Friday, December 21, 2007

YO, FRANCO: Miserable árbol de Navidad


Navidad de 1930 en Hollywood. Sentados a la mesa, Buñuel, Ugarte, Peña y yo nos miramos a los ojos. Buñuel dio la señal, “cuando me suene, nos ponemos de pie y lo destruimos, arrasamos con ese miserable árbol de Navidad”. Chaplin y Georgia Hale también están presentes, igual que un puñado de españoles y un actorcillo, Rivelles. Rivelles ha recitado unos versos patrióticos de la soldadesca de Flandes y Buñuel, furioso y un poco ebrio, ha mirado el árbol plagado de regalos de veinte dólares con rabia. Así es que se suena la nariz, los cuatro abandonamos nuestras sillas y nos disponemos a acabar con él. Ugarte lo tumba mientras Peña le pega patadas furiosas y Buñuel echa los regalos por el piso. Yo me concentro en proteger la espalda de mis amigos de los invitados furiosos que quieren proteger sus regalos. Interpongo mi cuerpo contra los comensales hasta que se consuma la furia. Pero el árbol es tan duro que se nos desuellan las manos y sangran. Así es que nos concentramos en los regalos: los pisoteamos y los partimos hasta que no queda huella de Navidad. Chaplin nos mira perplejo: navega por sus ojos el miedo y la sombra. Georgia Hale se ha hecho humo. Solo Leonor, la esposa de Tono, nuestro anfitrión, se acerca a Buñuel y le dice: “Luis, eso es una verdadera grosería”, ante lo cual Luis, desorbitado y loco, responde: “En absoluto, Leonor. Es cualquier cosa menos grosería. Es un acto de vandalismo y de subversión”.


Ugarte, Peña, Buñuel y yo hemos formado un corro silencioso alrededor del desastre. Leonor llama a la policía pero nosotros preferimos poner pies en polvorosa. Al salir nos topamos con Chaplin en la puerta. Algún día Chaplin le advertirá a Buñuel que si tanto le gusta romper árboles de Navidad debería empezar antes de la cena. Pero Buñuel es solo furia, furia indómita de campesino medieval.


Buñuel y Franco.

Thursday, December 13, 2007

YO, FRANCO: La novia del cielo

Como usted, yo nací en algún lugar, unas sábanas, una acera, un hospital; entre lindes y guerra. Canté, como usted, tonadas de amor por el polvo, canciones de ayeres y gloria. Dibujé banderitas, manché escudos, desafiné himnos y me apropié de un lote y su maleza podrida.

Apostado en la vereda una tarde miraba el andar de los citadinos impávidos, transeúntes mudos, mujeres estériles y varones hediondos. Por la esquina escuché a un orate gritar que vencimos en la guerra mientras el de junto festejaba la patria culta y enana y uno más vociferaba que nuestro juego era el mejor. Entonces me dije: “vas a quedarte solo en esta tierra de delirios. Toma tus cosas y márchate”. Pero por una razón inexplicable me quedé, diez años, cien, a ver si los vecinos se disponían a luchar y morir, a ver si las mujeres encontraban un espejo que les dijese que el lunar en el cachete de Brigitte Bardot vale por todos sus lunares, pezones y labios, a ver si los maestros arrojaban a la apestosa basura a los héroes niños, los mejores himnos y las primeras piedras de los mayores edificios. Fatigado, me detuve a ver si pasaba el cadáver de la mentira pero olí los dedos de mis pies que se pudrían.

Hoy el año fenece y sus cenizas manchan la vereda de mi terreno baldío. Mis vecinos no pronuncian su número, no dicen “el 1600” o “el 1400”, hablan dulcemente de apelativos, a cual más ridículo, sandio y procaz: la cara de dios, el edén de las maravillas, el arrabal del cielo, el balcón de los montes, el foco de América, la novia del cielo. ¡La novia del cielo!: maricona novia ésta que vence a todas por ser la descubridora de un río, del agua, la lluvia y la bruma nocturna.

Este año ya no tiene un nombre, no tiene número. Este año pasa la factura. Voy a mancharme con sangre aunque mis piernas destilen gangrena. No habrá cánticos, histerias ni mistelas. Este año dejaré de mentirme con sus mentiras. Este año diré, este año gritaré, este año mancharé. Este año todavía vivo golpearé a su dios, me cagaré en su edén, incendiaré el arrabal, asaltaré el balcón y violaré a su novia hija de puta. Quizá así aprendan, aprendan que yo nací en un lugar, pero la tierra no germinará si ustedes no dejan de mentir, no dejan de delirar, no cesan de jugar, si no paran de hablar. Este año voy a hundirles.

Ni gloria ni pasado ni polvo: lodo apenas.

Yo, fusilo.

Wednesday, December 12, 2007

Del amor

El amor no es el cuerpo sino el torpe desfile de las palabras.

Monday, December 10, 2007

Anatomía de un asesino

Pienso con Camus que un escritor es un asesino. Un asesino que, a falta de aplomo, condiciones físicas, dada su cobardía o escasa aptitud para llevar a cabo un crimen, prefiere divagar y componer sobre el papel el mapa de un viaje sombrío al interior de la conciencia. Dicho de esta manera, la literatura del crimen solo puede ser psicológica y solo puede situarse en la orilla opuesta a la literatura fantástica. No quiero decir que la imaginación no impregne los contenidos de la literatura del crimen sino que lo importante en la forma de un texto criminal es el enfoque del personaje, su exploración interna a manos del autor o, más precisamente, del narrador de un libro. La literatura del crimen —para ser más consecuentes, la literatura del criminal— es una literatura que ocurre en la mente del sujeto e indaga sus recovecos. A partir de ese momento quien cuenta la historia se convierte en el tema capital que otorga coherencia a una narración, la voz que el lector escucha como un secreto.

Por esta razón se ha creído que la voz narrativa preponderante de la literatura contemporánea del criminal es la primera persona, al menos en lo que concierne al siglo XX y posteriores. Norman Mailer, por ejemplo, ha criticado el narrador de la renombrada y muy discutida American Psycho del norteamericano Bret Easton Ellis, cuyo personaje es descrito por una voz omnisciente de tercera persona. Mailer piensa que la naturaleza del asesino de Ellis se debilita por esta solución partidaria de una descripción distanciada, no participante, contemplativa. En el caso de El secreto, la muy lograda novella del ecuatoriano Javier Vásconez, constatamos algo similar, la presencia de un narrador no protagonista. El asesino de Vásconez, Camacho, es revelado al lector por una voz discreta y distante que actúa con los oficios del entomólogo que describe el proceso del asesino, su conversión y pérdida del sentido del bien y del mal, y la ejecución de sus crímenes. Sin embargo, a pesar de Mailer, ¿por qué en ambos casos, el de Ellis y el de Vásconez, podemos considerar que la voz elegida es la más adecuada? Hay que fijar la atención en el personaje protagónico. Ni Camacho el personaje de Vásconez, ni Bateman el de Ellis, son caracteres que puedan ofrecer una visión profunda de su mundo interior desde su propia conciencia, pues ninguno de los dos puede asumir, pensar, su tragedia. Son personajes que padecen una compleja situación externa, Bateman, el caos contemporáneo que se interioriza en él y lo convierte en un protagonista que refleja la descomposición del orden contemporáneo, y Camacho, individuo cortado por la marginación y la forma en que esta se expresa: su esquizofrenia. Ninguno de los dos es un individuo con un flujo autónomo de conciencia que le permita contemplar el mundo, asumir el mundo desde su interior. Dicho de otra manera: son personajes que no pueden hablar, que solo pueden escuchar la voz de su entorno, transformada en susurros, en voces, en gritos.

En esta soledad, en esta indefensión, puede ser oído el proceso de Camacho en El secreto. Ocurre que a los personajes de la literatura actual no les queda más que formar parte de un tinglado más amplio en el que las voces resuenan todas a su vez y forman parte del murmullo general del mundo. El secreto trae a la memoria un catálogo de sutilezas y complejidades que la literatura ha consagrado en la creación de asesinos y perturbados. El asesinato es un tema que desde De Quincey ha adquirido una naturaleza compleja que arranca de la observación del individuo y sus conexiones criminales con sus manías morales, y que con la literatura del XIX se ha sumergido en la psicología completa del criminal con sutileza y distanciamiento. En la novela del siglo XX, las voces de la conciencia —a través del monólogo interior o el stream of consciousness— liberaban dosis de sinsentido del padecimiento interno de los personajes, de una manera desbocada y febril, espacios de caos del alma dentro del panorama general de la puesta en escena de una novela. Malogrados fueron aquellos intentos de la novela del siglo XX que intentaron mantener un registro en clave de flujo interior de conciencia y construir una historia extensa y completa; fueron más fructíferos en cambio los pasajes esporádicos de delirio o sinrazón que servían para componer parte del clima total de un personaje. Estas exploraciones ligadas a la voz del protagonista resultan mucho más idóneas en el relato corto dada su misma brevedad expositiva.

Pero no solo son razones técnicas las esgrimidas para explicar el uso de esta voz narrativa en los relatos actuales: en medio se halla la invasión de un tiempo histórico que es el tiempo que la novela debe asumir y bajo cuya fuerza se organizan los personajes, el estilo y el mundo interior. La novela, hay que repetirlo, refleja la condensación de un tiempo determinado. El tiempo de los personajes como Camacho o Bateman es uno en que la violencia se ha generalizado e impregna el sentido común de las cosas, es un tiempo en que el delirio se ha convertido en moneda común y en que cada voz interna es tan inocua como la voz con la que convive, un tiempo en que las nociones existenciales enormes, los valores ecuménicos de la novela de los que hablaba Faulkner han entrado en crisis. Esto supone que los personajes no son ellos, y que el enfoque de la literatura debe ser negativo por fuerza. El narrador debe distanciarse de la materia si pretende describir el flujo y la guerra interior de un Camacho y la manera de lograr esa distancia es observar el corazón desde las vísceras.

Lo interesante en el caso de El secreto de Vásconez es que el narrador, tal y como ocurre en estos casos, comparte obsesiones con el personaje narrado. El tono piadoso pero distante con que se cuenta la decepción de Camacho con el mundo, su extravío, su vagar por la ciudad, sus pensamientos, el acercamiento a la primera niña y sus días de cárcel, descubre una compasión infinita del autor con el personaje, situación que lo convierte a nuestros ojos en un antihéroe. El mismo narrador festeja su logro con un estilo que dibuja las emociones del personaje. Camacho es una herramienta del mal que actúa bajo su égida y designio, y es acompañado en este trasegar por el narrador de la historia. Al parecer el mal verdadero reside en la presencia de esta compañía, sin la cual el mal no existiría a nuestros ojos.

Es que el escritor es un enfermo que padece el caos del mundo al que pretende dar forma con la creación de mundos de ficción. Vásconez es uno de ellos. El escritor no es un explorador de la sordidez, es su conciencia misma, como ocurre en las páginas de El secreto. Solo el escritor, abandonado como una conciencia negra, se ve abocado a la pérdida de su propio pudor y a la consecución de una frialdad que le permita tomar distancia del mundo. Vásconez por boca de Camacho se presenta de esa manera, como un espectador frío y lúcido, el único que puede proyectar una luz de piedad sobre este mundo descompuesto. Comparte esta actitud con autores que han descrito el silencio de las noches de un asesino y que van de Truman Capote a James Ellroy, de Dostoievski a Camilo José Cela. Las voces interiores, corresponden en cada uno de ellos, a una visión particular sobre el mal que toma la forma de un asesino. El logro en el estilo de estos escritores y lo que los identifica entre sí es la descripción del proceso, de la maduración del crimen. Este sentido, esta correspondencia entre la forma y el contenido, provoca la ilusión de que asistimos a una encarnación del mal como un componente o una voz más que configura el mundo de la desilusión, el desarraigo y el sinsentido, el lugar del tiempo contemporáneo. Esto que ya lo habíamos constatado en la epidermis de los hechos que es la que describe la literatura fantástica —para el caso particular de nuestra era, la de acción, la de espionaje, la de intriga— y que forma parte del imaginario general a través de Norman Bates o los filmes de Hitchcock, nos obliga a retornar la mirada al juego que vibra en el interior de los hemisferios cerebrales, el bordoneo de los pensamientos desenfrenados. La literatura de acción ha aportado con el proceso, la de personajes y psicología clásica, con la maduración de la enfermedad. El autor aporta con su empatía con los sucesos del ente maligno. En un plano general, el proceso y la maduración no se dicen solo con palabras o, como el mismo Camacho lo ha dicho, “las palabras no alcanzaban a descifrar la realidad de los hechos”, pues el silencio es el dominio de la literatura. Frente al tribunal de los acusados, el criminal, el verdadero asesino no es solo un escritor, es mucho más que un escritor, es quien solo puede acallar el ruido de su cabeza con un río de sangre.

Despierta, Roma


Sentí que había dejado de ser joven, pero aún lo era. El hombre joven cortó con su silueta las sombras que arroja una acacia sobre el pavimento, de americana y corbata negras, con un paquete en la mano. Observo desde la copa del árbol el vago fulgor que lo rodea, su mano nerviosa, su paso en fuga. Sobre el borde de la otra acera un segundo hombre espera sentado, los codos en las rodillas, la cabeza ladeada. Oficios amatorios han moldeado el cuerpo del segundo hombre, sus coyunturas han sido torneadas con suavidad; las muñecas, las yemas, los dedos, no ejercen fuerza alguna, habituados a la caricia, habituados a recibir; la cintura y el cuello son finos y largos, pero sus nalgas se han abolsado, el centro se ha hundido, como si aspirase una permanente y audaz bocanada de aire por el medio. El instante en que el primer hombre cruza la calle, las nalgas del segundo permanecen ocultas a su mirada. Quedan uno frente al otro (o uno sobre el otro) y por un breve momento se miran, se reconocen, se descubren. El primero —el que lleva el paquete— semeja en toda su estatura la sombra de una farola, mientras el segundo —el de las nalgas— no es más que un pensador de Rodin. Deshace el primero el paquete y muestra un magnífico y enorme cenicero de cristal con fondo traslúcido color magnolia que eleva en equilibrio sobre su cabeza, mientras el otro levanta la mirada con el estupor de las profundidades de una pupila de gallina. Rompe el primero el cráneo del segundo según advierte el crujido, los vidrios asaltan todas las direcciones y humedecen la acera como lluvia. Arroja el primero los trozos más grandes del cenicero que han quedado en sus manos, y se arma con sus propios dedos, con sus propios puños: sujeta al segundo por las orejas como si se tratase de un conejo grande, presto a efectuar la labor, e impacta el hueso occipital del conejo contra la vereda gris de tarde; los pelos dibujan rayas sobre los dedos del primero, los golpes desencadenan ecos de castañas quebradas por el cemento. El hombre del paquete repite el movimiento con precisión sinfónica, una y otra vez, hasta que la cabeza del otro toma un aspecto fibroso y húmedo, como de manzana dañada. Descansa el primero, se detiene, intenta separar sus dedos de las sienes del otro pero al parecer han sido pegados con cola sintética, roja y pastosa. Contempla la vereda el primero, maître oeuvre de cariz sideral, alfombra de cristales granate y plata. La sombra se yergue, la observo mirarse las palmas, caminar de nuevo bajo la acacia, desaparecer. Recuerdo las únicas palabras que el segundo hombre —los ojos abiertos e insólitos— ha dicho al momento de recibir al primero, cuando quedaron cara a cara, uno frente al otro, las escucho aferrado a mi juventud, mi esposa también las oyó: “¡Casca, esto es violencia!”

YO, FRANCO: ¡Vivan las cadenas!


Hubo un tiempo en que los hombres eran dueños de otros hombres, podían romperles la mano con una maza o brincarles el ojo de un zarpazo. Se dijo que era un estadio malo para la salud del hombre, el hombre lo creyó y barrió cualquier vestigio de barbarie. Trepamos pues, un peldaño en pos del espíritu absoluto y esto sirvió a mitigar nuestro dolor. Mas la preservación de los globos oculares no bastaba, era preciso luchar porque fuésemos iguales y hermanos, por ser fraternos, y nos dimos a la tarea de odiar a quienes creíamos hurtaban nuestra libertad, a los que por herencia poseían más y en algún momento nos doblegaron. A ellos juzgamos y apartamos del camino, nos cansamos de servirles y labrar sus tierras, rodeamos sus castillos y les prendimos fuego. Nos gritaron brujas pero no nos importó: con el pastizal conflagrado fundamos el terror. En el acto redujimos las coronas a metal fundido y ornamos nuestro cuerpo con sus restos. Ahora los dioses no nos rigen y pronto, muy pronto, nos desharemos de ellos; al fin y al cabo nuestras vaginas vomitan dioses a imagen y semejanza de nuestro silencio. Devaluaremos la casa de Dios con el canto pagano de la esfinge y la pobreza y volveremos a nuestros símbolos, nos inspiraremos en ellos, nos ensimismaremos y perderemos. Aquí pasa el hombre por la fragua, allá el monarca en la horca, más allá el nuevo césar bajo el plomo del rebelde. No seremos sino uno, el mismo, uno que no solo es razón y libre albedrío, no solo control y discrimen, sino padecer y lágrimas de especie. Pasaremos por el mismo rasero a este género de hombres, a todos ellos, a que se reconozcan y descubran al hermano en su cuerpo y no sean más espíritu. Los vestiremos igual, los calzaremos idéntico, cortados serán sus cabellos por las mismas navajas y por las mismas manos. Quedarán en las nuestras, tan bellos, tan pulidos, tan idénticos; su corazón y su voz serán comprados con el céntimo, tu pantorrilla será la mía, su mentón el de ella, su miembro igual al miembro de Cristo, su debilidad la del humano de la columna del pan y el jabón y la del de más allá. Haremos el camino, la luz extenderá su sabiduría hacia nosotros y nos guiará al final del túnel. No habrá más propietarios de hombres, reinaremos hasta que la paz se rompa, hasta que la trompeta nos obligue a callar y contemplemos la calavera lavada, la osamenta ungida, y escuchemos la voz de Uno que canta: “para, detente, para”.

Nosotros, esclavos.

YO, FRANCO: Teléfonos de bolsillo

Han comenzado a fastidiarme los teléfonos de bolsillo, han comenzado a despertar mi ansiedad. Terminaré por odiarlos y no tendré más opción que acorazarme. Mi especialidad.

Suenan los teléfonos de bolsillo: “Fernán Vallejo-Fernán Vallejo”. ¿Quién diablos es Fernán Vallejo? Alguien guarda nombres en mi aparato.

Encuentro a Federico Fellini en una taberna a la vera del camino. El artista camina al mostrador, pide el teléfono y comienza a hablar. Muy contento, natural y animado con su oreja en la bocina. Tan Fellini.

Mi empleador viajó a Londres. Calculo las horas que volará, o sea, mis horas de paz. Transcurren apenas dos cuando en la pantalla se enciende un número telefónico. Fuera de área, fuera de servicio. Aquella paz.

El muchacho no deja de aplastar las teclas mientras pone cara de idiota. De idiota y azoro. Aguarda un minuto y la máquina vomita su sonido, tlin. Se dilatan las pupilas, las córneas enrojecen, las comisuras descargan el chorro. Llora el muchacho, gime el hombre.

Me acosa el tiempo de seis personas, busco al escenógrafo de la revista. Marco los dígitos con desesperación pero recuerdo que el tipo apaga su teléfono hasta las once, el muy canalla. Cuando aparezca dirá que estuvo ocupado, que ocurrió una desgracia, que no tenía carga. Mi consigna será: acosar su tiempo sin tregua.

El contestador automático decía: “si eres una chica deja un mensaje, si eres un chico vuelve a llamar”. Su contestador decía: “si eres amigo graba un mensaje, si enemigo: ¡cuelga!” Nuestra grabadora decía: “somos Diana, Mario y Miguel: déjanos tu mensajitooo”. Tu contestadora no dice nada.

Escucho la estación en que ruge la voz de Screamin’ Jay Hawkins. Guao. El aparato es de mi amigo Pete. Me dispongo a apuntar el dial pero me encuentro una máquina telefónica. Bisexual, cosa bisexual.

El secreto de Diana es Javier. Miguelito ha crecido y podrá defenderse solo. De Mario cuidará su enlatadora de atún en Manta, Manglaralto, Chillanes, El Cairo. No queda más que abrir el aparato telefónico, buscar la C de Carla y abrir paso a la verdad: Javier. Ya es tiempo.

Las voces grabadas, ¡cuánto me agradan! Los halagos, los gritos, la risa, las pausas son de disfrutar y querer. ¡Voces, voces y más voces!, gentil el mundo, gentiles las gargantas, tan amables, tan serenas, tan cantarinas. Su mejor voz, la auténtica, el mundo la graba. El irlandés Banville decía que si queremos descubrir algo genuino hemos de colocarnos una máscara. Ah, la guardada voz de Banville.

Mi teléfono duerme en su silla, junto al libro de Henri Cartier Bresson. Ha crecido, podrá defenderse solo. Le obsequio un tubo de flotación para el viaje. Mañana es su día, la jornada del mar. Acorazado y mar.

Él se zambulle y se ahoga. Yo, siempre, la voz de Franco.

YO, FRANCO: El odio

Cuando salí de casa encontré al Odio inclinado en la puerta, iba cubierto por su aura de siempre, quebrada la sonrisa en los labios. Me dijo: —¿A dónde tan temprano? —a lo que respondí—: al aeropuerto, me voy. El día crece como una boca y sobre las colinas el negro se convierte en gris hasta que la mañana es naranja y triste, como el páramo. Nos dividimos la noche los dos, él ofició la primera parte dentro de Muriel, ese es mi nombre, provocando el recuerdo de los granos de valor que perdí en el día, recordando el comedero y la imagen del bocazas en el televisor de la repisa, su bla bla. Las palabras hinchadas de demagogia despertaron en su abdomen las ganas de suprimir al que las pronunciara en la pantalla, a su presidente. Después del almuerzo el jefe volvió de Guayaquil y pidió las partituras que debían estar listas pero no estaban, porque él, su jefe, se ha largado sin decir nada, sin dar explicación, irresponsable, vago, infeliz. Él y sus amistades cosechadas con la boca, con mentiras, él, caradura, hijo de puta. Por la noche su mujer lo recibió con rabia porque olvidó la compra y la niña tenía fiebre. Fue joven y hermosa, hoy ella es esto. Pero Muriel, yo, no pierde la esperanza, se aproxima a su fragmento de noche oculto en el mueble rosa, extrae el disco, Brahms, el Réquiem Alemán, lo coloca en el plato y deja gemir las rayaduras del tiempo hasta que las notas vuelan al infinito. Ese momento sus flaquezas desaparecen sobre la mecedora, en las manos que descansan en la curvatura del abdomen, en los ojos cerrados, mientras la música domina lúgubre, elegíaca. A medida que trata de olvidar recuerda más el día, políticos, jefe, esposa, vida. Hasta que la aguja retorna al soporte y emite un sonido seco. Entonces el Odio toma forma y acaricia su mano antes de tomar asiento. Muriel: ¿qué ha sido de tu vida? El tiempo cumplió su tarea, yo ya no sirvo. Se recuesta en el sofá, junta los labios y entona una sonata de Brahms.

Guardo los efectos en el maletín. Él duerme, yo procuro no hacer ruido. Antes de irme, tomo la chequera y extraigo la tapa de mi pluma. Un clic enorme en el silencio. Dibujo cuidadosamente mi firma, dejo el papel sobre la mesa, me aproximo a la puerta y él está ahí.

Mi odio.

YO, FRANCO: Taxidermistas

Si desciendes la escalera, la luz de la bombilla se extinguirá en dos trancadas. En el rellano tocarás una puerta de tablones mal clavados que huele a vela y a sebo. Moverás el pomo, esa gran muela redonda y fría, y entrarás. Apenas te rozará un hilo de claridad que corta la habitación desde el lado izquierdo y la baña con su tono mórbido, violeta y azul carne, un haz ligero y sucio lleno de santo espíritu que ciega en vez de guiar. En la habitación habrá estantes dispuestos con desatino y extraño rigor, como si el desorden formase parte de un orden universal regido por una mano invisible. El cristal de cada compartimento, amarillo a causa de la grasa y el vapor, protegerá dos o tres cabezas aisladas de sus cuerpos, empaladas una al lado de la otra con paciencia científica, como la obra de un cálculo demoníaco. No resistirás y te acercarás a la más bellamente conservada, un cráneo dolicocéfalo de ojos saltones e iris azul grisáceo, malévolo dueño del centro de la repisa. La piel de su rostro será una fina película de seda muy pegada al hueso que atrae una palidez extrañamente sobrecogedora, dominante y cautivadora como debió ser su voz, y que ahora se extiende simétrica y reposada hasta la quijada muy levemente partida.

Será tu ansia y tu memoria la que te haga abrir la portezuela de la repisa y acariciar el cabello castaño muy oscuro, peinado con raya impecable al lado izquierdo, ese pelo tan fino, lustroso y restirado. Acariciarás el cabello con la mano abierta y sentirás la rugosidad placentera de épocas que te sabrá a susurros, a voces, a gritos, a huesos lavados, a olores químicos, a ecos de muerte. Conocerás en tu palma la sangre y adivinarás en sus líneas el pecho y la espalda lampiños y hasta escucharás su voz de puñal. Con las yemas de tu diestra sobre las cuencas duras como piel de ciervo, pensarás su ojo izquierdo algo más grande que el derecho, te asombrarás, te asustarás, temerás. Tu mano se deslizará sin freno, como la de una dama sobre su otra mano vestida de terciopelo, a lo largo de la nariz recta y fina, reptará debajo de ella hasta posarla sobre el labio superior y sentirás el bigote pequeño como brocha de boceto renacentista, un bigote de óleo. Lo sabrás en tus dedos, conocerás tu regalo, lo amarás y callarás.

Escapa de este umbral si te es propicio, invitado de honor. Huye de mi museo con el regalo en la mano. Protégelo en tu regazo con cariño, escapa, te suplico, ya es tiempo.

Yo, ruego.

YO, FRANCO: Lawrence de Arabia


Sugiero que la épica vive en el hombre y no en el desierto, aunque imagino que van a resistirse. Por eso no preciso hallar desierto sino afinar la cuerda del hombre. Pienso en ello mientras veo Lawrence de Arabia, de David Lean. No apresuraré mi palabra a adelantar su historia, de manera que eludiré los detalles de la trama para no arruinar su domingo.

Lawrence de Arabia es una cinta épica como ya no se intentan ni se piensan, un film que pone en escena la lucha entre el individuo y los elementos, entre cultura y naturaleza, entre el yo y la historia. Con su recuerdo, valga decir sobre la épica: una cuerda tirante entre principios antitéticos.

Quizá es inútil repetir que Lawrence de Arabia es una película ambientada en la guerra, la Primera Gran Guerra. En medio de ese imparable curso de violencia que es la política y la historia, el individuo es un fusible que mide la tensión del devenir. Ubicado en la encrucijada, el individuo no tiene más recurso que ejercer el vigor y la voluntad —otros nombres del miedo— a fin de preservar al hombre y su voz. Deviene héroe. El héroe: no más que un yelmo ciego frente al miedo.

No le cabe más recompensa al individuo que aceptar la ambigüedad y soportar la decepción. Lawrence es presa de su valentía, de su obra, aunque en sus ojos surque el desconcierto y, en realidad, el fracaso. Lawrence es un fresco de las pulsiones que disputan el cuerpo del héroe: hostil, cínico, irónico, compasivo, valiente, cobarde, megalómano, humilde, un firme candidato al sanatorio. Dicho de otra manera: la carne del hombre no es todo lo fuerte para resistir al héroe, su materia no es materia de titanes. La épica murió hace tiempo.

Nos quedan los antihéroes, sus pequeñas tragedias, sus numerosos dramas, sus ínfimas pérdidas. Ni reino, conquista o hazaña. Ni delirio. Tomaremos la butaca, morderemos los hot dogs, y nos abandonaremos a Braveheart: comics en los que no se pierde valor, honor ni voluntad, en los que no se pierde nada. Quizá en la sala oscura alguno recuerde que la épica no vive en el desierto sino en el corazón del hombre. Los demás se volverán, pasearán lánguidas miradas sobre su rostro y dirán: ah, un viejo.

Yo, envejezco.

YO, FRANCO: Réquiem por una corbata


Murió el sombrero, murió la brillantina, murieron las enaguas. Fatigose el mundo que apellidaron, desaparecieron las fotografías que habitaron, los temas que interpretaron y hasta la lluvia que soportaron. Cuando muere un uso, la página se cierra y a otra cosa. Y aunque se diga lo contrario, no siempre la fábrica oficia estas muertes o es su causante, en ocasiones se interpone y aboga por el sombrero, el fular o la enagua aunque sin triunfo posible a la vista: el molino del tiempo tritura los usos y ni fábrica ni publicidad, a quienes tanto teme el librepensador, puede decir una palabra más. Vemos por ello que las pasarelas insisten en colecciones de indispensable sombrero, siempre garboso, siempre galante, al mando de tenidas refinadas, briosa y cinematográficamente circunspectas aunque sin happy end. Nadie, o casi nadie, porta un sombrero con soltura, no se trate de observar ciertas esnobistas fechas del año que no aprecio recordar. No se diga de la enagua, completamente absurda en una era de pantalones unisexo y de amazonas urbanas que, de intentar con falda y enagua, caerían en mal predicamento acerca de su modernidad y desenvoltura que hoy se precian como indispensables.

Otro tanto podemos decir de la corbata. De compañera fiel y accesorio viril por excelencia en el atuendo del hombre elegante, la corbata parece ceder paso al cuello desnudo o al confortable adorno del pañuelo que no pocos consideran complemento amanerado y maricón. Más allá de prejuicios inevitables, la era de la corbata parece llegar a su fin. “Mucha gloria ha tenido ya”, envidia el tiempo, anudada en las insaciables camisas de Bogart, Mastroianni y Alain Delon, o, en su papel de lazo y pajarita, en las del rey Mickey Rooney, así es que hora es ya de remitir su asociación fálica en este orbe de vacío y gas.

Percibimos lo dicho en pasarelas y otros termómetros de las tendencias de moda —dicho sea de paso que quizá la moda sea la mayor enemiga de la verdadera elegancia— que dan cuenta del desplazamiento de la corbata en favor de otros usos. Y es que la vacuidad y el éter exigen despojar el terreno de símbolos de poder y fuerza, de virilidad y heroísmo, para cumplir con el fin de imponer el híbrido y la androginia globales.

Queden en vuestras manos las opciones; los menos nos refugiaremos. Tocados con sombrero, brillantina y corbata los hombres, sombrero con velo, falda y enagua las mujeres, procuramos ansias de final, de pérdida y ocaso.

Nosotros, perdemos.

YO, FRANCO: La niebla


Tal vez sientan que cada noche en la ciudad es más fría que la anterior, más oscura, más herida por la lluvia. Tal vez reconozcan en ésta una de esas noches en que, a pesar del miedo, debo alcanzar el local de abarrotes, pagar una leche, un dulce y unos panes, y regresar. Alejandra, mi mujer, permanecerá en cama indispuesta por el embarazo, yo tomaré mi chaqueta impermeable, una bufanda, y saldré. “Adiós, mi amor, ya vengo”. “Chau. No olvides el dulce”. Causará gran estruendo la puerta de hierro a mis espaldas y la niebla me invadirá por los cuatro costados a la conquista de la sangre, el vapor seco y helado agrietará mis pómulos, congelará mis piernas y por vez primera en años sentiré el golpe del hierro en la boca de mi estómago. Pero deberé ir por la leche y el pan. Me adentraré en el pozo con la esperanza de sortear los pasos que alejan mi puerta de la puerta de la tienda, aunque un par de codos más allá no haya retorno, no haya regreso.

He colocado el pie izquierdo en el borde del muelle, mientras me aferro con la mano derecha a una cuerda atada a la madera. Extiendo la izquierda sobre el agua, tanteando con las yemas el vacío: los bloques de hielo chocan entre sí, incesantes sobre el agua a mis pies, su amenaza de rocas refrigeradas e inquietas patinan en un zigzag polar. Tras la cortina de niebla una voz emite alertas de auxilio, yo estiro más el brazo hacia ella entre el algodón de hielo, pero no alcanzo a palpar nada. Cuando descubro que la escarcha ha calcinado mi chaqueta hasta romperla, vislumbro en el corazón del blanco un haz breve, amarillo y compacto que divaga torpemente sin control. Detrás de la luz, un sonido repetitivo y ronco, un ruido mecánico, emerge. Permanezco estático hasta que la luz toma forma y se convierte en el borde de una lancha a motor. Unos torpes pasos mojados aletean y devuelven el silencio a la niebla; se aproxima un hombre ancho, el pelo cano, la cara sonrosada, de un metro ochenta o algo más. El hombre apaga la linterna y abre la boca para decir algo, una boca de pequeños dientes amarillos, de rata, su boca que nunca alcanzará a decir nada.

Saco las monedas del bolsillo de la chaqueta, las cuento y pago. El hombre de la tienda sonríe algo inquieto. No me despido, ni una palabra, pienso en el hombre del bote y la piedra, pienso en la ráfaga de luces del cuchillo. Afuera ella se yergue, densa, invencible, serena. No dudo un segundo; mi mujer y mi hijo esperan. Me interno en ella.

Yo, king. Stephen King.

YO, FRANCO: Mi estanquillo

Hace seis meses Salvador Elizondo me regaló una palabra, estanquillo, que al pronunciarla me devolvió al pasado. Dice Elizondo que estanquillo era uno de esos comercios de “pequeñas vitrinas empañadas” que “exhibían montoncitos de diversas cosas, principalmente dulces y caramelos. En frascos de vidrio los clásicos de anís, de hierbabuena, de fresa, que se vendían a granel, a centavo y a dos por cinco”. Y más: “Cigarrillos de tabaco negro: Elegantes, Delicados, Casino, Alas, Tigres, Faros, casi siempre un poco secos”. El mío no divergía mucho, con su olor a pan y pared de adobe mezclados con rusticidad y vejez. En mi estanquillo lo primero que uno miraba eran los frascos, esos panzudos guardianes de caramelos granizos en opaco verde, rosa y amarillo, compactados a la manera de una mandarina enana. Las tapas verde resguardaban los granizos ante la severidad de los envases de lata que servían ora para almacenar arroz, ora para el azúcar, la harina o el grano, ora para servir de asiento a la oronda matrona que atendía al pie de su mostrador de madera con balanza en una esquina y exhibidor de chocolates, manteca de cacao o latas de té Hornimans en la otra. Colgaban del techo de mi estanquillo filamentos negros de grasa alrededor de los cuales una mosca se aprestaba al descenso en picada hacia el ojo del gato. En ocasiones el minino dormía sobre un pequeño Frigidaire de redondeadas aristas, la matrona abría la puerta y tomaba con su rolliza y tibia mano el palo de un plátano helado con antifaz de chocolate y la voz pequeña desde el suelo insistía, “otro congelado, señora”, aunque solo servía a desarrollar el hígado de la matrona. Por fortuna el maíz tostado con una rebanada de queso curaba esas aflicciones y aun el dulce de leche espeso, casi seco, que ella untaba en el corazón de un pan de origen siempre incierto. Cumplía función similar el café negro preparado con esencia Águila de Oro importada de la calle Benalcázar, del edificio situado frente al de los Correos, que ella sostenía en un tazón de hierro enlozado, entre el sueño y el desconsuelo, sentada sobre la lata de los oficios inútiles, antes depósito de harina de trigo, mientras el crepúsculo descendía pálido, verde, amarillo y naranja.

Este mi estanquillo, lo conozco bien, una de las voces a ras del suelo es la mía, la oigo con embarazo. Este mi estanquillo, en él crecí al calor de la matrona que también es mía, mi abuela María, Mamá Marita. Ahora clausurado y extinto, mi estanquillo.

Yo, recuerdo.

YO, FRANCO: El extraño señor Vargas Vila


I.

Confesaba el escritor Vila-Matas su deseo de convertirse en otro, distinto al identificado por su cuerpo y acaso por su espíritu, las ganas de encarnarse en un escritor ignoto de nombre Witold Gombrowicz. No ha sonado pocas veces esa rareza, descubrirnos incómodos en la propia piel y consecuentemente querer perderla o disfrazarla en otras vestiduras. A mí me ocurrió hace décadas y ese platónico deseo lo encontraba yo en un tal señor Vargas Vila.

Más bien pequeño andaba el que confiesa, al borde de los doce años, cuando, al igual que Vila-Matas, decidí convertirme en José María Vargas Vila. A mi abuelo había pertenecido el ejemplar arrugado y esponjoso por la colonia derramada en su lomo, de la novela Ibis, la “Biblia del suicidio”, pequeño volumen que mostraba en la portada la foto de su autor, sujeto de agria apariencia con el rostro surcado de arrugas, tocado por unos espejuelos en forma de óvalo. A salto de mata entre las páginas descubrí, leí y memoricé las sentencias que con la potencia de la mandrágora me subyugaron: “si la vida es un martirio el suicidio es un deber”, “el Amor es vil, porque viene de la carne; solo la amistad es fuerte, porque es pura; vive del alma”, “goza a la mujer; no la ames nunca”, “teme al Amor como a la Muerte; él es la Muerte misma”, sentencias narcóticas que me volvían otro. Más Señor Hyde que Samsa, me puse a la tarea de hacerme con otros libros del maestro de la nada. En esas me encontraba cuando en la repisa de casa di con Las rosas de la tarde, el manifiesto de la muerte del amor al pie de las doce colinas de Roma, firmado por el mismo colombiano extraviado en Latina, Vargas Vila.

Embriagado de tarde, libélulas, ocasos y nenúfares, el coco irremediablemente rayado, supe por los periódicos antiguos que el señor Vargas Vila, además de incendiar sus páginas contra el bárbaro imperial —tales eran sus palabras para los Estados Unidos—, contra los curas y los conservadores del tiempo de la llama liberal, encendía otra hoguera, entre sicalíptica y entristecida, ataviado con severidad y atildamiento. Esos mismos periódicos me dijeron que José María (V. V.) mudaba de traje tres veces al día a la vez que oficiaba bacanales y otros servicios horrendos protagonizados por hermafroditas y más seres mutantes en sus mansiones adquiridas por el bien de la pluma en Grecia, España o Francia. Así es que yo, presto a convivir con la inmundicia, me puse a componer un ajuar integrado por trajes de corte a lo 1970 robados a mi padre, leontina fabricada con el remiendo de una cadena de oro de madre y un reloj sin correa rescatado de algún cajón, chalecos y abrigos de mi abuelo y unos lentes que supongo también eran suyos, de la época en que tocaba el saxo en la banda municipal. De esta manera quedé listo para acariciar con las yemas el azul de la bóveda celeste y abandonarme a la vileza de la carne.

II.

En mi última entrega decía que armado caballero quedé yo, con leontina y espejuelos, decidido a seguir los pasos de mi antecesor Vargas Vila en su intromisión por los jardines de Eros. Románticamente ataviado dejé la casa, salí a la calle y encontré a un hombre alto con cuerpo de huevo oculto tras unos lentes de ciego.

El sujeto clavó sus ojos, difuso y tan cierto que al punto me reconoció vestido de esa forma y no tardó: “Volviste, José María. Había perdido las esperanzas de hinojos al pie del nicho en las Cortes de Barcelona, las lágrimas imparables, el recuerdo. Pero volviste, regresaste. Conservé la casa intacta, como la dejaste. Sígueme Divino”. Es mi “hijo adoptivo”, Ramón Palacio Viso, que, afectado y alegre, me toma del brazo y caminamos. “Me cuentan que Salazar Pazos, el hombre de la Isla, conservó tu diario como una custodia fiel, opera magna y final, a fin de resguardarla. Me han dicho que Salazar Pazos, el hombre de la Isla, ese ser noble que siempre admiró tu palabra, lo custodió hasta el día en que tocó su puerta un hombre blanco y barbado que lo redujo a golpes para aprehenderlo. No se supo nada de él durante un tiempo, solo, me dicen, permanecía el rumor de las olas que golpean la pared de arena al pie de los hierros y mueren en la espuma. Me han dicho que hubo una orden, que la fallaron y olvidaron al hombre hasta que volvió en sí y ratificó, sí, acepto, lo devolvieron a la celda y lo olvidaron nuevamente.

Con la declaración en la mano, volvieron los gendarmes a su casa, la vaciaron y colocaron el Diario en un pequeño arcón de madera, una bolsa mal cosida de lino y un cajón metálico inviolable, respectivamente, pasaron la llave, cerraron la puerta del Consejo de Estado y a otra cosa”, refiere Palacio Viso con una melancolía que sus ojos no pueden confirmar a causa de las gafas negras, sus manos tiemblan, como pichones. Lo escucho, grave, y sospecho que ha perdido la razón, que la Muerte y el Ocaso han sido para él gigantes. Prosigue: “Son los bárbaros, Divino, los bárbaros. Pero no aquellos, otros, los mismos. Y Salazar Pazos se hizo a la mar tras la cárcel. Sin el Diario ni los escritos, un buen hombre, Salazar”. Está lívido, tembloroso, ido. Tomo una de sus manos entre las mías y le hablo, de nuevo en mis horas: “Decide Palacio Viso, tu Maestro lo impone: ¿quién dio la orden?” “El Barbudo de la isla, Divino” “¿Y quién detrás?” “No sé si deba, Maestro…” “¡¿Quién?!” “Un paisano tuyo al que desconoces. Es de la costa, gran autor, un divo: Gabriel García Márquez. Me lo ha contado un amigo mexicano, no importa su nombre…” “Gabriel García Márquez…” Mi voz cavernosa se pierde como un eco en la profundidad de la calle, mil golpes de sonido contra las paredes. Observo a Palacio Viso, “mi hijo”, y agacho la cabeza, la leontina descompuesta porque la cadena se ha zafado y ahora pende sobre mi bragueta como un hilo malsano; el reloj duerme en el fondo de mi bolsillo sin rastro de Eros. Más allá la punta de los zapatos, el borde de las suelas. Los de un muerto.

YO, FRANCO: ¡Vivan las máscaras!

Oscar Wilde decía que nuestro único deber es ser lo más artificiales posible. Pero a veces lo artificial es santo, otras veces no. Una nariz pasada por el bisturí que hace buen juego con ojos, boca y mentón, es un artificio logrado; falda corta sobre pantalones vaqueros, como se vio hace poco, siempre será artificio fallido. Por ello no es importante señalar si algo es artificial o no, lo es contemplar el conjunto, que el detalle falso haga compás en un todo y no desentone. La escuela y la casa nos han acostumbrado inadecuadamente a festejar lo “natural y espontáneo” y a despreciar lo artificial. Pero me pregunto: un cigarrillo en la boca de un infante, ¿es natural y espontáneo o es artificial?

También deben haberse fijado ustedes que hay personas que fuman como si no estuvieran fumando, que cortan la carne como si no estuvieran zanjando, que dan la mano sin ejercer presión. Estas personas quizá sean naturales consigo mismas pero no lo son con el resto: su actuación es enormemente impostada y —¿me permiten usar este vocablo?— falsa, son nubarrones que no hacen invierno. Falsa porque su artificio no encaja bien en el contexto, les hace falta seguridad, autoconfianza, convicción para la mentira. Fumemos si esto nos trae placer, comamos si nos apetece, durmamos si nuestros ojos así lo exigen.

Quizá encontremos una postura de lo espontáneo aunque lo que hagamos sea un total artificio, como artificial es fumar, maquillarnos, llevar aretes en las orejas o sortijas en las manos. Artificios todos. La despreciable y nada santa artificialidad es lo postizo, lo que evidencia que el pedazo no corresponde en el cuadro. De esa madera indócil están hechos los inútiles, los de no confiar. Son postizos. Recluyámoslos en su guetto que para eso se han creado los guettos de antifaz.

Yo, aíslo.

YO, FRANCO: El circulo de las traidoras


La cara redonda ha quedado en la vera del camino: hoy se acostumbra la verticalidad y el larguiruchismo. Por fortuna no siempre fue así y gracias al cielo no todos conjugan solo el presente; algunos disfrutamos más del pasado y albergamos cierto temor por el futuro. Pues bien, Constanze Weber, por ejemplo, la nada ejemplar consorte de Wolgang Amadeus Mozart debió —más allá de lo que malindican grabados y pinturas— tener la cara redonda, voy seguro.

Pérfida como se revelase a los ojos del mundo, sembrando de cuernos la venerada efigie de su inmaduro esposo, Wolf Amadé, la causa de su propensión a la infidelidad debe residir en su redondez, por fuerza. Me explico: la mujer de cara redonda todo lo tiene redondo, ojos, mofles, barbilla (nunca fue este término más impropio), labios, senos, piernas y partes pudendas. Esta proliferación de óvalos y círculos en cara y cuerpo nos habla de la naturaleza redondeada del tiempo y el universo, problemas sobre los cuales las teorías más convincentes apuestan por la esfera. Si el universo es redondo y el tiempo circular, lo magnético, lo febril por naturaleza es la línea curva.

El carácter imantado de la traición proviene de su cualidad circular. La perfidia es en consecuencia una deformación de toda línea continua. Del interior de este doblado pasaje pocos hombres salen libres. Contemplen con detenimiento las primeras cintas de María Félix, por ejemplo, y constatarán que sus rasgos son curvos, cejas, frente, mejillas, párpados, pupilas. Su cara se alargó con la vejez y la cirugía pero eso es otra historia.

Aunque casta en sus matrimonios, Félix no fue más que pérfida por la condición de sus rasgos. Fiel a todos sus esposos, carirredonda es traidora y traidora es Félix. Otro tanto me queda por decir de Constanze Weber, la que hizo sufrir al gran genio, o de las ninfas de la imaginación de Fellini, libélulas de cara y tetas curvas. Y así cuanta mujer de cara redonda y en desuso se recuerde. Yo, deduzco.