Monday, February 04, 2008
David Gilmour: La brisa del liberto
I
Recuerdo es santidad: ser libre quizá no sea más que invento y apéndice de lo imaginario. Igual que ocurre con la tristeza, saberse libre acaso sea figurarse egoísta y pasar ese egoísmo como interés de otros, como gusto de cofradía, aunque a fin de cuentas solo sea una máscara impuesta con diplomacia, a la manera inglesa. Libertad y lágrima sucedánea: los trances de un solitario abandonado en su sillón de brocado, recostado en su plegable sintética o, incluso, amarrado a un armatoste con correas.
A mi manera conquistada la libertad, libre yo, convido a mis amigos un poco de mi repertorio imaginario: mares del sur, arena blanca, agua esmeralda, aire de septentrión, nieve nórdica, expresos transiberianos, carruajes breves sobre empedrados brevísimos de una mínima ciudad en el centro de Europa. La libertad, territorio escondido con celo por el artista, recopila geografías sanadoras, catárticas, imposibles. Ésta, la trampa de lo libre: su imposibilidad.
Aunque el paso del tiempo sobre el espíritu emancipado modifique estas geografías, aunque las suprima al calor de su necesidad, pues el paso del tiempo es el límite de la carencia y el formato de su solución —algo así como la libertad en el sueño—, la libertad nunca pertenecerá al reino de la carne: será solo el sonido templado y ligero del timbre de una caja de música o la manecilla de un reloj de péndulo.
II
Compuesta para la libertad, me sobrecoge la música de David Gilmour, líder de Pink Floyd y maestro de geografías insólitas, lugares solares, devastaciones etéreas. Que no se piense que al hablar de lo insólito me abruma su ligereza: ésta, simplemente, no existe, pues Gilmour es el dominador de lo etéreo del alma y su incorregible deseo de ser otra. Cual dominador, Gilmour conduce por aquellos lugares deseables, imaginados, ideados paso a paso sobre una cuerda extendida entre la infancia más remota y el futuro más incierto, con la voluntad del visionario: me hace saber que su geografía dispersa no es más que mi vejez invertida. Suspendido sobre esa cuerda alimento y modifico mi necesidad y la llamo universo, universo sonoro. Sobre la cuerda, Gilmour acaso sea, junto a David Bowie, el mejor criador de mundos imposibles.
Al igual que él, Gilmour se ha afanado por amoblar el universo con un estilo ajeno al tiempo y al espacio: la obra de ambos nos conduce más allá del reloj, más allá de la tierra, nos vuelve visitantes de realidades paralelas, que, aunque inasibles, golpean el corazón, huellan la edad. Gilmour y Bowie son constructores de múltiples universos paralelos en que habitar por millares y lustros, en que habitar como distintos, como los Otros es su oxígeno.
En este universo apreciamos la caricia del mar y restamos abiertos al abrazo de su aire suicida. El más delicado guitarrista contemporáneo detiene el tiempo hasta sumergirnos en la alucinación de lo mítico, de lo primigenio y elemental, de lo extraño a las travesuras de la necesidad. Ocurre así al escuchar la magnífica Then I close my eyes, incluida en la edición del concierto Remember that Night, ofrecido en el Royal Albert Hall de Londres a fines de 2006. Con esa virtud atemporal la guitarra de David Gilmour nos eterniza.
Aparejando los géneros como un taumaturgo, folk, jazz, soul, blues, country, rock, música orquestal, omnipresente música clásica e incurable inspiración wagneriana, Gilmour apropia los artificios de esos lenguajes en el suyo, en esta especie de esperanto del hombre libre y solo. En el largo y descriptivo camino que recorreremos olvidamos lo mundano y su ruido, pasamos por el latir del cuerpo y aparcamos en las zonas del sueño y de la imaginación más tersa y desbocada: conchas marinas, cuevas tasmánicas, luces amarillas, verdes, naranjas de un poniente cristalino e insólito, arena blanca y hombre que cierra los ojos para abandonarse a una naturaleza que no es más que el segundo apelativo del sueño. Visitamos también, en el Albert Hall o en la habitación de nuestro apartamento, con el vídeo colocado en posición de tocar, esto es, en no retorno, la crispación de un universo viejo y torpe, la muerte de una estrella solar o el hallazgo de nuevas lunas en que el hombre es una versión de un vicio antiguo. Alienados por esta brisa de libertad, nos resistimos ante la belleza del concierto, a tal punto que triunfa el corazón y la soledad.
III
Pero existe un más allá. Cerca del cierre del recital, cuando hemos sido abandonados en los parajes de Breathe, Time, The Blue o Smile, de Fat Old Sun, Echoes y Find the Cost of Freedom, sin olvidar la muerte en negro de High Hopes, el hombre enajenado y loco, el libérrimo, se detiene y anuncia la compañía de David Bowie en las voces. Sonriente como es costumbre del Duque, lo reconocemos pasado por la cirugía plástica, insólitamente estirada su piel, elegante a más no poder, a la manera inglesa. Abre su corta interpretación en la clásica Arnold Layne de atmósfera y sonido americanos, folk más soul más blues, géneros siempre caros para las guitarras y gargantas de ambos divos. No más que un preludio algo festivo, a la manera del Camaleón. Tras el inevitable silencio, Gilmour anuncia el corte final, Comfortably Numb, la mayor navaja rockera de los tiempos y Bowie se apresta a interpretar a un artista sin máscaras, es decir, a un hombre inspirado. ¿Otra mutación? Quizá. La voz grave y algo ronca, insólita en la correspondencia con su caquéctico cuerpo, recuerda distintas interpretaciones aparecidas esporádicamente en los afortunados y poco afortunados álbumes llamados Hours…, Heathen y Reality. Bowie se aferra al micrófono atento a la orden del maestro de la orquesta y como un debutante de salón lanza su sonido más vital y enmascarado para dar con la interpretación más hiriente de Comfortably Numb nunca oída. De por sí lacerante, el tema nos azota por todo costado, bajos, espalda, intestinos y recuerdo; no quedamos más que para las lágrimas. Cuando Gilmour comienza a cantar su parte ya hemos sido presas del hiperrealismo de Bowie y obsequiamos nuestro cadáver a la voz demoníaco-divina de David Gilmour.
IV
David Gilmour ha vencido, en nosotros, en el sueño y la libertad. Prevalecerá porque su credo comienza con la palabra más inusual en la música contemporánea: armonía. Perdurará porque, más allá del dinero, los aviones y la isla-hábitat, Gilmour es una herramienta del ruido universal huido del cielo que no es otra que la voz del Criador. Él nos emancipa y nos abandona en el sueño, por Él somos, por Él creemos y a causa de Él lloramos al abandonar el útero en favor del único lugar cruel concebido por el tiempo: éste, el Mundo, el sueño, la libertad. —
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