Thursday, February 23, 2006

Carta a un escribidor: Vargas Llosa, la gravedad y la risa

Querido Efra,

Aquí me tienes, abro las páginas de esta magazine y me encuentro tu artículo sobre Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa*. La otra tarde, mientras leía el ensayo introductorio de José Miguel Oviedo a La guerra del fin del mundo en la Biblioteca Ayacucho, me llamaron la atención sus ideas sobre un tema que tú también enfocas: el humor, registro desconocido en la obra de Vargas Llosa antes de Pantaleón. Echo de menos alguna idea tuya al respecto, la única referencia que haces es que con aquella novela le llegó su “oportunidad calva” pero me hace falta una mención sobre los orígenes y la secuencia de esta clave extendida hasta La tía Julia y el escribidor, cumbre del Vargas Llosa humorista. Solo en posesión de este ancestro pueden descifrarse los códigos de La guerra del fin del mundo, tal vez la obra más grande de Vargas Llosa. Algo de ese humor también se percibe en las posteriores, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, Kathie y el hipopótamo y El loco de los balcones. Escasa es la influencia en sus últimas novelas, sin embargo no era inoficioso aludir en tu artículo a la vertiente de humor en toda su novelística.

También me encuentro a Leonardo Valencia orillando esa vertiente**. Lo hace desde el enfrentamiento entre realismo formal e instinto narrativo. Concuerdo con algunas de sus ideas pero otras me parecen artificiales. Leonardo parte de que siempre existió en la obra de Varguitas una tensión entre la forma y el tema, o, a su manera, los demonios. En ese escenario, la broma de Pantaleón encarnaría a los demonios.

Cuando leo los ensayos del peruano me pasa igual que a Leonardo: a ratos me desconcierta lo que yo llamaría exposición iluminista, la voz del ensayista al que nada se escapa, que lo conoce e intuye todo a la manera del narrador omnisciente; una voz racional, formal, que defiende a ultranza la unidad del narrador, por ejemplo. Déjame que te lo cuente en detalle.

- En todos los ensayos de uno de sus más conocidos libros, La verdad de las mentiras, Vargas Llosa usa como trasfondo la necesidad de limpieza y expurgación total, casi matemática, de la voz del narrador o los narradores de una historia. Para Vargas Llosa, si eso se consigue, hay buena novela: “… cuando abrimos un libro de ficción, acomodamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestras lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador para hacernos vivir como verdades sus mentiras y no de su capacidad para reproducir fidedignamente lo vivido”, Ensayo introductorio: “La verdad de las mentiras”.

- Para recalcarlo, Varguitas precisa la omnisciencia del narrador: “Un relato es ‘objetivo’ cuando parece proyectarse exclusivamente sobre el mundo exterior, eludiendo la intimidad, o cuando el narrador se invisibiliza y lo narrado aparece a los ojos del lector como un objeto autosuficiente e impersonal, sin nada que lo ate y subordine a algo ajeno a sí mismo, o cuando ambas técnicas se combinan en un mismo texto como ocurre en los cuentos de Joyce. La objetividad es una técnica, o, mejor dicho, el efecto que puede producir una técnica narrativa, cuando ella es eficaz y ha sido empleada sin torpezas ni deficiencias que la delaten, haciendo sentir al lector que es víctima de una manipulación retórica”, “Dublineses (1914). James Joyce, El Dublín de Joyce”.

- Definitivamente obsesiona a nuestro autor la forma y su influencia sobre el narrador. Así se regodea: “En toda novela es la forma —el estilo en que está escrita y el orden en que aparece lo contado— lo que decide la riqueza o la pobreza, la profundidad o la trivialidad de su historia. Pero en novelistas como Faulkner la forma es algo tan visible, tan presente en la narración, que ella hace las veces de protagonista y actúa como un personaje de carne y hueso más o figura como un hecho, ni más ni menos que las pasiones, crímenes o cataclismos de su anécdota”, “Santuario (1932). William Faulkner, El santuario del mal”.

- Sin embargo cuando en su intento de dar alcance al narrador, su razón se debilita, no le queda más que admitir: “…aunque el comportamiento del narrador y sus opiniones desafíen la moral establecida… sería injusto hablar en su caso de indiferencia sobre este tema. Su manera de pensar y actuar es coherente: su desprecio de las convenciones sociales responde a una convicción profunda, a una cierta visión del hombre, de la sociedad y de la cultura, que, aunque de manera confusa, se va transparentando a lo largo del libro”, “Trópico de cáncer (1934). Henry Miller, El nihilista feliz”.

Disculpa la profusión de citas, las he traído con el fin de ilustrar lo que digo. Estas ideas aparecen en todas los artículos vargasllosianos sobre la escritura literaria. Insiste tanto en ello porque sobre ese cimiento se levanta su edificio novelesco. La obsesión con el narrador delata sus nociones formalistas sobre la novela, hasta repetirse abrumadoramente y terminar en la asfixia. Si lo observamos en un plano general, su concepción de la literatura emerge rígida, fría como la ciencia, precisa como el cálculo. Su contrapeso lo encuentra Leonardo Valencia en la tensión “demoníaca”: los demonios interiores respiran aún. Pero me atrevo a dudar, no creo que hubiesen palpitado alguna vez, no creo en ellos. Sobre la base de esta preocupación “demoníaca”, Leonardo parece interrogar sobre cómo a de leerse una novela una vez superada la tensión entre ideas naturalistas/realistas e irracionalistas. ¿Cómo se lee una novela en un tiempo en que las contradicciones han muerto? ¿Cómo se la observa si los novelistas no discuten más estos temas, si el espacio está menos contaminado por presuntos compromisos narrativos? ¿Cuáles son las tensiones, entonces? Ahora todas las formas de construir un personaje son conocidas, conocidas todas las formas del narrador, todos los experimentos de la novela. La tensión no se disfraza más de disyuntiva entre clasicismo o experimento, entre secuencia o entropía; la alternativa es una acertada novela clásica escrita con piezas experimentales o una novela experimental de encaje clásico. En otras palabras, escribir bien es ubicarse en la perspectiva de todo el horizonte literario, fundirse en el magma de las obras universales que anteceden. Puede sonar simple pero no lo es.

Veo más soltura, menos registro formal, en La ciudad y los perros, La guerra del fin del mundo, Elogio de la madrastra, y, curiosamente, El pez en el agua, esa especie de memorias-novela de Vargas Llosa. Ahora que el prurito por la experimentación parece ir en retirada, al contrario de lo que pasaba hace tres décadas, se leen con más deleite novelas de formato clásico, por decirlo así. Sin embargo —lo ha dicho el mismo Vargas Llosa en una defensa de Cambio de piel de Fuentes— la preferencia entre experimento u orden es una cuestión de gustos, no de calidad. Para explicar mi selección de novelas vargasllosianas que siento más libres de formalismo, debo ir más allá de lo experimental/complejo versus lo lineal/sencillo. Mis novelas de Vargas Llosa procesan una vertiente del background de la modernidad literaria y se aprecian libres de demiurgos e improntas, con una forma cruzada, que no profesa la experimentación, la forma rígida, el clasicismo, las narraciones yuxtapuestas, los varios planos temporales, pero que quizá incorporen a todos ellos: “’León, León’. Se vuelve. Ve la sombra de una mujer, un fantasma de huesos salidos, pellejo arrugado, cuya mirada es tan triste como su voz. ‘Échalo tú al fuego, León’ le pide. ‘Yo no puedo pero tú sí. Que no se lo coman, como me van a comer a mí’. El León de Natuba sigue la mirada de la agonizante y, casi a su lado, sobre un cadáver enrojecido por el resplandor, ve el festín: son muchas ratas, tal vez decenas y se pasean por la cara y el vientre del que ya no es posible saber si fue hombre o mujer, joven o viejo. ‘Salen de todas partes por los incendios, o porque el Diablo ya ganó la guerra’, dice la mujer, contando las letras de sus palabras. ‘Que no se lo coman a él que todavía es ángel. Échalo al fuego, Leoncito. Por el Buen Jesús’. El León de Natuba observa el festín: se han comido la cara, se afanan en el vientre, en los muslos”, La guerra del fin del mundo. Esta forma cruzada, mixta, esta polifonía de recursos de la novela contemporánea, discurre libre y sin mayores encajes formales en las tres novelas citadas y en las memorias-novela, mucho más que en Conversación en la Catedral o La casa verde, novelas, estas, de técnica perfeccionista excesivamente controlada cual crías de un Orson Welles de la literatura.

Creo que el humor del Vargas Llosa novelista no es un registro con aire demoníaco. La polifonía de recursos de la narrativa contemporánea y, por extensión, de Vargas Llosa, es otra. Consciente o inconscientemente pensada, la forma de Vargas Llosa es forma de su tiempo, tiempo más allá del demonio y la forma. Retomo el tema del humor para insistir en ello: varios críticos detectaron una inflexión en la obra de Vargas Llosa con Pantaleón y las visitadoras, vieron que el remozamiento a través del humor y otras técnicas que deforman el relato, delimitaban una “segunda etapa” de “novelas menores”; Pantaleón sería la primera de ellas. Pero cuando dicen menores quieren decir malas: los historiadores de la literatura han considerado a libros como Pantaleón y las visitadoras, libros malos o al menos no tan buenos como Conversación en La Catedral o La casa verde. Cuando dicen, cuando piensan “menor”, lo hacen por contraste con la complejidad estructural, simbólica, de las anteriores a Pantaleón. Los críticos siempre sueñan con proyectos novelísticos que remuevan el canon; añoran el experimentalismo del primer Vargas Llosa. Yo creo, por el contrario, que el ciclo abierto por Pantaleón trasciende hacia una amplia saga histórica, compuesta por novelas decimonónicas por su envergadura y polifónicas por su forma, como La fiesta del Chivo o El Paraíso en la otra esquina. Otros piensan que la llama se ha extinguido, que la genialidad ha muerto, que el novelista enciende su frenesí de fabulador pero ya no puede tentar un gran proyecto. Aunque la actual etapa fuese menor, los críticos que buscan la punta del ovillo fatal en el segundo Vargas Llosa, el humorista, están equivocados. ¿Qué piensas tú?

Lo que puedo afirmar sin dudas es que una forma de deber ser ha llevado a Mario Vargas Llosa a concebir esa factura calculada, como dice Leonardo. Y el cálculo afecta más al ensayo que a su obra de ficción. Los ensayos se vuelven reiterativos, a momentos elementales, por ejemplo cuando nos muestra sus nociones sobre cómo escribir bien una obra. La misma idea de la “verdad de las mentiras” —“todas las novelas rehacen la realidad, embelleciéndola o empeorándola”— es resultado de la lucha entre forma y tema. Esta lucha no le permite dormir pero en su insomnio ha escrito páginas grandes, memorables. Pero siempre alguien que esconda sus claves y prefiera fabularlas será más enigmático, más interesante.

¿Qué relación podría existir entre estos “defectos” y el humor? La escuela de la sospecha a la que pertenezco me conduce a pensar lo peor. La comedia del arte ya no se representa. Hay crímenes que no los borra ni la escritura.


* * *


No quiero ensayar una respuesta, prefiero hablar del humor que ha traído a mi mente Mario. Quizá encuentre una clave, quizá no. Tal vez la fábula de un crítico. Pero no me apetece hablar de la gala del humor, sino de su ausencia, quiero hablar de la gravedad, de las formas que adopta la tontería entre artistas y escritores. Quiero hablar sobre algo que me repugna, esta “alta cultura” y sus distinciones propias del siglo XVIII o XIX: en este país, el Ecuador, cada uno hace esfuerzos titánicos para construir su castillo de corrección, un discurso que lo proteja de la estupidez y el adocenamiento. Cada uno lucha a su manera por alejarse de la vulgaridad de otro sector de la “cultura”. El escritor es el “duro”, el de los temas “trascendentes”, el “maldito”, el que sanciona las actitudes y la mítica del artista. No hablo de Capote y su corazón frío que le permitía observar, hablo de nuestras caras —un detalle que se escapa—, de los rostros que evidencian lo que somos. La cara, la nariz, la frente, la boca, esculpidos con el cincel de la pestilencia. Solo el artista apestado conquista su Olimpo y camina con su cáscara de gravedad, su máscara de hielo.

Pero, digo yo, no solo ha existido el artista maldito: viene a mí el bufón, el pendenciero de la corte, el bandolero —¡ah, querido amigo!, recuerdas al Viejo Faulkner diciendo que el buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores, cuatreros— el iluso, el hedonista, el epicúreo, el lúdico, el actor, el dillettante… hermoso vocablo. Existen también estas facetas de quien vive el arte, no solo la gravedad. Nos hemos acostumbrado a una pieza interpretada por la Diosa Literatura en su papel de heroína bajo el título: “Tragedia anónima”. Amigo: el artista asume su compromiso como puede, desde su calle, desde su noche, desde su corazón, sus tripas, su memoria y su cráneo. La tragedia anónima desgasta, no es buen negocio. Solo justifica la soledad, el aislamiento, la falta de comunicación, de roce y de mundo de algunos escritores y artistas. Sabemos bien que el artista no es rehén del tema de su trabajo; tiene noción del bien y el mal, su obra es una crónica de la decadencia, es inevitable. Pero el verdadero artista no se pone serio al hablar. Eso, querido, no es compromiso, es estreñimiento.

Artistas y auto ironía cero son hermanos: los artistas se han esforzado tanto en construir una imagen ante la Sociedad de Poetas —sabido es que ningún artista pervive sin su dosis de vanidad, pero amarse uno mismo no significa soñar una ficción de protagonista único—, que terminan identificándose con ella hasta el corazón, perdidos en la sombra entre lo falso y lo real. Nadie bromea o duda con nobleza, con gracia aristocrática. Hablo de los vivos, las excepciones han muerto: Alejandro Carrión, Paco Tobar, Raúl Andrade, Pablo Palacio. En esta ciudad se piensa que la burocracia trafica solo en edificios y escritorios. Pero el editor de revista, el redactor fracasado, el director de la sección de ¿literatura? construyen su discurso, se hacen alguien con la condición de olvidar el tiempo de su obra. Amigo, no me vanaglorio de una pulcritud ermitaña, pero detesto el provincianismo y este temor católico que todo cubre de polvo. Aquí el descompromiso es comprometido y los pontífices acuñan su Index librorum prohibitorum, sancionan qué decir, cómo, desprecian las ideas que no concuerdan con su canon municipal y espeso. La risa solo se vende barata en las calles, bajo las alas del hacedor profesional que come alpiste en los periódicos, o del cuentista que repite, repite, repite, todos los adverbios terminados en mente. Pero no se ríe con el corazón, no se ríe con el estómago, con las tripas. La risa no subvierte, complace, épates la bourgeoisie.

¿Sabes?: he leído unas cuartillas cómicas en lugar de un discurso de orden y el público ha querido devorarme, sus miradas desconcertadas no acertaron a reír, abrir la boca o ladear la cabeza. Creo que hice el ridículo, no estuve a la altura. El miedo campea en esta urbe, el miedo no ríe. La risa, el sarcasmo, la sorna no viven más. La risa es pésima. No hay bufa, no hay nada.

Nuevas generaciones se desperezan en esta soledad. Los horizontes son amplios, polifónicos, se honra el arte por el arte. Los nuevos se agazapan a la espera del oficio. Pero pronto las virtudes se hacen antiguas, se convierten en credo, en gulag. Los nuevos prescriben con su cara de viejos prematuros, avinagrados. Me los topo en la puerta del cine, en la crítica de arte, en sus secciones de prensa, en los claustros de estas cárceles/universidades, en las tuercas, en los tornillos. Convencidos todos de que la Diosa Literatura vendrá a salvarlos de su pequeñez. Caballeros: están mordiendo un hueso seco, la envidia, la parroquia. No todo es palabra, hay que cantar. Con la garganta, como Miller. Henry Miller.

Amigo, el humor es agresión defensiva has dicho tú. Así es. Si la inseguridad te carcome se sublima en el resto, se la arroja a los demás. De esta forma se escamotea el enfrentamiento, el golpe directo, la discrepancia, tras un velo. Es una tara genética. El confesionario convierte el secreto en un pecado que solo permite hablarnos de espaldas. Siento esta enfermedad, me confundo —silencio—; sin matices, sin contornos.

Si alguien todavía respira, la máquina lo está vigilando ya. La máquina de la patria, de los Andes, la suciedad, el lodo, el lupanar.

Han comenzado a llevarme, los que quisieron cargarse a Mario han comenzado a llevarme. Están llevándome a su máquina de mierda.


Quito, julio de 2005.

* Efraín Villacís: “Pantaleón y las visitadoras: La novela como divertimento o el realismo como evasión”. El Búho No. 10, Quito.
** Leonardo Valencia: “Mario Vargas Llosa: El guardián ante el abismo”, El Búho, No. 12, Quito.

Sunday, February 19, 2006

Blanca noche

Por David Onica

Él (23 años recién cumplidos) toma el balcón. Un pozo de treinta metros. Corre en una atmósfera viciada por la voz de David Byrne, burning down the house. El ventilador del techo es un insecto asmático. Esparce una línea sobre el pómulo de Byrne y se la clava con un dólar. El apartamento es a prueba de ruidos y aunque no lo fuera qué mierda con eso. El neón de la cama cruza su cara de cicatrices, gusanos y topacios. Mil agujas se clavan en su córnea. Carga vaqueros y camiseta D & G. Toma su chaqueta de cuero, venga ese discman, y se va. El Pionner sigue sonando.

Ella (29 años, 6 de abril) se corta con el cuchillo. Las cáscaras de tomate tapizan el mesón, la sangre brota lenta. Se chupa el dedo, la sal le pica. El piso cruje como un viejo esclerótico. Primer piso, gritos destemplados del niño. La noche se introduce como una alimaña. 7.30: “hay que completar esto, como sea”. El marido ve la tele. Desde las profundidades un maleficio gruñe. Estira la espalda y se seca las manos: las cebollas saltan a su nariz, el olor no muere. Su corazón es un demonio que palpita veloz.

En Vestal hay poca gente este viernes. Él (las paredes de la cabeza llenas de coca) se columpia en la barra tratando de llamar la atención de la camarera, una perra con casaca militar y buenas tetas. “Oye niña: quiero otro de estos a-ho-ra, ¿entendido?”. How soon…, él intenta meter un dólar entre los globos de la mocosa, …is now? Se aburre, se levanta, lanza golpes al vacío. Al extremo de la barra, una sueca se come las uñas. Encadenan sus labios, anudan sus piernas mordiéndose.

La sueca es una facilona que cazamos hace dos noches. Nos largamos a pescar con un par de dólares. En el water me paso medio gramo. Me limpio con la manga, salgo y lo encuentro totalmente mamado, hundido en el dance. El DJ’s, el muy cabrón, nos mira con miedo, los puñales de láser y el humo nos congelan las piernas. Saco mis garras y rasgo el pecho de la rubia que baila conmigo, ilusa. Chilla como puerca, se la llevan al doctor, pero nadie se da cuenta. Llega la sueca y lo que él no sabe es que me la tiro en el servicio, mientras él se lame a la mejor bailarina de la noche Vestal.

Ella se acuesta sin más luz que el párpado del DVD. El sonido del campo se aplaca. Trabajar todo el día, evitar un stop, andar sin sentido, rota. Duerme.

Furia en el auricular. La sueca lo lleva por el asfalto, un chorro negro persigue al BM. Corren kilómetros, el cielo arroja cristales sobre el chasis. Él traga aire helado, la sueca ruge. De pronto: NO VIRAR. El auto está en añicos.

Aprieta los números con los dedos quebrados. El teléfono suena siete veces. Ella atiende: ...en la autopista... bien, creo... hemos, ...un accidente... necesito un auto, nadie debe enterarse... una chica, ...ayuda... Entre la sangre que mana de su oreja él escucha una tonada, El juego de las lágrimas. La sueca permanece en el sillón del BM, el cinturón la sostiene: la traquea ronca; el tórax se parte; los ojos blancos; un muñón por nariz; el pelo carbonizado. “¿Estás bien, ...estás bien?”, él la mira —silencio—, se pondrá mejor, enciende un canuto y camina. Gritos.

Va lentamente, la ropa manchada de aceite y los pelos pegosos por la sangre y los vidrios. Sus ojos idos, los labios violeta, un cristal en las gafas. Una mano de sangre se congela. En el muslo un pedazo de plástico, la cabeza medio suelta: “te odio, te odio, siempre te he odiado”.

El asfalto despide vapor blanco. Un auto mete frenos a raya. Con chaqueta roja, ella se apea precipitadamente.

* * *

No puede dormir. Cambio, imágenes, una ventana abierta. La ventana abierta. Ratones de campo, arañas, ponzoñas. El pecho se infla, las mantas hieren la piel. El marido duerme. Tintineos expulsados de la pesadilla rebotan en la realidad; ella despierta. Captura el teléfono y murmura “aló, aló, ¿quién llama?, aló” (nadie contesta en la madrugada.)

* * *

Lo sostiene por la cintura pero él la retira. “Estoy bien, mierda, estoy bien, la puta que los parió, la puta que los parió...” Babea. Un murmullo la aguijonea: “tomé el auto, salí a escondidas... debo estar loca”:
—Métete al auto, por favor.
—Una mujer sin dedos en la mano, es rubia y cuesta mil dólares...
—Hazme caso.
—¿Eres mi mujer?, ¡¿ lo eres?!
—Maldito, ¡maldito! Escucha: mete tu asqueroso culo, necesitamos un puto hospital.
—I’m not sorry, it’s human nature, it’s human…
—... por favor... hazlo... por mí.
—In your eyes, forbidden love, in your smile, forbidden…

Lo abofetea, el anillo le abre una grieta en el pómulo. Él la agarra por el cuello y la tiende sobre el asiento del auto. Ella se resiste, chilla, pero deseo y fuerzas ceden ( ...with your long hazel hair and your eyes of green the only thing I ever got from you was sorrow*), las manos de él son patas de lince, garras, se come la blusa, la vomita ( ...you’re acting funny, try to spend my time in your lonely games**), arroja las gafas, muerde su pelo, animal, lascivo, mete la lengua en su oreja, clava sus uñas en las tetas. La boca de la hembra se ahoga en un grito sordo, su acuchillado dedo busca el hueco del culo; el deseo se consuma en minutos eternos, días negros y violentos. Ella se muerde la mano ( ...I tried to find her cause I can’t resist her. I never knew just how much I missed her***), observa el pozo negro en el techo del auto, encuentra la muerte en la niebla: los colmillos en mi nuca, tranquilo Gatito, tranquilo, su cara sangrienta, locura, ríe como un poseso, mira con destino, con instinto, inmovilizándome como escarcha. Desaparece en el asfalto, para siempre.


* con tu largo pelo castaño y tus ojos verdes lo único que obtuve de ti fue tristeza
** eres tan rara, gastas mi tiempo en tus juegos solitarios
*** víctima de su encanto me puse a buscarla. Nunca supe lo mucho que la añoraba

Bowie

Saturday, February 18, 2006

Cult movies: más allá del culto

Las religiones mueren o están por morir. Esta frase que quizá fuera el epitafio del “desencanto del mundo moderno” no se ha disuelto. El culto persiste con sus máscaras seglares y adopta formas que desfilan por doquier.

“Los antiguos dioses envejecen o mueren, y no han nacido otros. Esto es lo que ha hecho vana la tentativa de organizar una religión con viejos recuerdos históricos, artificialmente despertados: de la vida misma y no de un pasado muerto puede salir un culto vivo. Pero este estado de incertidumbre y de falta de orden y concierto no puede durar para siempre”. Esta fue la profecía de Émile Durkheim sobre la muerte de los dioses, pero el culto no muere: el estado de incertidumbre ha quedado atrás, hoy el mundo se organiza bajo formas insospechadas, envoltorios gelatinosos y etéreos. El transcurrir, el presente del pasado, el pasar al futuro. En este estado amorfo un culto por nuevos dioses se anima, vivo, nacido de las glándulas que el moho puede generar sobre una piedra.

Somos alienígenas adecuados, mutantes del tiempo, hijos de Blade Runner quienes levantamos el culto. De niños pasamos encerrados en la habitación, con la TV encendida de luz a luz, las cortinas abiertas y el viento de la ciudad enfriándose, veloz y quieto. Después de la medianoche, la programación de la tele cambia, muestra lo que no se muestra, vida detrás de la vida, after hours. Un doctor Xavier (ojo con esta X del nombre de pila bautismal) inventa un colirio que le permite tener vista de rayos X. La vieja historia del científico loco abre la página oscura del celuloide. El doctor X(avier) —¿recuerda usted ahora el clásico con Lionel Atwill?— atisba a través de los vestidos de las damas, ah, viciocillo, pero pronto la obsesión se vuelve maldita. Como drogata corriente y común, aumenta sus dosis, los períodos de abstinencia se hacen más cortos, la necesidad de la droga violenta. Ya no es médico, es curandero, radiografías gratis de un solo vistazo. Pero la visión poco a poco ya no le permite ver: las excesivas dosis han destruido sus ojos y ahora el Doctor X solo mira las estructuras de cosas y casas, su iris es una caja de Roentgen; está perdiendo la cabeza. La cuenca de su ojo es la negra cavidad del universo, sus córneas están completamente calcinadas, alquitrán. La ciudad no es nada, solo metal en blanco y gris pastoso. El Doctor X se aleja de la ciudad, apenas guía el coche. Una llamada: Dios en una iglesia. Los fieles vuelven las cabezas. El doctor ha caído de rodillas, ellos forman el corro, alguno recuerda la Escritura: “si tu cuerpo, si tus ojos te hacen pecar…”. Ellos responden: ¡¡ARRÁNCATELOS, ARRÁNCATELOS, ARRÁNCATELOS!! Fin del Doctor.

Son las dos de la mañana, tengo doce años, es sábado. Apago el televisor, estoy pensando en el doctor, no puedo olvidar al doctor, no puedo dormir. No duermo durante seis años, encapsulado en películas de terror. Ahora despierto, soy viejo… el doctor, el doctor. La vi una sola vez… en mi cabeza, mil. El culto no es la reproducción infinita de una cinta, no es una película recurrente. Esto es el culto, la obsesión, el claustro de una cinta negra. El origen de las religiones proviene del culto a los ancestros muertos y crece en la similitud entre el sueño y la muerte. Los antiguos creían que el alma sobrevive al cuerpo, pero todo culto radica en la relación de los vivos con los muertos: “La aureola de la que siguen rodeados no les viene simplemente del hecho de ser ancestros, es decir, el hecho de haber muerto, sino del hecho de que se les atribuye y se les ha atribuido siempre un carácter divino. Con propiedad, no se puede decir que estos ritos constituyen un culto de los ancestros en tanto que tales. Para que pueda haber un verdadero culto de los muertos, es menester que los ancestros reales, los familiares que los hombres pierden realmente cada día, se convirtieran, una vez muertos, en objeto de culto”. Entonces, el culto siempre es familiar y cercano, o, con un término indoloro, vívido. El hombre de la mirada de rayos X, de Roger Corman es el culto vívido.

Mi infancia de terror es una acumulación de parámetros cinematográficos. Pero el culto destruye toda consonancia formal, el consenso de la autoridad que es, la mayoría de los casos, un acuerdo estructuralista y arbitrario. Los filmes “trascendentes” son los que rompen los cánones sintácticos y narrativos del pasado. A eso va el crítico, con eso amasa el Panteón de los Filmes que Hay Que Ver. El culto voltea las coordenadas del gusto, es una comunicación con los propios espíritus muertos, con el sepulcro del niño que usted fue y los filmes que usted vio y le gustaron. Sobre esa base se construye el gusto real (los muertos reales) del individuo y por ese hueco se cuela el culto. E. Durkheim dice: “Este alargamiento del culto de los muertos al conjunto de la naturaleza vendría del hecho de que los hombres tendemos instintivamente a representarnos todas las cosas a nuestra imagen, es decir, como si se tratara de seres vivos y pensantes”. En otras palabras, las películas que confroman nuestro gusto subterráneo, son las que nos comunican con el niño (los niños) que llevamos dentro, vivos y muertos.

Ahí vive la obsesión. Barbarella (1968), de Roger Vadim, fue una space-opera con calidad estúpidamente rocambolesca. Para ser objeto de culto pesaron sus pobres decorados, la torpe actuación de Fonda (Jane), la anécdota difusa, la aparición de un Marcel Marceau irreconocible; su carácter contracultural, se diría. El espectador solitario, por extensión, onanista, consagró la aventura de Barbarella y Pygar en la piel de Barbarella y sus orgasmos. Siluetas como sombras han salido de las películas raras de serie B. Nombres como Anita Pallenberg y hasta el actor David Hemmings. Es que el culto comunica a los vivos con los muertos o resucita a los muertos. El culto es el zombismo de la industria cinematográfica.

Pero en la boca del insomnio puedo advertir que el culto no es solo cine. El culto de El almuerzo desnudo, la novela de Burroughs se extiende por décadas. O Jean Cocteau. O American Psycho, la killer-novel de B.E.Ellis. O los extraviados primeros plásticos de la Velvet Underground. Lo que nos une y comunica en el culto es el gusto por la extrañeza que obedece a los traumas de nuestra infancia. Toca entonces, reconocer cuáles son los objetos de nuestro culto particular y traficarlos con otros cultores.

Si me permiten, mi culto cinematográfico particular —que, rara avis, coincide con el de más de un centenar— viene de la caja de los recuerdos y es proclive a lo carnoso, a lo casposo, a lo vampírico, a lo estúpido, a lo monstruoso y grandilocuente. Sin orden de aparición: Casanova (1976), Federico Fellini, la matriz del mundo, los seres y el tiempo; El ansia (1983), Tony Scott, hermano de Ridley que dirigió nada más y nada menos que una escena lesbo entre la gélida Catherine Deneuve y la politizada Susan Sarandon. Al dúo se adicionó el andrógino vamp, David “Knife” Bowie; Carny (1980), Robert Kaylor, con Jodie Foster, pesadilla carnal del circo; Naked Tango (1991), Leonard Schrader, con Vincent D’Onofrio, Mathilda May y Fernando Rey, una historia de tango; Barbarella (1968), Roger Vadim, con Jane Fonda; El baile de los vampiros (cuyo nombre en inglés es “Perdóneme pero sus dientes están en mi cuello”, 1967), protagonizada por Roman Polanski en compañía de Sharon Tate, su asesinada esposa a manos del horrorífico Charles Manson; Lonesome Cowboys (1969), donde Andy Warhol dirige a Viva, el western más aburrido y procaz de este tiempo; Sisters (1973), del raro comerciante Brian de Palma, doble personalidad y siamesas; Revancha triunfal (1984), Jerzy Skolimowski, metáfora de fútbol y burradas; Showgirls (1995), Paul Verhoeven, una pasta de neón, mal gusto, buenas carnes (de Elizabeth Berkley) y Las Vegas; El hombre de la mirada de rayos X (1963), del mercader de segunda don Roger Corman; Rocco’s best butt fucks (director y año son irrelevantes), con Rocco Siffredi y Sylvia Saint, dos guapos, empinantes y rubios pornostars; Last summer (1969), Frank Perry, con una jovencísima Barbara Hershey, hembra verdaderamente sensual y ardiente; La gran comilona (1973), Marco Ferreri, canto al encierro, la flatulencia y la gula; Blue velvet (1986), David Lynch, la colorina historia de un pueblito con muertos incluidos; la mesmérica Blade Runner (1982), Ridley Scott, y, es obvio, el director que no puede faltar en la nómina de un obseso: David Cronenberg, con su Crash (1988), en el que Elias Koteas y Holly Hunter juegan a los choques de autos para inducir el orgasmo. Este cine del frío de la madrugada remonta las pasiones más estrambóticas del hombre como un ser elemental, primate primario: escopofilia (voyeur), pedofilia, escatología, coprofilia, encierro, vampirismo, glotonería, caníbales, monstruos y tullidos, conforman la galería de sensaciones y obsesiones del visor de culto. Es decir, los elementos que identifican el culto de las tribus primitivas. De la infancia personal a la infancia del mundo, el cine de culto cierra el círculo de aparición y muerte de los dioses.

Lista tan personal como esta obedece a una comunicación transmundana exclusiva del hablante. Sin embargo, y en alusión a la existencia de un inconsciente colectivo, las coincidencias con otros cultores son varias. Tarde, demasiado tarde vi La parada de los monstruos, de Tod Browning, y, poco o nada de John Waters, o La matanza de Texas, para incluirlos en mi culto particular. Pero el culto también es necrófilo y se alimenta de la vida de los muertos (no solo en el porno, tan gustoso de este tema). La fagocitación del gusto ajeno también forma parte del culto siempre y cuando prime la obsesión. La visión constante de un film y la comunidad de fanáticos que atraviesa todo culto seglar nos une. El deleite con la sangre, la basura, el gore, el hardcore, el giallo italiano, los bikinis playeros, las secuelas de chicas en la cárcel, los decorados artificiales, el plástico y el cartón piedra en emocionantes e idiotas aventuras interestelares, identifican a los cuervos de la madrugada. La serie B, la serie Z, producciones baratas y risibles, los subgéneros de pacotilla, son nuestra carne en el frigorífico. El culto es y ha sido siempre, un altar a los muertos como en las culturas antiguas. Por eso es origen de una nueva religión, la primera totalmente intestinal, es decir, la religión mundana.

Friday, February 17, 2006

Mona Lisa

Por David Onica



—Martini seco.
—Gracias. ¿Dormiste bien, Tom?
—Con este trabajo, imposible, jefe. Me fui a tumbar unos pinos a las seis, con todas esas sillas sobre las mesas y el olor a cloro elevándose desde el piso. Solo quedaba Mary, la chica de la caja, usted sabe, la del mantel a cuadros.
—Ah, Mary.
—Sí, jefecito, la de los ojos castaños, Mary. Me puse a cotorrear con ella, entre los cubos y las burbujas. Resulta que su hijo de siete años, Mickey, se trepó con un avión en la mano a uno de esos juegos del parque y cuando ella bajó la cabeza para repasar sus uñas por milésima vez, Mickey estaba en el suelo, lleno de barro y con el avión en la boca. La turbina del avión le atravesó el cachete y ahora Mary tiene que conseguir dos de los grandes; según mis cuentas, seis meses de trabajo. Mary se puso a llorar, me dio sueño y me quedé dormido unos minutos con la mano en la cara. Cuando desperté ella recogía los cubos y apagaba el sistema eléctrico. Creo que me metí a cama a las ocho u ocho y media.
—¿Algún mensaje de los Hamptons?
—Nada de nada, jefecito, como que ya se olvidaron de usted los Hamptons. Pero llamó su hija Leslie, está en Las Vegas. Dice que bien, le faltan dos sesiones, termina y vuela a París, se encontrará con su mamá en París. Me pidió que no le contara, pero usted sabe que no le oculto nada.
—¿Quiere plata?
—¿Si le hiciera falta, me llamaría a mí?
—Entiendo. Dame otro martini.
—Lo veo cansado, jefe, ¿durmió bien usted?
—Imagino que no: desperté con la luz encendida, la cabeza me daba vueltas, el cielo oscuro. Martha huyó a las tres, tomó una trinchera, un paraguas viejo y se fue con un portazo. Hay que llamar al carpintero otra vez. A propósito: recuérdame pasar por la tienda de trajes para recoger el nuevo. Esta vez duró algo más.
—¿Volverá por otra, jefe?
—Supongo que sí: el asesino siempre vuelve al lugar de los hechos. Aunque ya estoy algo cansado, las fuerzas no son las mismas, Tom.
—Ya veo. Poca gente hoy, jefazo.
—No digas estupideces y sírveme otra. El día que la encuentre de nuevo, Tom, espero caminar todavía con mis propios pies. El día.
—Se ha pasado en lo mismo una vida, jefecito.
—Su piel blanca era fresca al amanecer, amasada con leche y rosas, como el mejor perfume de almizcle. Su cabello, ah, su cabello era el de una carmen. Caminábamos por el muelle, con la luna de las películas y la banda tocando “Mona Lisa” en el salón de baile. Reía, reía tanto que las ondas del agua parecían congelarse con su risa. Nos tomamos de la mano, trepamos al coche y dejamos el pueblo. Nos casamos en la iglesia de Santa Teresa el veinticuatro de abril. Ella con su vestido turquesa, yo con mi esmoquin y mis botas. Nunca fuimos como el resto de la gente...
—Jefe, por favor...
—... se recogía el cabello con las manos y decía: “Un dos tres: trenzas otra vez”, miles de bucles corriendo por su espalda. Una vez me dijo que lo único que un hombre tenía era su cuello, que la forma de amar a un hombre era oler y morder su cuello. Entonces empecé a practicar movimientos circulares con mi consejero chino, movimientos que cuidan la nuca. Cuando se lo dije, se puso furiosa y vociferó: “Imbécil, tu cuello es el más hermoso del mundo”.
—Otra vez con la misma historia. Deje de darle al dolor, no sirve para nada.
—Escúchame ahora que estoy solo.
—Está hablando como un borracho, jefe. Mejor llamo al valet: que lo conduzca al coche y se regrese a casa.
—Tom: Martha se ha ido a las tres, sin un centavo ni nada. Era una chica ingenua y boba, nada más. Eso les pasa a las bobas e ingenuas: siempre hay alguien dispuesto a hincarles los dientes. No es problema del hombre, Tom, es asunto del mundo. Ahora se va, sufrirá un poco y después quizá encuentre un chico bueno con el que casarse al ritmo de una gran fiesta en blanco y negro. El problema es el mundo Tom, el mundo, no Martha.
—Jefecito, Martha tiene a su familia en Wisconsin, tiene un padre normal, una madre normal y unos hermanos normales. Se fugó por usted, jefe, dejó todo por usted y ahora tendrá que volver con la una mano delante y la otra atrás. Fue usted, jefecito, le recuerdo: usted le arruinó la vida.
—¿Le arruinó? Las mujeres como Martha tienen un nombre y no es precisamente un halago. Los chicos las aburren con sus tonterías y su inseguridad, pronto se les cansan los pies del baile y procuran conseguirse un amigo. Tanto cuento termina fastidiándolas. A la final buscan meterse a la cama de un hombre. Tom, no te confundas: Martha era una de esas.
—Jefe, fuese lo que fuese, usted la engatusó. Ahora la pobre tendrá que pagar y arrepentirse. Tendrá que cargar la culpa como un muerto y quizá nunca vuelva a ser la de antes. ¿Hasta cuándo jefe?
—¿Hasta cuando qué?
—¿Hasta cuando este juego?
—Cállate. Cállate y sírveme otra copa. ¡Martini, otro martini!
—Solo le digo una cosa, jefecito: Martha se ha ido como todas. Pero volverá por las noches, como el resto, jefe. Como la primera cuando pasó lo que pasó. Su Mona Lisa ya ha comenzado a desprenderse de la pared: todas las mañanas en lugar de ir a ver a Mary me toca restaurarla, ya me duelen los dedos de tanto arreglo. A mí tampoco me deja dormir. Así es que mejor olvídese de todo. Y levante la cabeza que me va a romper la copa.
—...la gente comienza a llegar... chao Tom ...tonto Tom...
—Abróchese la chaqueta, jefecito. Es la última de Patsy Cline, escúchela y váyase ya. La arreglamos en casa. Su Mona Lisa.

New York: copia al carbón de buenos, malos y feos

TODO ESCRITOR AMA A NUEVA YORK. Pasear, odiar, gritar, extrañar, morir en Nueva York; rayar sus esquinas. No París, Berlín, no Venecia: el escritor es un transeúnte en Nueva York. García Lorca, Dos Passos (el amo de América), Capote, Henry James, han visto la nueva Babilonia. En los últimos lustros, tres escribientes, por ejemplo, recogieron los restos de cocaína de la ciudad, sus rascacielos de Manhattan, la pobreza, la disipación, opulencia y perdición. Tom Wolfe (La hoguera de las vanidades, 1987), Bret Easton Ellis (American Psycho, 1991), Jay McInerney (A media luz, 1992) dan tres visiones del frío en NYC, del polvo en el rostro bajo un antifaz de grandeza.

Los personajes de estos libros son jóvenes y ricos, malditos y hermosos, pero un halo devastador los envuelve. Wolfe observa la ciudad en su amanecer satírico: Sherman McCoy, vecino de Manhattan, conduce a su amante del aeropuerto al nido que comparten, pero una confusión en las vías va a sumergirlo en las calles del oscuro Bronx, entre pobreza, barro y una lengua que no comprende. Problemas amorosos, financieros, dificultades jurídicas y hasta económicas se derivan del extravío. La pérdida en La hoguera de las vanidades hace que riqueza y pobreza sean convenciones de tontos, NY es un acto bufonesco, broma de mal gusto, “desde Park Avenue hasta la Quinta, desde la calle Sesenta y dos hasta la Noventa y seis... el espantoso ruido que producían los metros y metros cuadrados de carísimos espejos que iban siendo arrancados de las paredes de los mejores apartamentos... un universo de brillos, destellos, centelleos, lustres, reflejos y espejeantes lagos y deslumbrantes fulgores”. NY es imagen y locura, triste broma del poder y el dinero. Todo es una broma del poder y el dinero: justicia, moral, clases sociales, orden, policía, plata, monedas que valen si te quedas en tu sitio, si sabes que solo en tu lugar puedes ser alguien: ¡no des un paso más allá! Norman Mailer ha dicho que La hoguera de las vanidades, dice a los ricos: “Puede que seas tonto, chico, pero la gente de más abajo es increíblemente peor”. Lectura superficial. La verdad Wolfe arrastra a McCoy: “eres un imbécil, chico, todo el mundo lo es, nada tienes que perder”.

EL CHICO MALO DE NUEVA YORK es Bret Easton Ellis. Hoy en día un escritor maduro en busca de personajes, Bret Ellis borroneó la cara más odiosa y fría de NY. Su personaje, Patrick Bateman, psicópata americano vestido de ejecutivo-Pierce & Pierce, dispara, descuartiza, come muertos, incendia, muestra los dientes, charla con su máquina clavadora y escucha a los Talking Heads. Un ángel adorable en las calles de una ciudad abrasadora, nebulosa, con lluvia o con sol: siempre hielo. NY en manos de Ellis es “una cabina telefónica en medio del centro, no sé dónde, pero estoy sudando y una migraña me late dolorosamente en la cabeza y experimento un intenso ataque de ansiedad, mientras en los bolsillos busco Valium, Xanax, un Halcion suelto, lo que sea, y lo único que encuentro son tres descoloridos Nuprin dentro de una caja para píldoras Gucci, de modo que me meto los tres en la boca y me los trago con una Diet Pepsi”. La ciudad de Ellis es violencia verbal, un hueco donde todo está condenado a un eterno regreso. American Psycho es la mejor obra de Ellis, quizá no su mayor logro estilístico, pero es su libro más completo, obra proscrita que nos atrapa porque descubrimos en ella, enteramente desnudos, nuestros fantasmas y alucinaciones: “el trabajo sucio que alguien tenía que hacer”, gozo de la indomable violencia que habita en nuestra recámara. Si Ellis ha recibido enorme rechazo en su país no es por la sustancia moral de su libro sino por sus dotes literarias: narración en presente y primera persona, adjetivación escasa, punto de vista amoral, nihilista y, a pesar de ello, magnetismo irresistible de Patrick Bateman, son los aguijones que repelen. American Psycho horroriza, imanta, disfrutamos morbosamente en ella y sufrimos su devastación moral. Nueva York es su tumba.

AHORA EL BUENO. Un atractivo escritor con experiencia en el ramo de los opulentos, navega a media luz en la historia de Russell y Corrine Calloway, dos jóvenes exitosos que comparten con los de Ellis y los Wolfe’s su gusto por lujo y refinamiento, sus buenos modales reforzados en las universidades más caras del este y su inclinación por el oro y el metal precioso. McInerney los pone a sufrir en una saga melodramática con reminiscencias literarias: podría decirse que lo que Salinger significó para Ellis, Fitzgerald es para McInerney, su Nueva York es la piel dolorida de los que naufragan en la felicidad: “Entre las piedras y los árboles de la Provence de Cézanne, esa chica francesa tenía una forma como algo soñado por Brancusi... una obra que se podría titular Sexo atravesando el espacio; esta idea hizo que brotara una voz interior que le riñó, una voz adquirida vía las reseñas del Times y los medios de comunicación de calidad, las novias progresistas y las instituciones de enseñanza de Nueva Inglaterra. Uno no podía pensar esas cosas, si era claramente ilustrado, liberal, y además estaba casado. Tratas a las mujeres como objetos; te burlas de las obras de arte. Dos delitos. Con todo, eso pasaba”. El bueno no resultó tan bueno, solo un piadoso que sentimentaliza el dolor. Aunque McInerney es un juicioso observador de los sentimientos, de las pequeñas pasiones de estos hijos de la beautiful town, la madre de neón: New York.

En esta última línea, me apetece un giro: personalmente, como escritor, tomo partida por Ellis. En la estela de la fortísima literatura norteamericana de la segunda mitad del XX y estos años (William Kennedy, Kurt Vonnegut, William Styron, James Baldwin, Barry Gifford, Phillip Roth, John Updike, Foster Wallace o el magnífico James Ellroy), Ellis es el heredero. Se apresta a tocar su última nota, algo lejana a las luces de Nueva York. Una nota personal e íntima, autobiográfica, ha dicho. Algo parecido al gorjeo de un transeúnte.

Wednesday, February 01, 2006

La muerte, primeros planos

Lo que es de venir vendrá. Pobre infeliz de ti.

Todo es como sueños. El puente negro como sueños. La línea blanca del asfalto embestida, atropellada. Una infinita asfixia en el pecho. Una observación amplia. Un ojo interno. Ha sido una estación gris, lluviosa, cubierta de sobretodos trágicos. Joven idealista. Profesor adjunto de geometría analítica. Antiguo amor de los 18, mi amante. Se lo dije ... gracias Juan, solo te tengo a ti, te quiero. Lo imagino aferrado al auricular, su rostro colmando mis ojos, tembloroso, a punto de caer. Mentalmente y en profundidad, observo sus movimientos: el maestro idóneo, perfilado y justo, apagado, flota en un cuadro que se va, sepia, pálido.

Hay algo cierto en lo que Miguel dice, debo protegerme de la desgracia y del abandono. Nunca he dudado de él, mi esposo, demasiado abnegado, demasiado fiel. Yo, su pieza de museo, ostentada con impericia. Miguel demasiado útil, Miguel demasiado servil, complacido en una belleza, en un fin. Me ha encantado echarlo contra la pared ...en todas partes del mundo los negocios terminan en la tarde: ¿qué haces por las noches? Nada, y soy testigo de sus palabras retenidas por el bigote casto, reproches cautelosos en su sonrisa perfecta, la desconfianza evidente en sus ojos de vigilia. Le advierto que me miran. Lo quiero como al attaché de un garden party, con la misma nostalgia y anhelo, con sus ojos llenos de ensoñación, y los míos, futuro y seguridad. Así lo quiero, Miguel mi amor, mi esposo, te lo debo todo.

El granuja dijo, ahora viene la escena entre el malvado conde y la hermosa dama. Capto su faz rugosa, siempre cerca, aproximándose, reptil que se clava en la piel y la corrompe. Lo repite. Lo ha visto todo. Mi vientre se estremece a cada palabra, siento un aleteo y me empuja a enfrentarlo. Estoy segura que lo sabe, es capaz de todo, este criticastro que merodea en torno a mi cuerpo, como si fuera feliz sosteniendo la amenaza entre sus colmillos, insinuando la paga a cambio. Pero sé que su miedo lo mueve, tengo que hacerle frente, devolver intimidación con intimidación. Me observan, estamos frente a frente, lo miro de arriba abajo, superior, intentando destruir su chantaje. Quiero sus sospechas en mis manos, las pruebas que no tiene y que llena con el miedo. No pudo contárselo a Miguel en la fiesta, ahí comenzó la historia... Me lo dijo (cuando me miran y miro defendiéndome), siempre la faz rugosa, ladeada, y los dedos huyendo estúpidamente sobre las teclas del piano, sin percatarse de los ojos a nuestro alrededor. Miguel mi esposo, siempre inmerso en el juego coral de la fiesta, dando vueltas, juzgado por los invitados mientras da vueltas. Lo observo y le temo, de perfil y de frente le temo. Su propiedad, soy su propiedad. Es extraño ser un objeto a la vista de todos, de sus ojos, de vuestros ojos. Esta fiesta amenaza mi paz, el chantaje y el granuja son parte de ella.

¿Qué sucedería si dejo este espacio cerrado? ¿A dónde volver si vulnero este claustro, si salgo? Miguel me da el mundo y ahora quiere arrebatármelo. Lo sé, el granuja ha abierto la boca, Miguel no lo cree, pero duda, desconfía de mí. Ha recibido un aguijón en el centro, porque nuestro frágil orden es confianza suya, no mía... Mi esposo comenta sobre una pareja rota, traición, transitoreidad, vínculos sentimentales. Insinúa de pie, clavado en un proscenio, sesgado y dudoso, inseguro y fuerte. Pero sabe que es el industrial que ostenta un mundo, su mundo, nuestro mundo. Y aunque yo finja no escuchar nada, me espían desde la fotografía de la mesita a nuestros pies, en este claustro, nuestra mansión, nuestro mundo.

La jarana empieza. La música cambia, antes era profunda, ahora festeja a los corifeos. Castañuelas, palmas, cante jondo. El murmullo es una antesala o una premonición; reza: ...se puede estropear, se puede estropear... Crece en intensidad, es un sino. Abrazo a los tres en mis ojos: Miguel mi esposo, Juan mi amante, Rafael chantaje... Juan ya lo sabe, vamos a hacerle frente, Miguel también lo quiere así: conservar su pieza de museo, no ceder al vendaval, retenerme. Todo se revuelve, Juan lo enfrenta, lo humilla, pero el granuja está harto de ser el gracioso, el simpático a quien todos acuden y de quien nadie se siente realmente cerca. Las gitanas taconean mientras el chantajista humillado aparece aquí y allá, su rostro sangrando por el golpe de Juan. Se acerca a mi esposo. Se lo cuenta. Todo está perdido. El cante jondo vaticinó ...se puede estropear, se puede estropear...

Es poca cosa. Sabe que puede rendir la asignatura porque es cuñado de Jorge, el rector. Y eso es absolutamente cierto. Él mismo lo ha dicho con voz nítida. He visto en sus ojos el temor de que todos pensaran lo mismo. Él podría llamarlo egoísmo, persuadirnos sobre un drama de egoísmos. Lo capto agobiado por sus problemas, sorteando minucias: estudiantes inquietos por un incierto futuro; claustros, quietud, aulas con millares de ecos y añoranzas. Mi mirada es amplia, lo cubre todo, focaliza risas y tragedias de cada nombre en una galería de retratos. Él seguramente oirá pero no escuchará, agobiado por sus pequeños ritmos diarios, atrapado por este sino. Y le gustará acercarse a ellos, atenderlos, para abrirse un camino en esta mañana gris, estoico, recuperando el espíritu de su propia juventud, los oídos abiertos sin obturarlos, como si fueran ojos sobre nuestro destino. Todo esto podría imaginarlo, pero no quiero, porque lo que él mira es falso. No quiero.

Es otro. No puedo mirarle a los ojos, la cabaña ya no es un refugio, sus palabras se escuchan remotas, la música suena oscura y macabra. Todavía es el niño violento de su madre, infancia taciturna y meditativa, un pozo de ideales nunca traicionados, el fracaso. El silencio y la incógnita de mamá, las flamas del hogar consumen esta historia, el fuego no calienta, vigila como una cicatriz que nunca cura, nos envuelve como un tornado que envuelve barcos de papel en una fuente. Dios mío, me siento vigilada por mi alma, por los objetos y por ellos. ...que es amor, pasión, pasatiempo, dice él, mi amante, reprochándose a sí mismo y no me mira pues cree que puedo asumir su cambio. Él ha sido tres palabras para mí: amor, pasión, pasatiempo; es lo que insinúa. Este ambiente sentencia una culpa sin perdón, el compás inminente e inconmovible nos persigue como a reos y de nuevo es un presagio. De no creer en nada, Juan, amor-pasión-pasatiempo, ha terminado creyendo en algo, en su egoísmo, en todo lo que creyó haber perdido. Lo que nunca tuvo. Yo sí me quedo con algo y no se disolverá, como esta postal con chimenea, junto a la cual, atrapados, los dos volvemos a creer.

Tu egoísmo es mi única fuerza, recojo la indirecta de mi esposo como una obviedad. Por supuesto, siempre hice correctamente mi papel. Supuse bien que algún día iba a pagar la vanidad de considerar las cosas como obvias. Ahora es el momento. Me lo está exigiendo, cobra su derecho por mi ansia de vivir, disfrutar una clase de vida, hacer prevalecer mi juventud. Tengo miedo y estoy sola. Intento tomar una vía.

Acordamos entregarnos; iré, le digo; él -al teléfono- confía. Hace algunos días visitó su casa, levantó la vista sobre la vieja casona de familia, recorrió los pasillos, crujieron; buscó y no encontró a nadie, mintió y averiguó parte de otra vida, invadió el lugar de esa existencia y supo que era tiempo de cambiar, este era el límite que había tocado su vida. Tomó el periódico, lo leyó: el jurado de cátedra y toda la clase de geometría se vino abajo. Lo enfoqué bajo el crepúsculo blanco y negro como un telón de borrasca humana, el cielo apagado, al fondo un árbol seco, la cadena de hechos se condensa y se rompe ...gracias Juan...te quiero; el secreto nos deja una sanción en silencio; solo amé, he amado; el coche inmóvil, lúgubre; él, mi amante, al fondo del cuadro, escuálido, una sombra; la temeridad venció mi cobardía; su mente se aclaró suprema; lo acordamos, estoy aquí; los neumáticos consumieron la sombra y la música destruyó mi cabeza.

Entre las hojas, la página de sucesos se pierde. Hay un abismo entre la página de sociedad y la de sucesos. MUERTE DE UN CICLISTA: Enrique Arízaga atropellado en la carretera de Francia. Una pareja iba en el coche. Debía agregarse quiénes eran y responder a los porqués. Fue a las 5:30, como -con la faz rugosa y los dedos sobre el piano- Rafael dijo haberlo visto, en la oscura carretera de Francia, cierto, una pareja de amantes, complicados por la oscura intromisión del destino, una culpabilidad vacía, blanca, mía; y otra gris, la de él, amor-pasión-pasatiempo, una sencilla conclusión a nuestros egoísmos, también vuestros. Supongo que eso debía agregarse. Era justo.

Todas las pesadillas son sueños. He tomado una vía. Y he convenido con la muerte el final de esta historia. Él fue mi amante, mi pasión... El puente negro como sueños. La línea blanca del asfalto embestida, atropellada. La noche, un ciclista y la carretera. Luego creo que todo es como sueños, los ciclistas muertos, los ojos muertos, la cámara muerta, música y voces muertas. Voy a creerlo así. Y cuando me marche nada habrá estado allí.

María José de Castro, ella
Juan Fernández Soler, amante
Miguel Castro, esposo
Rafael Sandoval, chantajista
Matilde, alumna
Jorge, rector, cuñado de Juan Fernández Soler
Carmina, hermana de Fernández Soler
Madre de Juan
Aurelia Gómez Tejedor, esposa de ciclista
Camila, esposa de Jorge
Enrique Arízaga, ciclista

Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem