Las religiones mueren o están por morir. Esta frase que quizá fuera el epitafio del “desencanto del mundo moderno” no se ha disuelto. El culto persiste con sus máscaras seglares y adopta formas que desfilan por doquier.
“Los antiguos dioses envejecen o mueren, y no han nacido otros. Esto es lo que ha hecho vana la tentativa de organizar una religión con viejos recuerdos históricos, artificialmente despertados: de la vida misma y no de un pasado muerto puede salir un culto vivo. Pero este estado de incertidumbre y de falta de orden y concierto no puede durar para siempre”. Esta fue la profecía de Émile Durkheim sobre la muerte de los dioses, pero el culto no muere: el estado de incertidumbre ha quedado atrás, hoy el mundo se organiza bajo formas insospechadas, envoltorios gelatinosos y etéreos. El transcurrir, el presente del pasado, el pasar al futuro. En este estado amorfo un culto por nuevos dioses se anima, vivo, nacido de las glándulas que el moho puede generar sobre una piedra.
Somos alienígenas adecuados, mutantes del tiempo, hijos de Blade Runner quienes levantamos el culto. De niños pasamos encerrados en la habitación, con la TV encendida de luz a luz, las cortinas abiertas y el viento de la ciudad enfriándose, veloz y quieto. Después de la medianoche, la programación de la tele cambia, muestra lo que no se muestra, vida detrás de la vida, after hours. Un doctor Xavier (ojo con esta X del nombre de pila bautismal) inventa un colirio que le permite tener vista de rayos X. La vieja historia del científico loco abre la página oscura del celuloide. El doctor X(avier) —¿recuerda usted ahora el clásico con Lionel Atwill?— atisba a través de los vestidos de las damas, ah, viciocillo, pero pronto la obsesión se vuelve maldita. Como drogata corriente y común, aumenta sus dosis, los períodos de abstinencia se hacen más cortos, la necesidad de la droga violenta. Ya no es médico, es curandero, radiografías gratis de un solo vistazo. Pero la visión poco a poco ya no le permite ver: las excesivas dosis han destruido sus ojos y ahora el Doctor X solo mira las estructuras de cosas y casas, su iris es una caja de Roentgen; está perdiendo la cabeza. La cuenca de su ojo es la negra cavidad del universo, sus córneas están completamente calcinadas, alquitrán. La ciudad no es nada, solo metal en blanco y gris pastoso. El Doctor X se aleja de la ciudad, apenas guía el coche. Una llamada: Dios en una iglesia. Los fieles vuelven las cabezas. El doctor ha caído de rodillas, ellos forman el corro, alguno recuerda la Escritura: “si tu cuerpo, si tus ojos te hacen pecar…”. Ellos responden: ¡¡ARRÁNCATELOS, ARRÁNCATELOS, ARRÁNCATELOS!! Fin del Doctor.
Son las dos de la mañana, tengo doce años, es sábado. Apago el televisor, estoy pensando en el doctor, no puedo olvidar al doctor, no puedo dormir. No duermo durante seis años, encapsulado en películas de terror. Ahora despierto, soy viejo… el doctor, el doctor. La vi una sola vez… en mi cabeza, mil. El culto no es la reproducción infinita de una cinta, no es una película recurrente. Esto es el culto, la obsesión, el claustro de una cinta negra. El origen de las religiones proviene del culto a los ancestros muertos y crece en la similitud entre el sueño y la muerte. Los antiguos creían que el alma sobrevive al cuerpo, pero todo culto radica en la relación de los vivos con los muertos: “La aureola de la que siguen rodeados no les viene simplemente del hecho de ser ancestros, es decir, el hecho de haber muerto, sino del hecho de que se les atribuye y se les ha atribuido siempre un carácter divino. Con propiedad, no se puede decir que estos ritos constituyen un culto de los ancestros en tanto que tales. Para que pueda haber un verdadero culto de los muertos, es menester que los ancestros reales, los familiares que los hombres pierden realmente cada día, se convirtieran, una vez muertos, en objeto de culto”. Entonces, el culto siempre es familiar y cercano, o, con un término indoloro, vívido. El hombre de la mirada de rayos X, de Roger Corman es el culto vívido.
Mi infancia de terror es una acumulación de parámetros cinematográficos. Pero el culto destruye toda consonancia formal, el consenso de la autoridad que es, la mayoría de los casos, un acuerdo estructuralista y arbitrario. Los filmes “trascendentes” son los que rompen los cánones sintácticos y narrativos del pasado. A eso va el crítico, con eso amasa el Panteón de los Filmes que Hay Que Ver. El culto voltea las coordenadas del gusto, es una comunicación con los propios espíritus muertos, con el sepulcro del niño que usted fue y los filmes que usted vio y le gustaron. Sobre esa base se construye el gusto real (los muertos reales) del individuo y por ese hueco se cuela el culto. E. Durkheim dice: “Este alargamiento del culto de los muertos al conjunto de la naturaleza vendría del hecho de que los hombres tendemos instintivamente a representarnos todas las cosas a nuestra imagen, es decir, como si se tratara de seres vivos y pensantes”. En otras palabras, las películas que confroman nuestro gusto subterráneo, son las que nos comunican con el niño (los niños) que llevamos dentro, vivos y muertos.
Ahí vive la obsesión. Barbarella (1968), de Roger Vadim, fue una space-opera con calidad estúpidamente rocambolesca. Para ser objeto de culto pesaron sus pobres decorados, la torpe actuación de Fonda (Jane), la anécdota difusa, la aparición de un Marcel Marceau irreconocible; su carácter contracultural, se diría. El espectador solitario, por extensión, onanista, consagró la aventura de Barbarella y Pygar en la piel de Barbarella y sus orgasmos. Siluetas como sombras han salido de las películas raras de serie B. Nombres como Anita Pallenberg y hasta el actor David Hemmings. Es que el culto comunica a los vivos con los muertos o resucita a los muertos. El culto es el zombismo de la industria cinematográfica.
Pero en la boca del insomnio puedo advertir que el culto no es solo cine. El culto de El almuerzo desnudo, la novela de Burroughs se extiende por décadas. O Jean Cocteau. O American Psycho, la killer-novel de B.E.Ellis. O los extraviados primeros plásticos de la Velvet Underground. Lo que nos une y comunica en el culto es el gusto por la extrañeza que obedece a los traumas de nuestra infancia. Toca entonces, reconocer cuáles son los objetos de nuestro culto particular y traficarlos con otros cultores.
Si me permiten, mi culto cinematográfico particular —que, rara avis, coincide con el de más de un centenar— viene de la caja de los recuerdos y es proclive a lo carnoso, a lo casposo, a lo vampírico, a lo estúpido, a lo monstruoso y grandilocuente. Sin orden de aparición: Casanova (1976), Federico Fellini, la matriz del mundo, los seres y el tiempo; El ansia (1983), Tony Scott, hermano de Ridley que dirigió nada más y nada menos que una escena lesbo entre la gélida Catherine Deneuve y la politizada Susan Sarandon. Al dúo se adicionó el andrógino vamp, David “Knife” Bowie; Carny (1980), Robert Kaylor, con Jodie Foster, pesadilla carnal del circo; Naked Tango (1991), Leonard Schrader, con Vincent D’Onofrio, Mathilda May y Fernando Rey, una historia de tango; Barbarella (1968), Roger Vadim, con Jane Fonda; El baile de los vampiros (cuyo nombre en inglés es “Perdóneme pero sus dientes están en mi cuello”, 1967), protagonizada por Roman Polanski en compañía de Sharon Tate, su asesinada esposa a manos del horrorífico Charles Manson; Lonesome Cowboys (1969), donde Andy Warhol dirige a Viva, el western más aburrido y procaz de este tiempo; Sisters (1973), del raro comerciante Brian de Palma, doble personalidad y siamesas; Revancha triunfal (1984), Jerzy Skolimowski, metáfora de fútbol y burradas; Showgirls (1995), Paul Verhoeven, una pasta de neón, mal gusto, buenas carnes (de Elizabeth Berkley) y Las Vegas; El hombre de la mirada de rayos X (1963), del mercader de segunda don Roger Corman; Rocco’s best butt fucks (director y año son irrelevantes), con Rocco Siffredi y Sylvia Saint, dos guapos, empinantes y rubios pornostars; Last summer (1969), Frank Perry, con una jovencísima Barbara Hershey, hembra verdaderamente sensual y ardiente; La gran comilona (1973), Marco Ferreri, canto al encierro, la flatulencia y la gula; Blue velvet (1986), David Lynch, la colorina historia de un pueblito con muertos incluidos; la mesmérica Blade Runner (1982), Ridley Scott, y, es obvio, el director que no puede faltar en la nómina de un obseso: David Cronenberg, con su Crash (1988), en el que Elias Koteas y Holly Hunter juegan a los choques de autos para inducir el orgasmo. Este cine del frío de la madrugada remonta las pasiones más estrambóticas del hombre como un ser elemental, primate primario: escopofilia (voyeur), pedofilia, escatología, coprofilia, encierro, vampirismo, glotonería, caníbales, monstruos y tullidos, conforman la galería de sensaciones y obsesiones del visor de culto. Es decir, los elementos que identifican el culto de las tribus primitivas. De la infancia personal a la infancia del mundo, el cine de culto cierra el círculo de aparición y muerte de los dioses.
Lista tan personal como esta obedece a una comunicación transmundana exclusiva del hablante. Sin embargo, y en alusión a la existencia de un inconsciente colectivo, las coincidencias con otros cultores son varias. Tarde, demasiado tarde vi La parada de los monstruos, de Tod Browning, y, poco o nada de John Waters, o La matanza de Texas, para incluirlos en mi culto particular. Pero el culto también es necrófilo y se alimenta de la vida de los muertos (no solo en el porno, tan gustoso de este tema). La fagocitación del gusto ajeno también forma parte del culto siempre y cuando prime la obsesión. La visión constante de un film y la comunidad de fanáticos que atraviesa todo culto seglar nos une. El deleite con la sangre, la basura, el gore, el hardcore, el giallo italiano, los bikinis playeros, las secuelas de chicas en la cárcel, los decorados artificiales, el plástico y el cartón piedra en emocionantes e idiotas aventuras interestelares, identifican a los cuervos de la madrugada. La serie B, la serie Z, producciones baratas y risibles, los subgéneros de pacotilla, son nuestra carne en el frigorífico. El culto es y ha sido siempre, un altar a los muertos como en las culturas antiguas. Por eso es origen de una nueva religión, la primera totalmente intestinal, es decir, la religión mundana.
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