Friday, February 17, 2006

Mona Lisa

Por David Onica



—Martini seco.
—Gracias. ¿Dormiste bien, Tom?
—Con este trabajo, imposible, jefe. Me fui a tumbar unos pinos a las seis, con todas esas sillas sobre las mesas y el olor a cloro elevándose desde el piso. Solo quedaba Mary, la chica de la caja, usted sabe, la del mantel a cuadros.
—Ah, Mary.
—Sí, jefecito, la de los ojos castaños, Mary. Me puse a cotorrear con ella, entre los cubos y las burbujas. Resulta que su hijo de siete años, Mickey, se trepó con un avión en la mano a uno de esos juegos del parque y cuando ella bajó la cabeza para repasar sus uñas por milésima vez, Mickey estaba en el suelo, lleno de barro y con el avión en la boca. La turbina del avión le atravesó el cachete y ahora Mary tiene que conseguir dos de los grandes; según mis cuentas, seis meses de trabajo. Mary se puso a llorar, me dio sueño y me quedé dormido unos minutos con la mano en la cara. Cuando desperté ella recogía los cubos y apagaba el sistema eléctrico. Creo que me metí a cama a las ocho u ocho y media.
—¿Algún mensaje de los Hamptons?
—Nada de nada, jefecito, como que ya se olvidaron de usted los Hamptons. Pero llamó su hija Leslie, está en Las Vegas. Dice que bien, le faltan dos sesiones, termina y vuela a París, se encontrará con su mamá en París. Me pidió que no le contara, pero usted sabe que no le oculto nada.
—¿Quiere plata?
—¿Si le hiciera falta, me llamaría a mí?
—Entiendo. Dame otro martini.
—Lo veo cansado, jefe, ¿durmió bien usted?
—Imagino que no: desperté con la luz encendida, la cabeza me daba vueltas, el cielo oscuro. Martha huyó a las tres, tomó una trinchera, un paraguas viejo y se fue con un portazo. Hay que llamar al carpintero otra vez. A propósito: recuérdame pasar por la tienda de trajes para recoger el nuevo. Esta vez duró algo más.
—¿Volverá por otra, jefe?
—Supongo que sí: el asesino siempre vuelve al lugar de los hechos. Aunque ya estoy algo cansado, las fuerzas no son las mismas, Tom.
—Ya veo. Poca gente hoy, jefazo.
—No digas estupideces y sírveme otra. El día que la encuentre de nuevo, Tom, espero caminar todavía con mis propios pies. El día.
—Se ha pasado en lo mismo una vida, jefecito.
—Su piel blanca era fresca al amanecer, amasada con leche y rosas, como el mejor perfume de almizcle. Su cabello, ah, su cabello era el de una carmen. Caminábamos por el muelle, con la luna de las películas y la banda tocando “Mona Lisa” en el salón de baile. Reía, reía tanto que las ondas del agua parecían congelarse con su risa. Nos tomamos de la mano, trepamos al coche y dejamos el pueblo. Nos casamos en la iglesia de Santa Teresa el veinticuatro de abril. Ella con su vestido turquesa, yo con mi esmoquin y mis botas. Nunca fuimos como el resto de la gente...
—Jefe, por favor...
—... se recogía el cabello con las manos y decía: “Un dos tres: trenzas otra vez”, miles de bucles corriendo por su espalda. Una vez me dijo que lo único que un hombre tenía era su cuello, que la forma de amar a un hombre era oler y morder su cuello. Entonces empecé a practicar movimientos circulares con mi consejero chino, movimientos que cuidan la nuca. Cuando se lo dije, se puso furiosa y vociferó: “Imbécil, tu cuello es el más hermoso del mundo”.
—Otra vez con la misma historia. Deje de darle al dolor, no sirve para nada.
—Escúchame ahora que estoy solo.
—Está hablando como un borracho, jefe. Mejor llamo al valet: que lo conduzca al coche y se regrese a casa.
—Tom: Martha se ha ido a las tres, sin un centavo ni nada. Era una chica ingenua y boba, nada más. Eso les pasa a las bobas e ingenuas: siempre hay alguien dispuesto a hincarles los dientes. No es problema del hombre, Tom, es asunto del mundo. Ahora se va, sufrirá un poco y después quizá encuentre un chico bueno con el que casarse al ritmo de una gran fiesta en blanco y negro. El problema es el mundo Tom, el mundo, no Martha.
—Jefecito, Martha tiene a su familia en Wisconsin, tiene un padre normal, una madre normal y unos hermanos normales. Se fugó por usted, jefe, dejó todo por usted y ahora tendrá que volver con la una mano delante y la otra atrás. Fue usted, jefecito, le recuerdo: usted le arruinó la vida.
—¿Le arruinó? Las mujeres como Martha tienen un nombre y no es precisamente un halago. Los chicos las aburren con sus tonterías y su inseguridad, pronto se les cansan los pies del baile y procuran conseguirse un amigo. Tanto cuento termina fastidiándolas. A la final buscan meterse a la cama de un hombre. Tom, no te confundas: Martha era una de esas.
—Jefe, fuese lo que fuese, usted la engatusó. Ahora la pobre tendrá que pagar y arrepentirse. Tendrá que cargar la culpa como un muerto y quizá nunca vuelva a ser la de antes. ¿Hasta cuándo jefe?
—¿Hasta cuando qué?
—¿Hasta cuando este juego?
—Cállate. Cállate y sírveme otra copa. ¡Martini, otro martini!
—Solo le digo una cosa, jefecito: Martha se ha ido como todas. Pero volverá por las noches, como el resto, jefe. Como la primera cuando pasó lo que pasó. Su Mona Lisa ya ha comenzado a desprenderse de la pared: todas las mañanas en lugar de ir a ver a Mary me toca restaurarla, ya me duelen los dedos de tanto arreglo. A mí tampoco me deja dormir. Así es que mejor olvídese de todo. Y levante la cabeza que me va a romper la copa.
—...la gente comienza a llegar... chao Tom ...tonto Tom...
—Abróchese la chaqueta, jefecito. Es la última de Patsy Cline, escúchela y váyase ya. La arreglamos en casa. Su Mona Lisa.

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