Thursday, July 17, 2008

YO, FRANCO. El coprófago

Con el correr de los años, las tiras de cinta adhesiva se han desprendido y han ido adquiriendo un maquillaje cobrizo que, si lo miras de cerca, a distancia de una cuarta o menos, está compuesto por gránulos casi imperceptibles, una suerte de puntiaguda reserva de excremento de las paredes y el aire. Los bordes apenas adheridos a las ampollas que inflan las paredes aquí y allá, se enroscan como enfermedades de la piel del tiempo, marrones espirales tiesos en la punta, blandos en medio, ajados en todos los puntos, mientras el último cuelga desprendido de su objetivo y despelleja el yeso que cae pedazo por pedazo sobre el suelo. Lo primero en que uno fija la atención son las masas turgentes y oscuras coronadas por trozos de carne cruda y sangrante, la rotundez, el tamaño extremo, el brillo opaco que las cubre como grasa vacuna, mientras ella extravía su mirada en el horizonte, despreocupada, fingida, bajo la orden de mostrar esa despreocupación que, si incita al fotógrafo, tal vez incite al sujeto que la coloque como compañía. El resto se aprecia menos, el sudor de las paredes que ha convertido uno de los extremos en hostia amarillenta cuarteándose a cada respiración del verano o a cada golpe de la puerta, la superficie inferior abombada por el peso de las soledades, los colores prisioneros de una época a la que no pertenecen si no a un sueño antiguo, a una imaginación desgastada y traicionada por quienes creyeron en ella y son ahora, recuerdo, añoranza, repetida anécdota. Frente a la pared, la cama deshecha, las sábanas manchadas de día y de sol, el hombre tendido sobre ellas como un bulto que respira aparatosamente, la garganta congestionada por el tabaco y el frío, la cara hinchada a causa del insano sueño de día. Al pie de la cama, a su derecha, la botella de cristal rebosa un caldo amarillento, cálido, espumoso y espeso, que a esa hora atrae ya las moscas de los geranios, esas flores que huelen a jardín de vieja, a remisión y tardanza de la casa de una madre, las moscas que se arremolinan en el pico entusiasmadas por el caldo nuevo pero son repelidas por el sabor de la urea y huyen pronto en estampida. El ritmo ha sido igual hace mucho, desde que se hundió la posibilidad del recuerdo y fue muriendo la oportunidad de variación y sorpresa, un ir y venir de mañanas enterradas en el olvido, noches abstemias, solas, placenteras, y sueños mojados, sudorosos e inquietos que se asentaron desde que él supo, desde siempre, que no abandonaría jamás la pieza, desde que aceptó ser uno de aquellos que jamás encontrarán edad adulta porque vivirán hasta la muerte del capricho o hasta el cadáver de la madre. Ese instante no quedaron más que dos caminos, la estupidez o la maldad, aunque en ocasiones los dos senderos se unen y terminan confundiéndose uno con otro. Al pie de la cama, cerca del mediodía, la madre se inclina todos los días a recoger la botella que ella vaciará en el sifón mientras él aún duerme, recogerá las medias enrolladas, los calzoncillos mugrientos, las hojas de periódico arrugadas sobre el piso y se alejará entre las macetas de los geranios hasta que él retorne a casa, recoja la nueva botella del umbral en el corredor y se la beba mientras mira la pared —la anciana dormida en su cuarto— y empieza el crujido de los resortes y las patas de madera hasta expedir en quejidos que solo el sueño cancela con sudor y vaho. Al despertar a la oscuridad del alba —el tiempo idéntico, la infancia— sobre la comisura derecha o la izquierda, una línea de baba describirá la irrefrenable compulsión del hombre, su rabia, su alimento, una línea oscura, delgada, negra, marrón, verde, café, coloreada según él hubiese preferido la tarde, una fina, definitiva e imbécil línea de mierda. —

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