Friday, November 23, 2012

El significado del significado

A medida que la vida obliga a ocuparnos en algo y con el paso del tiempo descubrimos, aprendemos, dominamos y nos aburrimos con el manejo de la técnica inherente a ese algo, a medida que la vida camina y nos deslumbran las posibilidades de nuestra interpretación e inteligencia, las artimañas que ejercemos para salvar los días y ejercer el oficio al que hemos sido condenados y que por momentos nos revela que somos cautivos de la vanidad y el amor propio, a medida que aprendemos los rudimentos de la supervivencia refinada y moderna y una voz interior que nos empeñamos en aplacar y acallar, se afana en hablar de lo inoficioso de las acciones ejercidas por la fuerza de la costumbre, lo mecánico de urdir causas torpes para obtener efectos mínimos y con ello complacernos en triunfos efímeros (efectos químicos por completo predecibles, controlados, nada sorprendentes), de lo reglamentario que deseamos pasar por extraordinario, de lo reflejo que puede resultar a nuestros ojos múltiple, a medida que ello ocurre el tiempo pasa y hallamos, casi por defecto, lo que los hombres llaman experiencia.

Enfrentar una intriga política, por ejemplo. ¿Qué es, si no, más que tratar de pensar como pensaría el otro, en su estulticia más abyecta o en su más primitiva y patética vanidad? ¿Qué es, si no, más que pensar en una respuesta en torno al interés —¿la petición?: más espejos, más dinero, más yo— que preserve al protagonista limpio y a salvo de los otros, huérfano de la amistad y apartado en la silla, aunque lo que a gritos pidiese cuando niño, fuera disfrutar de los juegos de los otros y los oídos de al menos uno? Proseguir en la actividad de los días es demostrar que esa voz íntima —la verdad—, aunque obstinada e incómoda nos conduce a saber que lo monótono escolta a la vida y lo fútil marca el compás de su vaivén atonal. Seguir en los días del esfuerzo involucra intuir que aprender más no es saber más, que acumular desenvoltura en cualquier rutina no aclara sino que ensombrece el enfrentamiento con el significado. ¿Y qué puede ser, cuál es el significado del significado? Algo que quizá se oculte en nuestras arrugas y nuestro cansancio, algo que quizá duerma en medio de la paja del tiempo derrotado, algo que tal vez nos lleve a pensar en la potencia derrochada y en el esfuerzo sin fin. Quizá ahí, en ese apacible horror, resida el significado del significado.

Thursday, November 22, 2012

El buen teatro

Estas hospederías-teatro estaban situadas en la orilla derecha del Támesis, por entonces totalmente silvestre, a dos pasos del puerto. Y el público estaba mayoritariamente compuesto por marineros y braceros, por taberneros y mujeres de mal vivir. Ser director de un teatro equivalía entonces a ser una mezcla de propietario de prostíbulo y de capo de mafia. Todos los marineros eran, o habían sido recientemente, piratas. Eran los que habían saqueado Cádiz, los que habían degollado a los españoles de la Armada que habían sido arrojados por un temporal a las costas de Irlanda, los que pocos meses antes de cada representación habían perpetrado los más innobles horrores en las colonias españolas de América Central. Magníficos especímenes de aventurero, sin sombra de prejuicios, sin la idea de una educación y que sin atisbo de miedo lanzaban un cuchillo a la más mínima provocación. En 1597, precisamente el año del Enrique V y del Julio César, se produjeron en los dos teatros de Londres nueve homicidios por altercados. Casi todas las representaciones eran precedidas por la matanza de una ternera en escena, llevada a cabo por un actor, escena de sangre de la que el público era especialmente voraz. El desenfreno sexual no tenía límites y los acoplamientos se producían en plena platea. Cuando un artista o un drama no gustaba no se contentaban con desaprobar con la voz, sino que se lanzaban a escena carroñas de perros y gatos, ratas muertas (esas grandes ratas del puerto de Londres) o, benévolamente, huevos y fruta podrida.

Los gentileshombres y otras personas de bien frecuentaban los teatros, pero con el mismo espíritu con el que iban al burdel, y siempre acompañados por criados armados. Si de verdad querían escuchar un drama, la reina y los lores hacían que se lo representaran en palacio.

No era tanto teatro de pueblo como de plebe, no tanto de plebe como de mala vida.

No hay que olvidarse de todo esto pues ayudará a justificar y perdonar las intemperancias y los horrores de muchos dramas isabelinos, la grosería de muchas escenas, también de Shakespeare, y las burlas vulgares e insoportables de casi todos los clowns. La mixtura de lo cómico más brutal con el drama más elevado fue una necesidad económica y social del teatro inglés (y el español) de esos tiempos. Y ha resultado ser una gran paradoja que esta mezcla fuera aceptada por los románticos como canon artístico y que se intentara imponer a los públicos bien educados de Francia y Alemania que ya habían pasado por la civilización del XVII y el XVIII. En Inglaterra, de hecho, donde se lo sabían por una experiencia más larga, esa aventura ni siquiera se intentó; y en cualquier caso, fracasó en todas partes.

Lampedusa sobre Shakespeare 

Wednesday, October 31, 2012

Los últimos días del invierno


Para mi padre y mi hermana

Aquí hubo una vez un invierno, juraría que hubo un invierno. No sería la estación que devasta a los hombres y sirve de excusa a los poetas para nombrar lo innombrable, pero era, puedo dar fe, un invierno. Una de esas tardes este lugar tan proclive a lo difuso solía despabilarse y andar. La obra se ejecutaba de cierto modo: después del trinar de los jilgueros en la madrugada y tras la frescura de las ocho, el brillo de la mañana acariciaba su momento de esplendor a las diez, compaginación exacta entre calor y frío. Extraviado por un momento el compás, el frío cedía paso a un sopor engañoso y a las once desaparecía por completo para rendirse ante un fosforescente sol-espejo que convertía a los objetos en algo inaprensible y mudo. A la hora del cenit, la batalla perdida, ni frío ni lluvia ofrecían resistencia en la mocedad de la mariposa, los treinta o cuarenta minutos durante los cuales el disco de fuego reinaba. Pero el terror comenzaba en breve: nubes grises, marengo, negras avanzaban desde los costados del cielo luchando por tomar el centro, como si respondieran al matemático engranaje de unos demonios. El vientre de los nubarrones emitía un ruido de choque de trenes y el autor del lienzo lo punteaba con descargas inopinadas y eléctricas. Los rayos marcaban la hora del desastre, y pasada la una, la una treinta, el agua completaba su azote sobre las veredas de Quito.
A las dos echaría a correr la muchacha, Tatiana, Karina, la muchacha. Arrebujada en su abrigo negro, asiéndolo del botón más alto, brincaría el río que desborda la vereda e intenta echar a perder sus zapatos nuevos. Pegada a una pared de puntillas bajo el alero, apenas a tres fachadas de la puerta de casa en el número 416 de la calle Panamá, escucharía el ruido del canalón de lata, timbal de la lluvia, examinaría las cualidades de los truenos, catalogaría sus tipos. El trueno resonancia, estridente como un martillazo sobre una plancha de hojalata que emite a la vez un zumbido y un trémolo y en el que la resonancia suena más que el golpe. El trueno-detonación. El trueno vacilante, cuyo rayo sin resplandor es un vacío en la ventana que anticipa el fin de la tormenta detrás de las montañas[*]. La ciudad y la muchacha debían saber de truenos, rayos y chispas eléctricas, y educar el oído en la persistente lluvia destinada a abatir la transparente luz de julio. Se ocupaban en tomar esas precauciones y del verano creían que ansiaba la disposición inorgánica de los elementos el viento alojado en las recámaras de la memoria, el agua en los sucesos que componen hábitos (la ducha, la defecación, los platos en el fregadero)—, el desperdigarse ocioso de la materia en la reiteración y el hacerse el individuo en el tiempo. Ciudad y muchacha consideraban que calor y verano tienden a lo confluente pues su motor es el relajamiento de los sentidos y la evanescencia. Permitiríase, entonces, que ella, Karina, Tatiana, concibiera el verano como algo que atrae la organización, del mismo modo que era lícito instarle a que soportara el invierno como algo que desarma y camina hacia la silenciosa esquina de lo indeterminado.
No sería necesario, sin embargo, ya que ella padece la fuerza desintegradora del invierno en sus zapatos de charol convertidos en botes, en sus medias de nylon malogradas por corrientes de agua sucia, en su peinado deshecho a causa de la tormenta. Como solía ocurrir, esa tarde, por ejemplo, ha perdido la cabeza intentando forzar una puerta hinchada a causa del agua, se ha visto obligada a azotarla con el cuerpo, a llamar con desesperación hasta que los nudillos sangran, a desistir y sentarse en el escalón más alto mientras las gotas salpican su rostro como el de una muñeca. ¿Qué hacer? ¿Cuánto más aguardar a que la lluvia se apiade? ¿Hasta cuándo ofrecer resistencia a la vocación caótica de los elementos contra el ser humano? El advenimiento de la lluvia está unido al montaje de una escena, a la osadía de una naturaleza muerta: en el interior de la vivienda ella tropezará con tinas, baldes, copas y vasijas que atrapan gotas desprendidas del cielorraso; la puerta quizá sea la daga que separa lo ansiado del caos y pone a la muchacha en manos de los paraguas-araña, de bufandas, camisas y pantalones enroscados en brazos de sillas y sofás, de atajos zigzagueantes hechos de zapatillas y jacksonpollocks en la ventana, de ancianos de espaldas a la muerte… los sombreros y abrigos en los galanes de noche del corredor. La escena ha sido dispuesta para resistir la furia de aquello que intenta hacer del hombre extremidad de lo indeterminado, manos de su maquinaria vegetativa, la escena quizá sea la huella de la palabra en su ancestral lucha contra la naturaleza, por ello acaso resulte tan inútil, condenada a la derrota antes de iniciarse la batalla. A causa de su fragilidad, por saberse un residente, por tener miedo, el hombre tal vez acepte, irreversiblemente, su claudicación ante los elementos, tal vez su temor a la atmósfera lo condene a rasgar las telas y se abandone en la seguridad de la repetición y la costumbre. El invierno no es más que un estado de desarme.
De ello, de ese intento por no ceder ante natura, da fe la mujer dentro del frío. Con el cabello todavía húmedo, intenta dormir pero el rumor del agua no cesa. Toma una almohada, se cubre, pero sabe que es inútil: despierta en medio de la percusión monótona de las gotas sobre el zinc, en la infernal determinación del temporal. Ha llovido tarde y noche y la ciudad despierta aún lluviosa. Ha llovido con fiereza y obstinación de locos. Ha llovido hoy, jueves, y cuando era niña llovió con idéntica persistencia de páramo, con bruma, rayos, relámpagos y toda suerte de truenos. Cuando éramos niños nos enteramos de algunas prácticas. Debimos aprender a observar la ciudad tras la lluvia, devastada cada tarde, aprender del restablecimiento del orden que sucede a la tormenta, de liar lo desarmado y atender a la conservación más que a otra cosa. Al cuerpo, por ejemplo: cuidar del orden quizá oculte una honesta incomodidad ante la piel, disfrazada, sí, de ilusorio refinamiento. Cosida en el desprecio por el sol y la envidia de los individuos solares, dicha máscara calza en el rostro de los seres del páramo y hemos de llevarla con desolación vergonzosa afín a nuestra pobreza de color.
Al despertar ella distingue una ciudad en que el rumor de la desgracia se vierte y las noticias dan cuenta de la aparición de hundimientos de tierra y depresiones. En el aire se percibe el olor viejo, a tierra húmeda, tras la caída y demolición definitiva de una mediagua alcanzada por el granizo, aroma de derruido adobe como olor a pan en la mesa de una abuela muerta. El adobe evoca el primer granizo sepultado en su memoria cuando descubrió el color de la vieja pintura de las viviendas, el pastel amarillo y celeste de una casa tocada por el rayo que ella relaciona, no sabe por qué, con el color de las publicidades de posguerra en las revistas del Reader’s Digest que papá leía. También trae consigo el temor a los adultos que conjuran el frío con aguardiente de caña o el anís peligroso que en una sola tarde toma de los cabellos al animal erguido y lo desploma sobre el suelo de las bestias memoriosas de rencor. Tatiana Karina, la muchacha, recordará como yo recuerdo a un padre que barre inexplicablemente los restos del granizo y al que oímos rezongar ante mi indiferencia por los deberes de casa: he venido al mundo decididamente inútil y mi padre se acostumbra a drenar el agua filtrada en los umbrales de las puertas y a barrer el granizo sin descanso, solo. Mientras equilibra el cuerpo al reparar una gotera, no le queda más que revelar a sus hijos que el eco de una piedra es el croar de una rana que suplica por más lluvia. Más tarde, durante la misma y eterna estación, olvidaremos a las ranas, dormiremos más de lo debido y despertaremos agobiados, culpables. La voz sibilante del padre lo subrayará, nos lo hará saber. El consuelo lo hallaremos con las manos aferradas a la barandilla en la escalera que permite añorar la ciudad en el horizonte.
Después de la tormenta el orden. Una pareja de pichones ha nacido en los entresijos del tejado y esta mañana gorjean en una lengua que podría ser la de Hawthorne, aves calientes y redondas en el nido que ha obsequiado para ellos los dedos de la niña, pájaros siniestros. Bajo una gota de sol amarillo con bordes naranjas y opacos, los mismos dedos disponen sobre los rombos de las mantas un abrigo verde de paño, unas mallas, el vestido blanco de olanes, las botitas verdes de goma que compondrán la tenida para el juego en los charcos. Después de la tormenta vendrá el orden de las prendas, después, con el nuevo día, otra vez el enfrentamiento entre hombre y nacimiento, entre cabeza y tripas, después, sobre la cama, la ropa que jamás secará o, peor aún, raída, se echará a la basura. Porque solo en apariencia nos concentramos en ideas y nada en los cuerpos, porque los hombres del páramo consumimos la vida haciendo tareas mientras la naturaleza descarga su furor sin informarnos que somos idénticos a quienes se refugiaron en las cavernas de la noche antigua. Los hombres del páramo simulamos ilustración pero somos, a fin de cuentas, antiguos residentes.

* * *

                  La melancolía es el único sentimiento cuya validez nunca he puesto en duda, escribió un caballero mexicano de tweed. Si de la visión del cataclismo transitamos al catálogo de desarme que incluye la caja de invierno y si de allí hemos avanzado a una dicha fugaz y a la inclinación del frío a preservar la vida, no dudaremos que lo conclusivo de la época en que el agua azotaba las veredas de la ciudad pasaba por la conjetura del mundo detrás de la ventana aunque dentro se contemplara el crepitar de la sal en el hogar, lo ocioso e inútil que permanece. De este modo puede explicarse nuestro peculiar amor por el aburrimiento, nuestra estéril obstinación con lo mismo, de ese modo puede entenderse que ella, la mujer, la muchacha, la niña, retorne a casa y a espaldas de baldes y palanganas prepare las valijas para intentar huir de este hastío, de ahí que Tatiana sea quien haya decidido volar a otro país, otra geografía, como la joven que para un mal amigo, debajo de la nieve afila el puñal mientras la ventisca furiosamente cubre hasta el techo de una frágil choza[†], de ahí que haya sido ella quien intentase conjurar la inutilidad de la casa y la imposibilidad de la calle.
Justificada y padecida la familia en el silencio, en el no tener de qué hablar mientras se aguarda en la cueva, ella se vio andar con precaución sobre el hielo, se miró en la premonición del amor que añora la libertad, de la libertad que es el amor, de la libertad que mata al amor, se descubrió a sí misma durante el alba mientras el terso rumor del zinc presagiaba que la furia de los elementos podía ser vencida. La tercera semana de abril, un jueves veintidós, ella tomó la decisión. Se hizo definitivamente grande y en la ciudad aún llovía. Abrió la puerta de calle y se marchó.  
           
* * *

Hoy el calor es intenso y el calendario advierte que pasamos por el primer día del año dos mil algo. Hoy las estaciones se han perdido y el dolor desaparece. ¿Cuántos eucaliptos han muerto en la ciudad? Hoy las siestas abren los ojos al sol y las muchachas caminan con sus vestidos de color naranja. Hoy (como ayer, quizá) el amor es la indeterminación, el amor es la muerte, el amor no es el cuerpo sino el desfile torpe de las palabras. Hoy el fracaso del orden ha sido desarmado. Hoy sueño que una mujer sueña que en la ciudad aún llovía. Hoy advierto el reloj y me siento a pensar y escribir que acaso nada puede ser más efímero que cruzar una puerta. Hoy estoy convencido de la implacable persuasión de la derrota. —


[*] Fragmento del catálogo del señor Geiser en la novela El hombre aparece en el holoceno de Max Frisch.
[†] Aleksandr Blok

Extracción de la piedra de la locura, El Bosco


Sunday, October 28, 2012

Oberturas magistrales II

My love. If words can reach whatever world you may be suffering in, then listen. I have things to tell you. At this muffled end of another year I prowl the sombre streets of our quarter holding you in my head. I would not have thought it possible to fix a single object so steadily for so long in the mind's violent gaze. You. You. With dusk comes rain that seems no more than an agglutination of the darkening air, drifting aslant in the lamplight like something about to be remembered. Strange how the city becomes deserted at this evening hour; where do they go to, all those people, and so suddenly? As if I had cleared the streets. A car creeps up on me from behind, tyres squeaking against the sides of the narrow footpaths, an I have to stop and press myself into a doorway to let it pass. How sinister it appears, this sleek, unhuman thing wallowing over the cobbles with its driver like a faceless doll propped up motionless behind rain-stippled glass. It shoulders by me with what seems a low chuckle and noses down and alleyway, oozing a lazy burble of exhaust smoke from its rear end, its lollipop-pink tail-lights swimming in the deliquescent gloom. Yes, this is my hour, all right. Curfew hour.

Athena, John Banville      

El artista adolescente en la edad madura


Monday, October 15, 2012

El papel de la filosofía de goma en la transformación del mono rojo en cursi

A. Yupanqui (†)--Jara (†)--M. Sosa (†)--Ch. Vargas (†)--F. Cabral (†)--A. Cortez--F. Delgadillo--A. Filio--Serrat/Sabina--L. E. Aute--S. Rodríguez--L. Gieco--L.F. Páez--S. Generis (†)--S. Giran (†)--S/n. Mestre (†, il faut)--Ch. García--E. Subiela/C. Roth/M. Paredes--L. Downs--Ska-P/Calle 13--M. Benedetti (q.e.p.n.d.)--Ugh

Friday, October 12, 2012

Salvaje es el viento


Vásconez: la brumosa ondulación de las palabras

En una entrevista concedida a raíz de la publicación de Crónica de una muerte anunciada, García Márquez recordaba la gestación de su novela y, entre divertido y reposado tras poner punto final a empresa así de ardua, situaba el reto central de la escritura de ese libro: contar un crimen cuya intriga podía esfumarse ante los ojos del lector, al ser revelada su autoría y la muerte misma del protagonista desde las primeras páginas. Confiados de entrada los secretos del crimen, el reto de la lectura podría diluirse. Sin embargo ello no iba a suceder en manos del autor de esa obra: en manos de un mago, la pluma vence, más allá de moldes y métodos.
Mientras leo La otra muerte del doctor (2012) recuerdo la novela de García Márquez a causa de lo evidente y lo no tan obvio, por la semejanza de cierto episodio —el intento de un crimen, en el caso de esta novela corta de Javier Vásconez (Quito, 1946)—, pero, esencialmente, por lo menos notorio, el modo en que los sucesos son referidos en los dos libros. Si algún adjetivo puede definir la estrategia de composición del de García Márquez éste es inverso: la novela se escribe de atrás hacia delante con la particularidad de que el final ha sido presentado como una provocación, acaso hiriente, desde el vestíbulo de dicha residencia tropical. En la novela reciente de Vásconez algunos indicios sugieren y más tarde confirman la veracidad del atentado sufrido por el personaje central de la novela, el doctor Josef Kronz, a manos de un presunto hijo suyo, Lionel, en medio de la atmósfera siempre fría de una Nueva York recogida con seguridad y mano diestra por Vásconez. En esta última novela el sistema de pistas, también inverso, es aleatorio y sinuoso, como si por momentos el narrador quisiera desviarnos de nuestro objetivo capital como lectores cual sería desentrañar los motivos de la trama, las razones del atentado contra Kronz, su procedimiento y consecuencias, es decir, descorrer el velo psicológico de los sucesos, si nos fuera permitido condescender con el lector policial que todos llevamos dentro, de Edgar Allan Poe en adelante. Pero esta novela no convoca únicamente esa lectura de pesquisa y tampoco discurre por un camino único, estable y unilateral sino que se desgaja en las múltiples vías que el escritor ha sabido acumular para enfrentar una historia: la novela de intriga, el policial, la novela negra, la novela norteamericana contemporánea en general, Capote, James Purdy, Mailer… Ellroy. Se cuentan también aquí rastros de celuloide, ya no como una técnica, cual fuera su impronta de Dos Passos en adelante, sino como el inconsciente reflejo de ciertos temas —los lugares neoyorquinos, una pizzería, el atentado con pistola durante una mañana fría—, como la intromisión de las historias que desde hace cien años habitan la recámara de nuestra memoria y contra las cuales la palabra literaria debe luchar hoy en día. Guiños y recursos que concurren en La otra muerte del doctor de Javier Vásconez, como es el caso, imagino, de un velado interrogatorio al orate Lionel por parte del personaje de Mr. Sticks que podría recordarnos alguna página de A sangre fría o ciertas descripciones de los lugares en invierno y su consecuente melancolía (Praga, la casa del páramo, Staten Island) que pueden traer a nuestra memoria a la Edith Wharton de Ethan Frome y aun a Henry James, aunque no agoten las referencias que casi nunca se muestran ya de modo explícito pues han pasado por el crisol de una pluma por completo consolidada e individual, la del escritor Vásconez. Si la disposición de los sucesos en la novela de García Márquez está definida por su carácter inverso, en La otra muerte del doctor las situaciones se barajan sinuosamente y bajo un controlado azar, como si un robusto croupier guiase con su tierna y negra mano la ruleta de la fortuna durante una noche en la Ciudad del Vicio.
Esta cita de observatorios literarios en el crisol de Vásconez tiene importancia para mí por las diversas lecturas que convoca, por ese extravío al que somete a un lector desprevenido y aun a uno más despierto. Perplejo, uno se encuentra con el libro en la mano, leyéndolo ora como una novela negra, ora como una intriga, ora como una obra gótica en la línea de la novela inglesa que vagamente nos recuerda a las Brontë que Vásconez ya tentó en Jardín Capelo. Pasa uno la página y ocurre lo mismo. En qué territorio nos hallamos: ¿en el de la historia, el de las palabras o acaso en aquel, tan temido y siempre escasamente comprendido, el de las palabras que dominan la tensión de las historias? ¿Cuál es el territorio que un novelista con aspiraciones artísticas debe conquistar? Un estudiante aplicado respondería con prisa: el de las palabras y las historias, entrelazadas con las historias, y quizá no le faltase razón. Es un tema sobre el que siempre hablamos, al que siempre volvemos, que no hemos terminado de vencer y que la crítica debe tener en cuenta, por sobre cualquier otro, si desea viajar al fondo de las obras y no permanecer en su epidermis. Detrás de ello, tras haber consumado esa batería, aún queda una pregunta, la más intrincada y cuya difícil respuesta acaso permite la supervivencia de la lectura y el comentario, la sorpresa ante las obras: ¿cuál es el sentido final de este libro, cuál su significado, su razón de existencia en el mundo? Milan Kundera lo ha denominado, el terreno de realidad que la novela debe descubrir y solo puede ser conocido y explicado por ella, con ella, de un modo absolutamente libre en la forma, más allá de moldes y métodos.
En La otra muerte del doctor se dan cita algunas de las claves de la obra de Vásconez: la reflexión y el asombro ante la incandescencia del deseo, la imposibilidad del amor, su carácter inasible y a fin de cuentas fatuo, la supervivencia de los secretos, las tempestades que acarrea no haberlos liquidado a tiempo, el oleaje de la memoria, la contundencia del pasado, la melancolía, la soledad. Matizados por sus recurrencias y antojos estéticos —la naturaleza, los animales, el fragor de las calles de la ciudad, las mujeres enigmáticas—, acude a esta novela el médico checo Josef Kronz, el personaje más conocido de la obra del autor, protagonista de El viajero de Praga, un recurrente en su obra, y la novela se mueve entre las calles de Nueva York, los recuerdos de hechos acaecidos en algún lugar del páramo y en la ciudad andina inventada por Vásconez. Se trata de un amor refundido en el pasado —el amor solo existe en el recuerdo— y la concurrencia de hechos que se cierran con el atentado en contra del doctor. Podría decirse que este libro es el atinado resumen de la geografía y las obsesiones de Vásconez y que su lectura puede contarse como una de las mejores entradas a su obra. Quizá en ello residan algunas de las claves estéticas que han hecho de la literatura de este autor un lugar de confluencia, una compuerta secreta de felices coincidencias literarias. Si pensamos en las múltiples vías recorridas por el autor para enfocar una historia y si a ello sumamos la tradición en la que esta obra se inscribe —de la pasión por el detalle de Nabokov a la furia incontrolable de la voluptuosidad de Faulkner, pasando por la bruma de la novela gótica o la afición por la derrota de Onetti—, tal vez podamos ofrecer conjeturas acerca del sentido de novela como ésta. Entre lo más relevante de La otra muerte del doctor, se halla el sentido del movimiento, la plasticidad, el ir y venir del tiempo. En esta novela el doctor Kronz casi siempre vaga, es un alma intranquila aunque interesada aún en el mundo, curiosa, uno de aquellos personajes capturados un paso antes de la muerte, un penitente. En esta novela se atestigua algo curioso: el movimiento físico de los personajes es el espejo del vaivén de las clausulas, los párrafos, las frases. Los personajes son nítidos pero se me antoja que existen novelas cuyos caracteres son entidades subsidiarias de los vaivenes de una voz que refleja, ésta, ciertas necesidades y las necesidades acaso constituyan proyecciones de encrucijadas de la conciencia. ¿No podría ocurrir esto, por ejemplo, con el Cónsul e Yvonne, personajes de Bajo el volcán de Malcolm Lowry? ¿No son una proyección, casi un holograma, del delirio alcohólico y espeso de un mundo, no más que la claridad suprema y la oscuridad más cerrada, cielo e infierno de toda existencia, expresados en una prosa alcoholizada? ¿No es la brumosa ondulación de las palabras en esta novela corta de Javier Vásconez su verdadero protagonista, más allá del gris encanto del doctor Kronz y la rareza magnética de Cecilia Cortez, la mujer que habita esta novela?
Es curioso que Vásconez se mueva con tamaña soltura por las calles de Nueva York durante una estación que parece ser un otoño a punto de romperse y estallar en invierno, la misma gracia con que camina entre la bruma del páramo ante la perplejidad en las pupilas de los conejos. Escribo curioso no por insólito, sino porque tal vez la pregunta sobre la geografía en los libros ha venido formulándose de modo equivocado desde hace tiempo, mucho más en estos tiempos. En literatura, preguntarse por los lugares donde respirarán, caminarán y morirán unos personajes es una pregunta incompleta. Será preciso, entonces, interrogarse por las geografías al tiempo que uno se demanda acerca de la composición de una lengua y su estrategia de realización. En otras palabras: las ciudades, los lugares, las escenas de los libros son prolongaciones de la exigencia de su maquinaria de lenguaje, materializaciones de las palabras. Las palabras y el estilo consiguen persuadirnos que Manhattan es tan posible y convincente como un alambre tendido entre el río Hudson y el páramo. Leer a Vásconez es, de nuevo, un deleite para el oído y las yemas de los dedos, pero no solo eso, también un desafío para quienes tienen ansiedad por un territorio, la parcela de realidad que la novela debe descubrir, y que podría ser, por el momento, la degeneración de la sangre mezclada en la probeta del amor espurio. Esto, que es una conjetura sobre el mundo necesario que una novela debe reflejar, su única razón de existencia y motivo para no incinerar el papel, intenta ser además una incitación a los lectores que deberán emprender cada uno la aventura de descubrir su ansiedad personal en esta nueva maquinación de Javier Vásconez. —

Saturday, September 15, 2012

Asertos

I continue to find David Foster Wallace the most tedious, overrated, tortured, pretentious writer of my generation.

Bret Easton Ellis

Monday, September 10, 2012

Termina el verano, 1956: Love me tender


La fiesta inmóvil (2)

II

Oscar devuelve la botella al brazo del sofá. Agarrándose del marco de la puerta alcanza la bata, hace brincar el aparato telefónico sobre la mesa de noche y se tiende tan largo como es sobre el costado de la cama, entre las mantas. Despierta cada diez o quince o veinticinco minutos, abotargado por fantasmas que habitan su cuerpo hace semanas, quizá meses, advierte la hora en el teléfono, los minutos se debaten en sus dedos como una advertencia. Lucha por vencer la vigilia. Observa los números digitales y el pasar del silencio detrás de las cortinas, presiente el sonido del viento en el fondo de la madrugada y oye su réplica en los cristales, el gemido de su embestida veraniega, joven, sin tregua. El viento, el frío, el día y el amanecer del hombre. Dos semanas atrás Oscar perdió el empleo, una de esas empresas destinadas al fracaso que, no obstante, se enquistan con la irracional convicción de un capricho que mantiene a los hombres alejados de la encrucijada de darse un sentido. Cuando lo supo, corrió por el espinazo de Oscar una corriente fría y seca, se encogió de hombros, decidió ocultárselo a su esposa un par de días, disfrutar en la derrota y la libertad del desempleo, y arrojarse al vacío de la busca. Esta noche, la penúltima antes de volver al engranaje de la supervivencia y la pérdida de tiempo en oficinas y lugares de sudor, Oscar recibió en su casa a un amigo notablemente menor —el chico tiene veintitrés años y conduce un Chevrolet negro con faros de frío blancor—, bebieron entre los dos media pinta de ron en el comedor de la casa de Oscar decorado con floreros posmodernos y cuadros de P. Ponce (las paredes son blancas, rojas y negras) y se sumergieron en el viento que agita las ramas de los árboles como quien castiga calles habituadas a la monotonía y la indolencia de la lluvia. Alrededor de las diez, Oscar sube las escaleras de dos en dos, se despoja de la corbata, se atavía con sudadera blanca, pantalones verdes y un chaquetón negro a rayas, toma las llaves, las tarjetas de crédito, cincuenta dólares en efectivo, y se marcha con el chico en el Chevrolet. Recogen a los amigos del muchacho de un apartamento en la calle Bossano en el costado oriente de la ciudad, y en el auto beben cuba-libres sin hielo que agitan con índices manchados de ceniza. Una mujer gruesa de treinta y cinco años vestida de mezclilla y sin gafas, gasta bromas groseras con su voz ronca. La acompaña una joven que dice tener una niña —es lo que Oscar recuerda días más tarde— y, desde el asiento del acompañante donde Oscar se tambalea al vaivén de las curvas que el chico toma con rapidez, la escucha preguntar por su edad (“Tengo treinta y cinco”, miente Oscar), su trabajo actual, la dirección de su vivienda, su vida. Ella abre los ojos con indolencia al oír que Oscar dice estar casado y tener un hijo. Él se da cuenta y procura mostrarse elocuente a pesar del ron, el viento y la rapidez del chico al mando del Chevy. Alguien más viene en el auto, en medio de las dos (“¿Eres también mona? Es lo que me gusta de la gente de la Costa: me hacen reír. A pesar de que dicen no ser hipócritas, en el fondo lo son”), un muchacho nada agraciado, un nadie, eran cinco en el auto y otros cuatro o cinco que también forman parte del grupo y vienen en un taxi. Camino de la zona nocturna agotan el ron: Oscar percibe el líquido frío en su cuello, sobre la sudadera rosa, se limpia con la manga y no puede olvidar el dato («sudadera manchada de ron con coca-cola: una mancha permanente»), pero sigue bebiendo a pesar de la posibilidad que regala la chica (“¡No, no soy mona!: soy de Cuenca. Creo que ya llegamos. Vamos a bailar”), a pesar de la noche. Los tres se apean en una esquina, Oscar y el chico tienen la misión de aparcar el auto mientras pasan la botella de mano en mano y la vacían en vasos de cristal robados de la casa de Oscar. El chico se detiene en algo que parece una estación de servicio para comprar un paquete de Marlboro: Oscar percibe la luz blanca sobre él atosigando sus ojos, el viento lo envuelve con su inquina veraniega. Cuando el chico regresa con el paquete de cigarrillos en la mano izquierda, Oscar boquea sin alcanzar a reprimirse con la mano y, sentado, deja caer sobre los cuadros del pantalón una bocanada cuyo color… Pide perdón, abre la puerta y devuelve con brevedad y precisión la comida escasa y el ron sobre el cemento de la gasolinera. El chico parece reír sentado al volante (“Oscar, Oscar, no te preocupes, termina y vamos”) y Oscar intenta obsequiar algo de dignidad a su figura deshecha cuando abre la puerta con serenidad, toma tres vueltas de papel higiénico de la gaveta del auto, se limpia las perneras y se sienta otra vez en la butaca del acompañante. “Vamos, te llevo a tu casa”. “…” “Vamos”. Agarrándose del marco de la puerta, Oscar alcanza la bata, se despoja de los pantalones sucios sobre el piso, hace brincar el aparato telefónico sobre la mesa de noche y se tiende tan largo como es sobre el costado de la cama. Se despierta a las cinco, a las cinco quince, a las seis, a las seis y diez. Una larga estación de reposo se prolonga entre las ocho y treinta y las diez de la mañana, la que le permite seguir. A esa hora percibe el sol apelmazándose en el costado de su cuerpo y se levanta entre sobresaltos. Es de rigor tomar una ducha de agua fría —son las once y veinte—, afeitarse con cuidado, peinarse con rigor, vestirse con exagerada compostura con el fin de maquillar la noche. En tres cuartos de hora se mira al espejo de cuerpo entero y se descubre, como siempre, en plenitud de sus agobios, alegrías e inseguridades. Sobre el parqué una de las perneras del pantalón luce muy estropeada a causa del vómito: el hombre se detiene a limpiarla con agua y jabón. La mancha se resiste pero ya es tarde: suspendido de un cordel en el jardín, el pantalón se bambolea como un animal africano con la frente marcada de negro. Oscar lo confirma: la sudadera no tiene manchas de coca-cola ni ron. Es curioso, es extraño. Conque la casa queda en orden. El hombre pasa todos los seguros para resguardarla. Nunca está demás cuidar lo que es de uno.


III
  
Oscar la vio en la oficina y no le prestó más importancia que la que se otorga a la estudiante de un colegio de niñas pobres...

Monday, September 03, 2012

Diccionario secreto

Piglia, Ricardo. Scholar latino de mucha inteligencia. Convenientemente rojo como buen peronista, convenientemente alineado con los proyectos de emancipación sudamericanos que garantizan a un scholar prolongadas estadías en los liberales y bien recortados campus universitarios norteamericanos, es un novelista, ensayista y crítico residente en algún lugar de América. Estudioso y a carta cabal uno de los pocos conocedores en lengua española de los formalistas rusos, es, en consecuencia, autor de trabajadas novelas de laboratorio. Convenientemente radical, radical chic, ha escrito reveladores ensayos sobre la maquinaria de la literatura, trabajos algo crípticos y del todo inútiles aunque  inteligentes, divertidos y presuntuosos, más que el propio secreto de la creación. Candidato ideal a todos los premios literarios contemporáneos y a convertirse, él y su obra, en objeto de toda suerte de tesis de grado, estudios, análisis y doctorados, Piglia es el perfecto tipo de escritor cultivado en el aburrido aunque veloz e imparable tiempo actual, un baluarte de la literatura de mantel y mesa de hoy.

Escribir: distancia, ironía

Para llegar a pensar libremente, es necesario sentir que lo que se escribe no tendrá consecuencia alguna.

Renan

Thursday, August 23, 2012

La verdad y la belleza

El arte concierne a la verdad no solo esencialmente, sino absolutamente. Es otro nombre para designar a la verdad.

La ironía es una forma de tacto (qué palabra tan divertida). Es nuestro ponderado sentido de la proporción en la elección de formas para la encarnación de la belleza. Y la belleza está presente cuando la verdad ha descubierto la forma idónea.

Iris Murdoch

Sunday, August 19, 2012

La fiesta inmóvil (inicio)

El verano obedece a una ley: dura tres meses, marca la piel, jamás regresa. El verano arranca en la ventana de un hotel cuyos postigos permiten que el último rayo de luz sortee los visillos, el borde de la mesa, la lámpara, y acaricie la piel en los muslos de la joven después de la ducha. El agua fría ha refrescado los treinta y nueve grados ambiente, ahora ella prepara la valija. De la mesa de noche toma los dos biberones ingleses, regalo del padre para el nieto, y los coloca en el compartimento interior de su bolso junto con un paquete de pañuelos húmedos. Aún desnuda, dobla las toallas del hotel mientras mira al niño dormido en la cuna y presiente el aleteo de una gaviota. El reloj digital anuncia las siete: Adriana se coloca el pijama de dos piezas, un blusón sin mangas con pantaloncillos de gasa, percibe en un punto indefinido entre el corazón y el estómago el temor de cualquier día antes de ir a la cama, el miedo a capturar un sueño reparador que no exceda la hora de partir. Enciende un cigarrillo en el balcón —es el noveno piso, una ciudad sin amor se extiende a sus pies— y escucha el mar que se agita a un par de manzanas, aunque ella sepa que se trata de un extranjero a su nariz educada entre árboles de altura —ciruelos, fresnos, castaños—, ajena por completo a la plenitud del mar. Se trata de una mujer buena, una mujer educada en el amor, una mujer unilateral, es decir, un ser susceptible a la dureza, el engaño y el rencor. Adriana es la mujer que podría repetir una y otra vez, “creo en la familia, soy una mujer de familia”, y apretar la colilla en el borde del alféizar, cerrar los postigos con cuidado y abandonarse en la impostura de una de esas series de televisión que hoy en día todo el mundo ve para sentirse más perspicaz, inteligente y cultivado de lo que en realidad es. Cerrar los ojos —es lo que hace Adriana—, cerrarlos con miedo a quedarse dormida, es un doble sufrimiento a causa del escaso y evasivo sueño y por el avión quizá perdido. Confía en la alarma de su teléfono celular y en su reloj interior que, a pesar de la temperatura de esa noche, nunca ha fallado. Cobija al bebé, hasta el mentón. Se despoja de las mantas moviendo las piernas y deja al descubierto su cuerpo aún joven y por completo deseable.
Oscar coloca el aparato telefónico sobre la mesa de noche con la esperanza de dormir unas horas (...)

Tuesday, August 07, 2012

Sountrack III, Summers: Summer Son, Texas


El inicio

Lo llamaban Liver Lips y a él le gustaba. Pensaba que la mañana del martes era similar, idéntica, a la del jueves pasado y que el próximo domingo sería otro martes. Observaba por la ventana la iglesia de piedra convertida en cosa vieja que solo servía para llamar a misa a las seis de la tarde, con sus campanadas pesadas e insólitas que tomaban desprevenidos a todos en el edificio. En las cúpulas veía dibujarse el rostro de los amigos que le ofrecieron su mano, sus oídos, su fama y sus copas para hacer de él un hombre con porvenir. Pero ahora estaba seguro de que el porvenir no es algo que se construye, como el pasado le había enseñado a través de los padres, la escuela y la mala fortuna, sino algo que se pierde, que uno está condenado a recibir como se recibe una arruga en la frente o un cabello blanco en la sien. Los veía a todos juntos, aves de rapiña encaramadas en las cúpulas, sonriéndole, riéndose de él o gastando una broma secreta como hacen los burócratas en los pasillos de los ministerios. Veía la risa del uno sin oírla, sus dientes picados por la nicotina, su andar inquieto de niño que nunca creció y lastra su cuerpo de adulto hasta el ridículo, ridículo que clavan los otros en su espalda a traición, acto con que lo construyen y otorgan sentido. Eso es un hombre, piensa Liver Lips, el tramado y la urdimbre que los otros tejen cada día sobre los poros de quien miran y a quien, a fin de cuentas, compadecen. Eso es un hombre, piensa, la compasión o el desprecio de los otros, y observa con desesperanza el perfil del tordo, su amigo, fatigado hasta la destrucción por intentar llevar al extremo afanes que a nadie importan más que para el prestigio y privilegio, es decir, para la consumación de la vanidad de uno mismo. La tarde ha sido un ir y venir de gentes enloquecidas a causa de papeles que se han perdido y folios que confunden sus números en la inoperancia de sus acólitos, en las manos de sus secretarias, en la implacabilidad del olvido. La tarde ha sido una confusa sucesión de llamadas al teléfono celular y la acumulación de unas pistas que permitan enfrentar el acoso de los otros, los que, sin decirlo, le han concedido el dudoso título de hombre ridículo. La noche va convirtiéndose en las manos de estos hombres y estas mujeres que luchan por los hijos que van al colegio, por las esposas solitarias en las casas, desesperadas y ansiosas, por los créditos que esperan en las mesas de los bancos para pagar las viviendas recién adquiridas, por la silla tumbona que a un esposo se le antojó un domingo por la tarde al pasar frente a la vitrina de un mall, por la resolución de un conflicto —una boda, un divorcio—, por la mujer que espera, recostada sobre el lecho con un Marlboro en la mano, la llegada del hombre al escondite, por la paz de una tía siempre enferma, por la combustión de un motor que espera en la vitrina de exhibición de una tienda, por la curación de un hijo que ha caído y está en cama, la noche va convirtiéndose en las manos de estos hombres y estas mujeres en un intento por huir de sí mismos, cuál constituye el sentido de los hombres en las ciudades y en los puertos: hundirse en el resto para escapar de la soledad.

Thursday, August 02, 2012

El sentir del sinsentido

La caída de las tardes, la sucesión de los amaneceres, la espera de las mañanas, el timbre de los teléfonos que anuncian el porvenir y el riesgo, la construcción de los retos inútiles ­—todos los son—, el cepillarse los dientes con frenesí desde el calcio antiguo y temprano que se consolida hasta mancharse y destruirse, la mujer en la pared que recoge las cartas, los clips, el papel, los teléfonos celulares, las tarjetas de presentación del hombre que dice ser su patrón, el tronco que emerge entre las piernas de él cuando despierta, su humor variable, alentado por lo que debe y ha aprendido a callar, su indiferente violencia, sus gritos detonados y aun los sordos, la paciencia de su esposa, la dulzura de su mano en la nuca de los hijos, su resignación ante lo imposible y la lucha que no se apaga, su intento por cambiarlo, amoldarlo, por hacerlo a su medida, el sonido del reloj que subraya la persistencia de días crueles, impenitentes, agresivos, difusos, torpes, redondos, como torpe y redonda es la vida cuyo único sentido consiste en terminar atrapada en una novela, algo matemáticamente perfectible, el ser capturada entre papeles que la redondean con pulidos bordes que han de enseñarnos que es preciso vivir lo más alto y más bajo, relojes de la derrota, para capturar ese caos y encerrarlo en una jaula, entre páginas. No cabe decir más, hay que vivirlo todo, el único sentido de una existencia razonable y trascendente acaso sea el recuerdo del patio trasero de la casa, el de la arena y las gallinas bañadas por el sol, el patio del tanque oxidado en la memoria, la puerta trasera. La página, el recuerdo, una puerta. El sentido si uno respira. El sentir del sinsentido.

Monday, July 30, 2012

Oberturas magistrales

El despertar se inicia al decir soy y ahora. Lo que ha despertado permanece algún tiempo echado, mirando fijamente al techo y escudriñando en su interior hasta que reconoce el yo y deduce yo soy, yo soy ahora. Después, al menos, viene el aquí como algo negativamente tranquilizador. Pues es aquí, esta mañana, donde esperaba encontrarse. En eso que se llama en casa.
Un hombre soltero, Christopher Isherwood

Thursday, July 12, 2012

Shakespeare: la cópula

RODRIGO Muy respetable Brabancio, acudo a vos con lealtad y buena fe. 
YAGO ¡Voto al cielo! Sois de los que no sirven a Dios porque lo manda el diablo. Venimos a ayudaros y nos tratáis como salvajes. ¿Queréis que a vuestra hija la cubra un caballo bereber y vuestros nietos os relinchen? ¿Queréis tener jacos y rocines en lugar de allegados y parientes? BRABANCIO ¿Y quién eres tú, desvergonzado? 
YAGO Uno que viene a deciros que vuestra hija y el moro están jugando a la bestia de dos espaldas. 
BRABANCIO ¡Miserable!

Tuesday, July 03, 2012

Fridolin en los veinte años

Cuando era un jovencito, varios años antes de la noche de máscaras, Fridolin consumía su tiempo pensando actuar como se debe en la vida adulta. Aunque no llegara a cumplir los preceptos que acumulaba como fiebres de la melancolía, algunos pasaron a ser constitutivos de su modo de ser. En el consultorio, mientras imagina a Albertina, su esposa, desnuda sobre la cama, reclinada sobre un costado tan larga y deseable como es, pletórica a causa del sexo, recuerda al joven de veinte años que fue y enumera sobre las hojas del recetario su pequeño levítico:
1. Nunca correr o ir de prisa. La prisa descompone la figura pues corresponde a la civilización burguesa del trabajo, no la del ocio. Hay que honrar el ocio, la lentitud y la contemplación que caracterizan al hombre peculiar.
2. Referirse a todos con el formal usted para establecer distancia. Desconfiar de la confianza e intimidad de los jóvenes y el mundo joven. Nunca dirigirse de forma personal al servicio doméstico, a los dependientes de los lugares o a cualquier persona que haga trabajos manuales.
3. No hablar en voz alta, expresarse en tono medio, casi un semi tono, y preferir los secretos dichos al oído. Orientar el decir en la medida de lo que los otros dicen. Observarlos siempre y nunca hablar antes de haber escuchado cuidadosamente lo que dice el interlocutor.
4. Nunca comer demasiado y ni siquiera bien. Comer siempre poco. Procurar no comer.
5. Nunca exhibirse, aparecer en fotografías o despertar el interés de los demás.
6. Siempre llegar tarde a las recepciones y marcharse de ellas muy temprano.
7. Nunca proponer como tema de conversación aspectos relacionados con comidas o alimentos. De la misma manera, nunca adquirir personalmente alimentos o artículos para la supervivencia. Hacerlo a través de terceros. La comida envilece al hombre y lo sume en el terreno animal. Jamás comer comida rápida.
8. Siempre llevar paraguas o sombrillas. Un hombre peculiar nunca se expone a la lluvia o recibe la luz solar plena.
9. No llevar paquetes u otros usos en las manos.
10. Jamás beber en exceso en compañía de otros. Si se ha de beber copiosamente que sea en soledad. Privilegiar la soledad por sobre todas las cosas.
11. No evidenciar los sentimientos propios ni expresarlos. Mantenerlos ocultos y conocidos solo por nosotros mismos. Jamás entablar pláticas sobre el corazón, es una práctica de mal gusto. Procurar no hablar de uno en las conversaciones sociales.
12. Nunca reír en público. Que jamás nos vean llorar. Adoptar para el rostro una mueca de desdén.
13. Enamorarse una sola vez en la vida y no volver a demostrar sentimientos amorosos toda la vida.
14. Casarse por interés.
15. Nunca entregar lo que realmente pensamos ni todo lo que sabemos. Mantener al resto en una inagotable interrogación.
16. No dejarse ver en lugares públicos. Nunca hablar con desconocidos. No detenerse a hablar en la calle.
17. Vestir con sobriedad y contención.
18. No asistir a espectáculos multitudinarios de ningún orden. Evitar las concentraciones, la masa, los centros comerciales. Escuchar música en privado y no asistir a conciertos.
19. Establecer relación solo con gente de raza blanca.
20. No evidenciar los antecedentes familiares y jamás evidenciar los sentimientos que se guarda por las personas.
21. No tener hijos porque atentan contra varios preceptos anteriores.
22. No llevar barbas, bigotes ni pelo alguno en el rostro o el cuerpo.
23. No tocar a las personas, abrazarlas o besarlas en público y a la mujer solo en privado.
24. Honrar, proteger y cultivar tez de porcelana.
25. Nunca dormir demasiado. Cinco horas son suficientes.
26. No portar artículo tecnológico alguno ni accesorio no correspondiente con el vestuario tradicional. Debe manejarse tecnología y novedades con destreza, aunque jamás pueda evidenciarse que uno conoce y manipula los objetos con soltura.
27. Leer literatura e historia, ver obras de arte y oír música en conciertos privados o discos.
28. No perseguir la felicidad, la sabiduría ni la paz.
29. Componer un habla singular, personal, y, si es necesario, corregir la pronunciación de los vocablos y la dicción hasta conquistar un grado neutral, el grado cero. Hablar siempre con corrección y propender a la ironía en el trato con las gentes.
30. Caminar siempre erguido.
31. Preferir el clima frío y la vida en las urbes, nunca el campo.
32. No guiar vehículo alguno, ser conducido siempre.
33. No zaherir a las personas pero tampoco reportarles alegría.
34. No ver ni leer noticias, mantenerse siempre algo ignorante, desinformado y retrasado respecto de la política y lo contemporáneo.
35. No practicar ejercicios físicos de importancia o riesgo, caminar solo distancias prolongadas.
36. No evidenciar creencia, fervor ni fe religiosa alguna pues vulgariza y descompone la figura.
37. Animales no, niños no: tienen pelo, hacen ruido y desarman lo estético que exige la vida y la soledad que se busca.
Fridolin se fatiga, sus ojos. Observa los números, las letras, las frases cosidas: arruga el papel. Siente un escozor en la parte baja del cuerpo y se pone en pie. Arroja una tras otra las pelotitas blancas en el cesto de la esquina. Terminado el juego, pasa el picaporte de la puerta con gran sigilo.
En la calle, Fridolin. Le escuece. Es Albertina.

Saturday, June 23, 2012

La crítica (IV)

Johnson nos enseña que la autoridad de la crítica como género literario depende de la sabiduría del crítico como ser humano y no de la corrección, o incorrección, de alguna teoría o praxis. Hazlitt observó que las artes, incluida la literatura, no son progresivas, y esto incluye la crítica como rama del arte literario.
La crítica más memorable es una crítica de la experiencia, no hay ningún método excepto uno mismo y, más profundamente, la "objetividad" se acaba por convertir en algo fácil, vulgar y, por lo tanto, desagradable. La verdadera subjetividad crítica, o la personalidad crítica, pocas veces consiste en abandonarse a sí mismo, pero es difícil de lograr y depende del aprendizaje, del intelecto y del misterio de la vitalidad individual. La "objetividad" resulta ser al final un destilado de las opiniones de otros, ya vayan estas disfrazadas de filosofía, de ciencia o de la convención social de alguna academia.
Harold Bloom

Friday, June 22, 2012

La literatura, la vida

Incluso el peor Hemingway nos recuerda que, para comprometerse con la literatura, uno tiene primero que comprometerse con la vida.
Vila-Matas sobre Hemingway

Wednesday, May 09, 2012

El hombre escribe a la mujer

La mujer debe ser escrita por el hombre. Con la palabra el hombre le otorga sentido, en la palabra ella alimenta primero su ilusión, la decisión de amar después, la caída en el sexo más tarde, la esperanza y la desesperanza al final. El hombre no tiene otro bien que la palabra frente a la mujer y no puede más que usarla. El hombre puede escribir a la mujer de tres modos: como una quimera, como una excreta y como un fantasma. El hombre que escribe la quimera de la mujer confía en ella, cree en su valor y aprecia que el mundo tenga un significado femenino, materno, desde el origen en el vientre hasta el orificio en el fin, ese hombre cree que gracias a ella podrá caminar más ligero y menos despistado. Quien escribe quimera muere con la sonrisa en el rostro pensando que el mundo es un lugar con sentido y que su credulidad es buena. El hombre que escribe a la mujer como una excreta es un realista por naturaleza y por exceso, el individuo que transita de la fe al escepticismo, de las ideas a la administración de las cosas. Es el hombre que ha perdido la confianza y en el camino debe romper con la creencia de que el mundo es un lugar solidario en que el dolor es compartido: sabe y le duele que deba seguir su paso en soledad. Por ello recuerda a la mujer como una excrecencia, por ello es vil y conoce de veras el mundo, en su solidez rocosa, en su forma áspera, lo que es lo mismo que saber de la desilusión, el destino y la nada. Quien escribe a la mujer como excreta muere con el rictus doliente de la víctima, con la mueca del que nunca ha sido guerrero, del canalla. El hombre que escribe a la mujer como un fantasma suele ser un soñador, un enajenado, un iluso: de espaldas a ella, sin oírla, olfatearla, penetrarla, humillarla, dominarla o abandonarse a ella, sin ser vencido por la hembra, ese hombre vive como el niño que comparte el cordel con la niña y no sabe que ella será la víctima de otros hombres y él apenas su compañía contra el verdugo. Para quien escribe a la mujer como un fantasma la mujer es la niña que fue un cachorro macho que aún no conocía de posibilidades y aún no era consciente de su poder en la belleza. Si las posibilidades la llevan de la mano hacia el amor, el único ideal que las mujeres alimentan y los hombres desprecian porque no llegan a comprenderlo, la belleza la conducirá a la muerte del amor, a su imposibilidad y cierre. La belleza de la mujer siempre matará la posibilidad de conocer el amor porque la abandonará en el engaño, en su propio engaño. El hombre que escribe a la mujer como un fantasma a quien jamás conoció como mujer, muere con la boca abierta, en actitud de desconcierto y perplejidad, sin fe, como un imbécil.
(De “Rita”, Retorno a San Juan)