TODO ESCRITOR AMA A NUEVA YORK. Pasear, odiar, gritar, extrañar, morir en Nueva York; rayar sus esquinas. No París, Berlín, no Venecia: el escritor es un transeúnte en Nueva York. García Lorca, Dos Passos (el amo de América), Capote, Henry James, han visto la nueva Babilonia. En los últimos lustros, tres escribientes, por ejemplo, recogieron los restos de cocaína de la ciudad, sus rascacielos de Manhattan, la pobreza, la disipación, opulencia y perdición. Tom Wolfe (La hoguera de las vanidades, 1987), Bret Easton Ellis (American Psycho, 1991), Jay McInerney (A media luz, 1992) dan tres visiones del frío en NYC, del polvo en el rostro bajo un antifaz de grandeza.
Los personajes de estos libros son jóvenes y ricos, malditos y hermosos, pero un halo devastador los envuelve. Wolfe observa la ciudad en su amanecer satírico: Sherman McCoy, vecino de Manhattan, conduce a su amante del aeropuerto al nido que comparten, pero una confusión en las vías va a sumergirlo en las calles del oscuro Bronx, entre pobreza, barro y una lengua que no comprende. Problemas amorosos, financieros, dificultades jurídicas y hasta económicas se derivan del extravío. La pérdida en La hoguera de las vanidades hace que riqueza y pobreza sean convenciones de tontos, NY es un acto bufonesco, broma de mal gusto, “desde Park Avenue hasta la Quinta, desde la calle Sesenta y dos hasta la Noventa y seis... el espantoso ruido que producían los metros y metros cuadrados de carísimos espejos que iban siendo arrancados de las paredes de los mejores apartamentos... un universo de brillos, destellos, centelleos, lustres, reflejos y espejeantes lagos y deslumbrantes fulgores”. NY es imagen y locura, triste broma del poder y el dinero. Todo es una broma del poder y el dinero: justicia, moral, clases sociales, orden, policía, plata, monedas que valen si te quedas en tu sitio, si sabes que solo en tu lugar puedes ser alguien: ¡no des un paso más allá! Norman Mailer ha dicho que La hoguera de las vanidades, dice a los ricos: “Puede que seas tonto, chico, pero la gente de más abajo es increíblemente peor”. Lectura superficial. La verdad Wolfe arrastra a McCoy: “eres un imbécil, chico, todo el mundo lo es, nada tienes que perder”.
EL CHICO MALO DE NUEVA YORK es Bret Easton Ellis. Hoy en día un escritor maduro en busca de personajes, Bret Ellis borroneó la cara más odiosa y fría de NY. Su personaje, Patrick Bateman, psicópata americano vestido de ejecutivo-Pierce & Pierce, dispara, descuartiza, come muertos, incendia, muestra los dientes, charla con su máquina clavadora y escucha a los Talking Heads. Un ángel adorable en las calles de una ciudad abrasadora, nebulosa, con lluvia o con sol: siempre hielo. NY en manos de Ellis es “una cabina telefónica en medio del centro, no sé dónde, pero estoy sudando y una migraña me late dolorosamente en la cabeza y experimento un intenso ataque de ansiedad, mientras en los bolsillos busco Valium, Xanax, un Halcion suelto, lo que sea, y lo único que encuentro son tres descoloridos Nuprin dentro de una caja para píldoras Gucci, de modo que me meto los tres en la boca y me los trago con una Diet Pepsi”. La ciudad de Ellis es violencia verbal, un hueco donde todo está condenado a un eterno regreso. American Psycho es la mejor obra de Ellis, quizá no su mayor logro estilístico, pero es su libro más completo, obra proscrita que nos atrapa porque descubrimos en ella, enteramente desnudos, nuestros fantasmas y alucinaciones: “el trabajo sucio que alguien tenía que hacer”, gozo de la indomable violencia que habita en nuestra recámara. Si Ellis ha recibido enorme rechazo en su país no es por la sustancia moral de su libro sino por sus dotes literarias: narración en presente y primera persona, adjetivación escasa, punto de vista amoral, nihilista y, a pesar de ello, magnetismo irresistible de Patrick Bateman, son los aguijones que repelen. American Psycho horroriza, imanta, disfrutamos morbosamente en ella y sufrimos su devastación moral. Nueva York es su tumba.
AHORA EL BUENO. Un atractivo escritor con experiencia en el ramo de los opulentos, navega a media luz en la historia de Russell y Corrine Calloway, dos jóvenes exitosos que comparten con los de Ellis y los Wolfe’s su gusto por lujo y refinamiento, sus buenos modales reforzados en las universidades más caras del este y su inclinación por el oro y el metal precioso. McInerney los pone a sufrir en una saga melodramática con reminiscencias literarias: podría decirse que lo que Salinger significó para Ellis, Fitzgerald es para McInerney, su Nueva York es la piel dolorida de los que naufragan en la felicidad: “Entre las piedras y los árboles de la Provence de Cézanne, esa chica francesa tenía una forma como algo soñado por Brancusi... una obra que se podría titular Sexo atravesando el espacio; esta idea hizo que brotara una voz interior que le riñó, una voz adquirida vía las reseñas del Times y los medios de comunicación de calidad, las novias progresistas y las instituciones de enseñanza de Nueva Inglaterra. Uno no podía pensar esas cosas, si era claramente ilustrado, liberal, y además estaba casado. Tratas a las mujeres como objetos; te burlas de las obras de arte. Dos delitos. Con todo, eso pasaba”. El bueno no resultó tan bueno, solo un piadoso que sentimentaliza el dolor. Aunque McInerney es un juicioso observador de los sentimientos, de las pequeñas pasiones de estos hijos de la beautiful town, la madre de neón: New York.
En esta última línea, me apetece un giro: personalmente, como escritor, tomo partida por Ellis. En la estela de la fortísima literatura norteamericana de la segunda mitad del XX y estos años (William Kennedy, Kurt Vonnegut, William Styron, James Baldwin, Barry Gifford, Phillip Roth, John Updike, Foster Wallace o el magnífico James Ellroy), Ellis es el heredero. Se apresta a tocar su última nota, algo lejana a las luces de Nueva York. Una nota personal e íntima, autobiográfica, ha dicho. Algo parecido al gorjeo de un transeúnte.
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