Querido Efra,
Aquí me tienes, abro las páginas de esta magazine y me encuentro tu artículo sobre Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa*. La otra tarde, mientras leía el ensayo introductorio de José Miguel Oviedo a La guerra del fin del mundo en la Biblioteca Ayacucho, me llamaron la atención sus ideas sobre un tema que tú también enfocas: el humor, registro desconocido en la obra de Vargas Llosa antes de Pantaleón. Echo de menos alguna idea tuya al respecto, la única referencia que haces es que con aquella novela le llegó su “oportunidad calva” pero me hace falta una mención sobre los orígenes y la secuencia de esta clave extendida hasta La tía Julia y el escribidor, cumbre del Vargas Llosa humorista. Solo en posesión de este ancestro pueden descifrarse los códigos de La guerra del fin del mundo, tal vez la obra más grande de Vargas Llosa. Algo de ese humor también se percibe en las posteriores, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, Kathie y el hipopótamo y El loco de los balcones. Escasa es la influencia en sus últimas novelas, sin embargo no era inoficioso aludir en tu artículo a la vertiente de humor en toda su novelística.
También me encuentro a Leonardo Valencia orillando esa vertiente**. Lo hace desde el enfrentamiento entre realismo formal e instinto narrativo. Concuerdo con algunas de sus ideas pero otras me parecen artificiales. Leonardo parte de que siempre existió en la obra de Varguitas una tensión entre la forma y el tema, o, a su manera, los demonios. En ese escenario, la broma de Pantaleón encarnaría a los demonios.
Cuando leo los ensayos del peruano me pasa igual que a Leonardo: a ratos me desconcierta lo que yo llamaría exposición iluminista, la voz del ensayista al que nada se escapa, que lo conoce e intuye todo a la manera del narrador omnisciente; una voz racional, formal, que defiende a ultranza la unidad del narrador, por ejemplo. Déjame que te lo cuente en detalle.
- En todos los ensayos de uno de sus más conocidos libros, La verdad de las mentiras, Vargas Llosa usa como trasfondo la necesidad de limpieza y expurgación total, casi matemática, de la voz del narrador o los narradores de una historia. Para Vargas Llosa, si eso se consigue, hay buena novela: “… cuando abrimos un libro de ficción, acomodamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestras lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador para hacernos vivir como verdades sus mentiras y no de su capacidad para reproducir fidedignamente lo vivido”, Ensayo introductorio: “La verdad de las mentiras”.
- Para recalcarlo, Varguitas precisa la omnisciencia del narrador: “Un relato es ‘objetivo’ cuando parece proyectarse exclusivamente sobre el mundo exterior, eludiendo la intimidad, o cuando el narrador se invisibiliza y lo narrado aparece a los ojos del lector como un objeto autosuficiente e impersonal, sin nada que lo ate y subordine a algo ajeno a sí mismo, o cuando ambas técnicas se combinan en un mismo texto como ocurre en los cuentos de Joyce. La objetividad es una técnica, o, mejor dicho, el efecto que puede producir una técnica narrativa, cuando ella es eficaz y ha sido empleada sin torpezas ni deficiencias que la delaten, haciendo sentir al lector que es víctima de una manipulación retórica”, “Dublineses (1914). James Joyce, El Dublín de Joyce”.
- Definitivamente obsesiona a nuestro autor la forma y su influencia sobre el narrador. Así se regodea: “En toda novela es la forma —el estilo en que está escrita y el orden en que aparece lo contado— lo que decide la riqueza o la pobreza, la profundidad o la trivialidad de su historia. Pero en novelistas como Faulkner la forma es algo tan visible, tan presente en la narración, que ella hace las veces de protagonista y actúa como un personaje de carne y hueso más o figura como un hecho, ni más ni menos que las pasiones, crímenes o cataclismos de su anécdota”, “Santuario (1932). William Faulkner, El santuario del mal”.
- Sin embargo cuando en su intento de dar alcance al narrador, su razón se debilita, no le queda más que admitir: “…aunque el comportamiento del narrador y sus opiniones desafíen la moral establecida… sería injusto hablar en su caso de indiferencia sobre este tema. Su manera de pensar y actuar es coherente: su desprecio de las convenciones sociales responde a una convicción profunda, a una cierta visión del hombre, de la sociedad y de la cultura, que, aunque de manera confusa, se va transparentando a lo largo del libro”, “Trópico de cáncer (1934). Henry Miller, El nihilista feliz”.
Disculpa la profusión de citas, las he traído con el fin de ilustrar lo que digo. Estas ideas aparecen en todas los artículos vargasllosianos sobre la escritura literaria. Insiste tanto en ello porque sobre ese cimiento se levanta su edificio novelesco. La obsesión con el narrador delata sus nociones formalistas sobre la novela, hasta repetirse abrumadoramente y terminar en la asfixia. Si lo observamos en un plano general, su concepción de la literatura emerge rígida, fría como la ciencia, precisa como el cálculo. Su contrapeso lo encuentra Leonardo Valencia en la tensión “demoníaca”: los demonios interiores respiran aún. Pero me atrevo a dudar, no creo que hubiesen palpitado alguna vez, no creo en ellos. Sobre la base de esta preocupación “demoníaca”, Leonardo parece interrogar sobre cómo a de leerse una novela una vez superada la tensión entre ideas naturalistas/realistas e irracionalistas. ¿Cómo se lee una novela en un tiempo en que las contradicciones han muerto? ¿Cómo se la observa si los novelistas no discuten más estos temas, si el espacio está menos contaminado por presuntos compromisos narrativos? ¿Cuáles son las tensiones, entonces? Ahora todas las formas de construir un personaje son conocidas, conocidas todas las formas del narrador, todos los experimentos de la novela. La tensión no se disfraza más de disyuntiva entre clasicismo o experimento, entre secuencia o entropía; la alternativa es una acertada novela clásica escrita con piezas experimentales o una novela experimental de encaje clásico. En otras palabras, escribir bien es ubicarse en la perspectiva de todo el horizonte literario, fundirse en el magma de las obras universales que anteceden. Puede sonar simple pero no lo es.
Veo más soltura, menos registro formal, en La ciudad y los perros, La guerra del fin del mundo, Elogio de la madrastra, y, curiosamente, El pez en el agua, esa especie de memorias-novela de Vargas Llosa. Ahora que el prurito por la experimentación parece ir en retirada, al contrario de lo que pasaba hace tres décadas, se leen con más deleite novelas de formato clásico, por decirlo así. Sin embargo —lo ha dicho el mismo Vargas Llosa en una defensa de Cambio de piel de Fuentes— la preferencia entre experimento u orden es una cuestión de gustos, no de calidad. Para explicar mi selección de novelas vargasllosianas que siento más libres de formalismo, debo ir más allá de lo experimental/complejo versus lo lineal/sencillo. Mis novelas de Vargas Llosa procesan una vertiente del background de la modernidad literaria y se aprecian libres de demiurgos e improntas, con una forma cruzada, que no profesa la experimentación, la forma rígida, el clasicismo, las narraciones yuxtapuestas, los varios planos temporales, pero que quizá incorporen a todos ellos: “’León, León’. Se vuelve. Ve la sombra de una mujer, un fantasma de huesos salidos, pellejo arrugado, cuya mirada es tan triste como su voz. ‘Échalo tú al fuego, León’ le pide. ‘Yo no puedo pero tú sí. Que no se lo coman, como me van a comer a mí’. El León de Natuba sigue la mirada de la agonizante y, casi a su lado, sobre un cadáver enrojecido por el resplandor, ve el festín: son muchas ratas, tal vez decenas y se pasean por la cara y el vientre del que ya no es posible saber si fue hombre o mujer, joven o viejo. ‘Salen de todas partes por los incendios, o porque el Diablo ya ganó la guerra’, dice la mujer, contando las letras de sus palabras. ‘Que no se lo coman a él que todavía es ángel. Échalo al fuego, Leoncito. Por el Buen Jesús’. El León de Natuba observa el festín: se han comido la cara, se afanan en el vientre, en los muslos”, La guerra del fin del mundo. Esta forma cruzada, mixta, esta polifonía de recursos de la novela contemporánea, discurre libre y sin mayores encajes formales en las tres novelas citadas y en las memorias-novela, mucho más que en Conversación en la Catedral o La casa verde, novelas, estas, de técnica perfeccionista excesivamente controlada cual crías de un Orson Welles de la literatura.
Creo que el humor del Vargas Llosa novelista no es un registro con aire demoníaco. La polifonía de recursos de la narrativa contemporánea y, por extensión, de Vargas Llosa, es otra. Consciente o inconscientemente pensada, la forma de Vargas Llosa es forma de su tiempo, tiempo más allá del demonio y la forma. Retomo el tema del humor para insistir en ello: varios críticos detectaron una inflexión en la obra de Vargas Llosa con Pantaleón y las visitadoras, vieron que el remozamiento a través del humor y otras técnicas que deforman el relato, delimitaban una “segunda etapa” de “novelas menores”; Pantaleón sería la primera de ellas. Pero cuando dicen menores quieren decir malas: los historiadores de la literatura han considerado a libros como Pantaleón y las visitadoras, libros malos o al menos no tan buenos como Conversación en La Catedral o La casa verde. Cuando dicen, cuando piensan “menor”, lo hacen por contraste con la complejidad estructural, simbólica, de las anteriores a Pantaleón. Los críticos siempre sueñan con proyectos novelísticos que remuevan el canon; añoran el experimentalismo del primer Vargas Llosa. Yo creo, por el contrario, que el ciclo abierto por Pantaleón trasciende hacia una amplia saga histórica, compuesta por novelas decimonónicas por su envergadura y polifónicas por su forma, como La fiesta del Chivo o El Paraíso en la otra esquina. Otros piensan que la llama se ha extinguido, que la genialidad ha muerto, que el novelista enciende su frenesí de fabulador pero ya no puede tentar un gran proyecto. Aunque la actual etapa fuese menor, los críticos que buscan la punta del ovillo fatal en el segundo Vargas Llosa, el humorista, están equivocados. ¿Qué piensas tú?
Lo que puedo afirmar sin dudas es que una forma de deber ser ha llevado a Mario Vargas Llosa a concebir esa factura calculada, como dice Leonardo. Y el cálculo afecta más al ensayo que a su obra de ficción. Los ensayos se vuelven reiterativos, a momentos elementales, por ejemplo cuando nos muestra sus nociones sobre cómo escribir bien una obra. La misma idea de la “verdad de las mentiras” —“todas las novelas rehacen la realidad, embelleciéndola o empeorándola”— es resultado de la lucha entre forma y tema. Esta lucha no le permite dormir pero en su insomnio ha escrito páginas grandes, memorables. Pero siempre alguien que esconda sus claves y prefiera fabularlas será más enigmático, más interesante.
¿Qué relación podría existir entre estos “defectos” y el humor? La escuela de la sospecha a la que pertenezco me conduce a pensar lo peor. La comedia del arte ya no se representa. Hay crímenes que no los borra ni la escritura.
* * *
No quiero ensayar una respuesta, prefiero hablar del humor que ha traído a mi mente Mario. Quizá encuentre una clave, quizá no. Tal vez la fábula de un crítico. Pero no me apetece hablar de la gala del humor, sino de su ausencia, quiero hablar de la gravedad, de las formas que adopta la tontería entre artistas y escritores. Quiero hablar sobre algo que me repugna, esta “alta cultura” y sus distinciones propias del siglo XVIII o XIX: en este país, el Ecuador, cada uno hace esfuerzos titánicos para construir su castillo de corrección, un discurso que lo proteja de la estupidez y el adocenamiento. Cada uno lucha a su manera por alejarse de la vulgaridad de otro sector de la “cultura”. El escritor es el “duro”, el de los temas “trascendentes”, el “maldito”, el que sanciona las actitudes y la mítica del artista. No hablo de Capote y su corazón frío que le permitía observar, hablo de nuestras caras —un detalle que se escapa—, de los rostros que evidencian lo que somos. La cara, la nariz, la frente, la boca, esculpidos con el cincel de la pestilencia. Solo el artista apestado conquista su Olimpo y camina con su cáscara de gravedad, su máscara de hielo.
Pero, digo yo, no solo ha existido el artista maldito: viene a mí el bufón, el pendenciero de la corte, el bandolero —¡ah, querido amigo!, recuerdas al Viejo Faulkner diciendo que el buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores, cuatreros— el iluso, el hedonista, el epicúreo, el lúdico, el actor, el dillettante… hermoso vocablo. Existen también estas facetas de quien vive el arte, no solo la gravedad. Nos hemos acostumbrado a una pieza interpretada por la Diosa Literatura en su papel de heroína bajo el título: “Tragedia anónima”. Amigo: el artista asume su compromiso como puede, desde su calle, desde su noche, desde su corazón, sus tripas, su memoria y su cráneo. La tragedia anónima desgasta, no es buen negocio. Solo justifica la soledad, el aislamiento, la falta de comunicación, de roce y de mundo de algunos escritores y artistas. Sabemos bien que el artista no es rehén del tema de su trabajo; tiene noción del bien y el mal, su obra es una crónica de la decadencia, es inevitable. Pero el verdadero artista no se pone serio al hablar. Eso, querido, no es compromiso, es estreñimiento.
Artistas y auto ironía cero son hermanos: los artistas se han esforzado tanto en construir una imagen ante la Sociedad de Poetas —sabido es que ningún artista pervive sin su dosis de vanidad, pero amarse uno mismo no significa soñar una ficción de protagonista único—, que terminan identificándose con ella hasta el corazón, perdidos en la sombra entre lo falso y lo real. Nadie bromea o duda con nobleza, con gracia aristocrática. Hablo de los vivos, las excepciones han muerto: Alejandro Carrión, Paco Tobar, Raúl Andrade, Pablo Palacio. En esta ciudad se piensa que la burocracia trafica solo en edificios y escritorios. Pero el editor de revista, el redactor fracasado, el director de la sección de ¿literatura? construyen su discurso, se hacen alguien con la condición de olvidar el tiempo de su obra. Amigo, no me vanaglorio de una pulcritud ermitaña, pero detesto el provincianismo y este temor católico que todo cubre de polvo. Aquí el descompromiso es comprometido y los pontífices acuñan su Index librorum prohibitorum, sancionan qué decir, cómo, desprecian las ideas que no concuerdan con su canon municipal y espeso. La risa solo se vende barata en las calles, bajo las alas del hacedor profesional que come alpiste en los periódicos, o del cuentista que repite, repite, repite, todos los adverbios terminados en mente. Pero no se ríe con el corazón, no se ríe con el estómago, con las tripas. La risa no subvierte, complace, épates la bourgeoisie.
¿Sabes?: he leído unas cuartillas cómicas en lugar de un discurso de orden y el público ha querido devorarme, sus miradas desconcertadas no acertaron a reír, abrir la boca o ladear la cabeza. Creo que hice el ridículo, no estuve a la altura. El miedo campea en esta urbe, el miedo no ríe. La risa, el sarcasmo, la sorna no viven más. La risa es pésima. No hay bufa, no hay nada.
Nuevas generaciones se desperezan en esta soledad. Los horizontes son amplios, polifónicos, se honra el arte por el arte. Los nuevos se agazapan a la espera del oficio. Pero pronto las virtudes se hacen antiguas, se convierten en credo, en gulag. Los nuevos prescriben con su cara de viejos prematuros, avinagrados. Me los topo en la puerta del cine, en la crítica de arte, en sus secciones de prensa, en los claustros de estas cárceles/universidades, en las tuercas, en los tornillos. Convencidos todos de que la Diosa Literatura vendrá a salvarlos de su pequeñez. Caballeros: están mordiendo un hueso seco, la envidia, la parroquia. No todo es palabra, hay que cantar. Con la garganta, como Miller. Henry Miller.
Amigo, el humor es agresión defensiva has dicho tú. Así es. Si la inseguridad te carcome se sublima en el resto, se la arroja a los demás. De esta forma se escamotea el enfrentamiento, el golpe directo, la discrepancia, tras un velo. Es una tara genética. El confesionario convierte el secreto en un pecado que solo permite hablarnos de espaldas. Siento esta enfermedad, me confundo —silencio—; sin matices, sin contornos.
Si alguien todavía respira, la máquina lo está vigilando ya. La máquina de la patria, de los Andes, la suciedad, el lodo, el lupanar.
Han comenzado a llevarme, los que quisieron cargarse a Mario han comenzado a llevarme. Están llevándome a su máquina de mierda.
Quito, julio de 2005.
* Efraín Villacís: “Pantaleón y las visitadoras: La novela como divertimento o el realismo como evasión”. El Búho No. 10, Quito.
** Leonardo Valencia: “Mario Vargas Llosa: El guardián ante el abismo”, El Búho, No. 12, Quito.
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