido que había acondicionado para ella en el cajón del auto. Las otras llegaron aprisa una vez que Gaingsbourg evaluó el modo de estimarlas y entonces el proceso se hizo sencillo, simple tal vez, aunque nunca carente de temor y desconcierto, lo que constituía, por esencia, la causa y motor de su ejecución. Desde el principio las bañaba y vestía con afán, las maquillaba y les compraba ropa, y llamaba a todas por su nombre antes de beber la última copa y elegir a una para que lo acompañara al lecho. Hasta la última noche en que, llegado tarde, se acercó a ellas, las besó en los labios y les regaló su nombre, aunque percibió que una, Marta, la pelirroja, no estaba. «Marta, Marta», llamó Gaingsbourg y no respondió más que la eternidad del silencio, la buscó por todas partes, vació los roperos, las estanterías, escarbó en los platos sucios, pero ella no estaba. Se le ocurrió abrir las puertas gemelas que separan el balcón de la sala —exactamente en la orilla opuesta de la puerta en la que lo veo ahora— para hacerse a la visión de la piel mortecina e inmaculada, tersa, plástica, al cuerpo inclinado y tieso sobre los ladrillos del borde del balcón, la nuca por soporte y los cabellos azotados por el viento, con un fulgor de sangre dibujado en la comisura de la boca. Gaingsbourg intentó reanimarla, una vez, otra, pero fue vano, el hilillo en la boca de Marta era, como suele decirse, irreversible. Luego vinieron los rituales propios de la desesperación y el dolor, gritos, tensión de músculos, correteos, miradas en alto y cabezas, cabeza, gachas. Hasta que la razón de Gaingsbourg hizo conciencia de la incurabilidad del hecho, de su fatalidad, y dejó que actuase solamente el corazón, el corazón lo condujo a la puerta, al abrazo de la muerte y el grito, a la piedad. He aquí que la rodilla derecha sostuvo la figura y que la izquierda se limitó a permanecer flexionada. He aquí los clavos de la pasión regados sobre el parquet del estudio. Aquí, un Gaingsbourg. —

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