Mientras estuve en el jardín de infantes, de tarde en tarde solía visitar una papelería cuyo dueño era un tipo canoso con cara de sapo que jamás sonreía y se convirtió para mí en la encarnación del temor. Aunque le temiese, siempre volvía a la papelería a ver y —si la fortuna me era propicia— a comprar lápices de colores, pegatinas, cola, lápices de punta suave, reglas, cinta adhesiva y una obsesión en particular: una pluma estilográfica. Recuerden que ello ocurría después de abandonar el salón de juegos del jardín de infantes que por lo general expedía un aroma a lápices de colores, a reglas y a pegamento aunque en alguna ocasión la descomposición de un huevo duro oculto en una lonchera contagiara el salón con su olor fétido que invariablemente condenaba a la vergüenza a su propietario.
Han pasado los años.
Tengo ahora un empleo detestable, ambiciones reprimidas, poco más de un duro. Veinticinco años, quizá menos. Necesito, no sé por qué, comprar un par de hojas a cuadros. Abro la puerta, de gancho, la mujer del mostrador, casi anciana, es de rostro severo pero afable. Sin embargo no me concentro en ella, reciben las ventanas de mi nariz el aroma a hojas nuevas, a tinta china, a plumas, rapidógrafos, pegatinas, a cola y lápices de colores. Soy muy pequeño ante al mostrador, no alcanzo a extender la mano y pagarle. Es una lástima ser tan minúsculo, tan adulto.
La nariz es la memoria, me propondré escribir. Alguien ya lo dijo, he olvidado también su nombre. Ahora huelo: huevos duros podridos —ah, ese olor tan sulfuroso— colonias baratas, brillantina, Glostora, espuma de afeitar aroma de limón, revistas húmedas en el baúl, pañales sucios, cieno podrido en el desagüe, el regazo de mi madre, lácteo y fértil, cebollas cocidas en la sartén, flatos de huevo duro, flatos de carne asada, flatos de empanadas de queso, flatos. La tierra mojada, ¿huele bien? El césped cortado estoy seguro apesta igual que el asfalto secándose, aunque hay quienes aman ese olor, mi esposa, por ejemplo.
Hombre que no olfatea no recuerda. No es posible, gracias a Dios. Podrás ser sordo, ciego, bruto, pero no podrás dejar de oler.
Desarrollo un sistema para evitar oler, contraigo las membranas de mi nariz que repulsan el olor. Mi madre no me cree, mi padre no me cree, nadie me cree. Corro sobre la tierra húmeda del patio, entre bidones oxidados y bloques de adobe, tan chiquito. Las gallinas hieden, sus alas mojadas, su excremento. Contraigo las membranas.
Si eres sordo, puedes pintar, colorear la imaginación. Si eres ciego y listo lo más probable es que filosofes, que alimentes el ojo interior que espía los secretos de las cosas. Si te sientas a la mesa observa el pescado cuidadosamente, sus agallas, su ojo estático sobre el plato. Tensiona las ventanas de la nariz, aspira, huele. Eres tú, hombre, artista, caída. Ese eres tú: pasado puro, pestilencia, hedor, fragancia.
Yo, huelo. —
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